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Johann Wolfgang von Goethe

"Las desventuras del joven Werther"

Libro Primero

Carta 11

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Las desventuras del joven Werther

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Libro Primero

Carta 11

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16 de junio de 1771

¿Por qué no te escribo? ¿Tú me lo preguntas; tú, que tan sabio eres? Deberías adivinar que me encuentro bien y que... en una palabra, he conseguido una amistad que interesa a mi corazón. Yo he... yo no sé...

Difícil me será referirte punto por punto cómo he conocido a la más amable de las criaturas. Soy feliz y estoy contento: por lo tanto, seré mal historiador.

¡Un ángel! ¡Bah! todos dicen lo mismo de la que aman, ¿no es verdad? y, sin embargo, yo no podré decirte cuan perfecta es y por qué es perfecta: en resumen, ha cautivado todo mí ser. ¡Tanta modestia con tanto talento!¡Tanta bondad con tanta firmeza! ¡Y el reposo del alma en medio de la vida real, de la vida activa!

Cuanto digo de ella no es más que una palabrería insulsa, una helada abstracción, que no puede darte ni remota idea de lo que es. Otra vez... no, quiero contártelo en seguida. Si lo dejo, no lo haré nunca; porque (dicho sea para nosotros), desde que he comenzado esta carta, tres veces he tenido ya intención de soltar la pluma, mandar ensillar el caballo y marcharme. Y, sin embargo, esta mañana me había jurado a mí mismo no ir; así y todo, a cada momento me asomo a la ventana para ver la altura a que se halla el sol.

...

No he podido resistir, he ido a hacerle una visita. Heme ya de vuelta, Guillermo: estoy cenando y escribiéndote.

Si continúo de este modo, no sabrás al fin más que al principio. Escucha, pues: procuraré sosegarme para poderte hacer una detallada relación de todo.

Te dije últimamente que había hecho conocimiento con el juez S.***, y que me había invitado a visitarle en su retiro, o por mejor decir, en su reinezuelo. No me acordaba de esta visita, y acaso no la hubiera hecho nunca si la casualidad no me hubiese descubierto el tesoro escondido en ese paraje solitario.

La gente joven había organizado un baile en el campo, al que yo debía asistir. Tomé por pareja una señorita bella y de buen genio, pero de trato indiferente, y quedamos en que yo iría con un coche por ella y por su prima, que la acompañaba, para conducirlas al sitio de la fiesta, y convinimos además en que de paso recogeríamos a Carlota S.*** — "Vais a conocer a una joven muy guapa — me dijo mi pareja, mientras cruzábamos la gran selva y nos acercábamos a la casa. — Cuidado con enamorarse — añadió la tía. — ¿Y por qué ? — pregunté yo. — Porque ya está prometida a un joven que vale mucho y que, por haber perdido a su padre, ha tenido necesidad de hacer un viaje para arreglar sus asuntos y solicitar un buen empleo." — Escuché estos detalles con bastante indiferencia.

Descendía el sol rápidamente detrás las montañas, cuando el coche se detuvo en la puerta del patio de la casa. Hacía un calor sofocante y las señoras tenían miedo de que descargase una tempestad, que parecía formarse entre pardas y obscuras nubecillas que cercaban el horizonte. Desvanecí los temores de mis compañeras, fingiendo tener profundos conocimientos del tiempo, a pesar de que también yo presentía que se nos iba a aguar la fiesta.

Ya había yo bajado del coche, cuando llegó una criada a la puerta del patio y nos dijo que hiciésemos el favor de aguardar un momento, que la señorita Carlota no tardaría en salir. Crucé el patio y avancé con desenfado hacia la casa: así que hube subido la escalera y franqueado la puerta contemplaron mis ojos el espectáculo más encantador que he visto en mi vida. En la primera habitación, seis niños, desde dos hasta once años de edad, saltaban alrededor de una hermosa joven, de mediana estatura, vestida con un sencillo traje blanco, adornado con lazos de color de rosa en las mangas y en el pecho. Tenía en la mano un pan moreno, del que a cada uno de los niños cortaba un pedazo proporcionado a su edad y a su apetito. Les repartía las rebanadas con la mayor gracia, y ellos, gritando, se lo agradecían, después de haber tenido un buen rato las manitas levantadas, aun antes de que el pan estuviese cortado. Por fin, provistos de su merienda, unos se alejaron saltando de contento, otros, de carácter más sosegado, se fueron tranquilamente a la puerta del patio, para ver a los forasteros y el coche que debía llevarse a Carlota. Ésta me dijo: — "¿Me perdonaréis el que os haya causado la molestia de entrar y el haber hecho esperar a esas señoras? Distraída en vestirme y en tomar las disposiciones que en la casa exige mi ausencia, me había olvidado de dar la merienda a los niños, que no quieren recibirla sino de mi mano." Contesté con un cumplido insignificante: sólo me cuidaba de su rostro, de su voz, de su continente, y apenas había vuelto yo de mi sorpresa, cuando ella corrió a su cuarto por el abanico y los guantes. Los niños, permaneciendo a cierta distancia, me miraban de reojo; yo me acerqué al más pequeño, cuya fisonomía era sumamente interesante. Se retiraba huyendo de mí, cuando Carlota, que salía ya por la puerta, le dijo: — ''Luis, da la mano a ese caballero, que es tu primo." Obedeció el niño sonriendo, y, aunque tenía las narices sucias, no pude resistir la tentación de darle algunos besos. — "¿Primo? — dije a Carlota, ofreciéndole la mano. — ¿Creéis que yo merezca la dicha de ser pariente vuestro? — iOh! — exclamó ella jovialmente; — nuestra parentela es muy extensa, y yo sentiría infinito que los demás os aventajasen."

Al salir encargó a Sofía, niña de once a doce años, y la mayor de las hermanas que quedaban en la casa, que cuidase bien de los niños y saludase a su padre cuando volviera del paseo. Recomendó a los pequeños que obedeciesen a Sofía como si fuese ella misma, lo que muchos prometieron terminantemente; pero una traviesa rubilla, que podría tener unos seis años, se apresuró a decir: — "Es que ella no eres tú, Carlotita, y nosotros preferimos que estés tú." Los dos hermanos mayores se habían encaramado en el coche, y, por mi intercesión, Carlota les permitió acompañarnos hasta la selva, aunque haciéndoles prometer que serían buenos y no se pelearían.

Apenas nos habíamos instalado en el coche y apenas se habían saludado las señoras y hecho algunas observaciones recíprocas acerca de sus vestidos, en particular de los sombreros, y pasado revista a las personas que debían asistir al baile, cuando Carlota hizo parar el coche y mandó a sus hermanos apearse. Éstos quisieron besarle de nuevo la mano: el mayor lo hizo con toda la ternura de un adolescente; el más pequeño, con tanta viveza como atolondramiento. Les encargó una vez más que saludasen a sus hermanos, y continuarnos nuestra marcha.

La prima de mi pareja preguntó a Carlota si había concluido el libro f¡ue últimamente le había prestado. — "No, dijo ella, no me gusta, y os lo devolveré pronto; tampoco el anterior me hizo mucha gracia." Manifesté curiosidad por saber de qué libros se trataba, y quedé sorprendido al contestar Carlota que... Encontraba en cuanto decía un talento nada común: cada palabra añadía nuevos encantos, nuevos fulgores de inteligencia a su rostro, y observé que se explicaba con tanto más gusto cuanto que veía en mí una persona que la comprendía.

—"Cuando yo era más niña, dijo, mi lectura favorita eran las novelas. Dios sabe cuánto placer sentía yo cuando podía sentarme el domingo en algún rinconcillo para participar con todo mí corazón de la dicha o de la desgracia de una miss Jenni. No quiere esto decir que semejante género de literatura haya perdido a mis ojos todos sus encantos; pero como ahora son contadas las veces que puedo leer, cuando lo hago deseo que la obra encaje perfectamente en mi gusto. El autor que prefiero es aquel en quien hallo el mundo que me rodea, el que cuenta las cosas tales como las veo en torno mío, el que, con sus descripciones, me atrae y me interesa tanto como mi propia vida doméstica, que indudablemente no es un paraíso, pero sí un manantial de dicha inefable para mí."

Procuré ocultar la emoción que me causaban estas palabras; mas no lo conseguí por mucho tiempo; pues cuando la oí hablar, incidentalmente y con tanta verdad del Vicario de Wakefield de... No pudiendo contenerme, le dije cuanto me ocurrió en aquel instante, y hasta pasado un rato, al dirigir Carlota la palabra a nuestras compañeras, no caí en la cuenta de que éstas permanecían allí con los ojos abiertos, ajenas por completo a la conversación.

Hablamos entonces del baile. — "Si esta pasión es un defecto — dijo Carlota, — confieso francamente que no concibo nada que la supere. Cuando estoy disgustada, me acerco a mi clave, aunque está desafinado, y me basta con mal tocar una contradanza para darlo todo al olvido."

¡Con cuánto embeleso, mientras ella hablaba, fijaba yo la vista en sus ojos negros! ¡Cómo enardecían mi alma la animación de sus labios y sus mejillas frescas y risueñas! ¡Cuántas veces, absorto en los magníficos pensamientos que exponía, dejé de prestar atención a las palabras con que se explicaba! Tú, que me conoces a fondo, puedes formar una idea exacta de todo esto. En fin, cuando el coche paró ante la casa del baile, yo eché pie a tierra completamente abstraído. La hora del crepúsculo, el laberinto de sueños en que vagaba mi imaginación, todo contribuyó a que apenas percibiera yo los torrentes de armonía que llegaban hasta nosotros desde la sala iluminada.

El señor Audrán y un tal... (¿quién puede retener en la memoria todos los nombres?) que eran las parejas de la prima y de Carlota, nos recibieron en la puerta y se apoderaron de sus damas; yo los seguí con la mía.

Comenzamos por bailar varias veces el minué. Saqué una por una a todas las damas, y pude observar que las menos simpáticas eran las que más deseaban prolongar el baile. Carlota y su caballero comenzaron una contradanza inglesa: tú puedes figurarte el placer que experimenté cuando le tocó hacer la figura conmigo. ¡Hay que verla bailar! Lo hace con todo el corazón, con toda el alma; todo su cuerpo está en una perfecta armonía, y se abandona de tal modo, con tanta naturalidad, que parece que para ella el baile lo resume todo, que no tiene otra idea ni otro sentimiento, y que, mientras baila, lo demás se desvanece ante sus ojos.

Le pedí la segunda contradanza y me ofreció la tercera, asegurándome que tendría mucho gusto en bailar la alemanda. — "Aquí es costumbre — añadió — que cada cual baile la alemanda con su pareja; pero mi caballero la baila mal y me agradecerá que le releve de esta obligación. Vuestra compañera tampoco la sabe ni se cuida de ello, y he observado durante la danza inglesa que bailáis a maravilla. Por tanto, si queréis bailar connsigo la alemanda, id a pedirme a mi caballero mientras yo hablo a vuestra dama." Después le di la mano, y se convino en que, mientras nosotros bailábamos juntos, su caballero acompañaría a mí pareja.

Se comenzó, y nos entretuvimos un rato en ejecutar diferentes pasos y figuras. ¡Qué gracia, qué agilidad en sus movimientos! Cuando llegamos al vals y las parejas, como las esferas celestes, comenzaron a girar unas alrededor de otras, hubo un momento de confusión, porque son contados los que valsan bien. Tuvimos la prudencia de dejar pasar el primer ímpetu de los demás; pero cuando los más torpes se retiraron, nos lanzamos de nuevo y dejamos bien puesto nuestro pabellón, seguidos de otra pareja, que era Audrán y su compañera, jamás he sido más ligero; yo no era ya un hombre. Tener en mis brazos a la criatura más amable, volar con ella como una exhalación, desapareciendo de mi vista todo lo que me rodeaba, y... Guillermo, te lo diré sinceramente, me hice el juramento de que mujer que yo amase, y sobre la cual tuviera algún derecho, no valsaría nunca con otro que conmigo; jamás, aunque me costase la vida. ¿Me comprendes?

Anduvimos un poco por la sala para tomar aliento; después sentóse ella y le presenté, para que refrescase, unas naranjas que yo había separado, y que eran, por cierto, las únicas que quedaban. Observé que agradecía mi atención; pero se hallaba al lado de una dama indiscreta, a quien Carlota ofrecía gajos por pura cortesía, y cada uno que tomaba era un puñal que me atravesaba el corazón. En la tercera contradanza inglesa nos tocó ser la segunda pareja. Cuando concluíamos de hacer la cadena y yo (Dios sabe con cuánta voluptuosidad) me asía al brazo de Carlota, fijo en sus ojos, que brillaban con la candida expresión del placer más puro y espontáneo, nos hallamos delante de una señora que, aunque ya se iba alejando de lo más florido de su juventud, me había llamado la atención por cierto aire de amabilidad que hermoseaba su semblante. Miró a Carleta sonriendo, hizo como que la amenazaba, y pronunció al paso dos veces el nombre de Alberto con un tonillo misterioso.

—"¿Puedo — dije a Carlota, — si no es indiscreción, preguntaros quién es Alberto?" Iba a responderme; pero tuvimos que separarnos para formar la gran cadena, y cuando llegamoos a cruzar uno al lado del otro, me pareció que estaba pensativa.

—"¿Por qué os lo he de ocultar? — me dijo al darme la mano para hacer una figura. — Alberto es un hombre honrado, al cual estoy prometida." Aunque esto no era nuevo para mí, porque lo había sabido en el coche, me causó tanta sorpresa como si lo ignorase; y es que no había vuelto a pensar en ello con respecto a Carlota, que en tan breves instantes llegó a serme tan querida. En una palabra, me turbé, me desconcerté y embrollé de tal modo la figura, que, a no ser por la presencia de ánimo de Carlota y la oportunidad con que enmendaba mis torpezas, no se hubiera podido continuar la contradanza.

Aun duraba el baile cuando los relámpagos que desde mucho antes viínos brillar en el horizonte, y que yo achacaba sin cesar a ráfagas de calor, se hicieron más intensos, y el ruido del trueno apagaba el de la música. Tres señoras, seguidas de sus caballeros, abandonaron la contradanza; el desorden se generalizó y los instrumentos enmudecieron. Cuando repentino pavor o un accidente imprevisto nos sorprenden en medio de los placeres, producen en nosotros, y es natural, una impresión más honda que de ordinario, ya sea por el contraste que se destaca vigorosamente, ya porque, una vez abiertos nuestros sentidos a las emociones, adquieren una sensibilidad exquisita. A esta causa debo atribuir los extraños modales que vi hacer entonces a muchas de las señoras. La más prudente corrió a stntarse en un rincón, tapándose los oídos y volviendo la espalda hacia la ventana; otra se arrodilló delante de ella y escondió la cabeza en el regazo de su compañera; una tercera se metió entre las dos y abrazaba a sus hermanitas, vertiendo torrentes de lágrimas. Algunas querían volverse a sus casas; otras, que estaban más amilanadas, ni siquiera tenían ánimo para reprimir la audacia de los astutos jóvenes, que se entretenían afanosos en interceptar en los labios de las bellas afligidas las tímidas plegarias que dirigían al cielo. Algunos caballeros habían salido a fumarse tranquilamente una pipa, y los demás de la reunión acogieron con júbilo la feliz idea que tuvo la dueña de la casa de trasladarnos a otra habitación cuyas ventanas tenían postigos y cortinas. Carlota, apenas entramos en la nueva habitación, hizo poner las sillas en corro y propuso un juego.

Vi que varios caballeros, enderezándose como para indicar que estaban prontos, se relamían de gusto, soñando ya en saborear una dulce prenda. — "Jugamos a contar — dijo ella. — Prestadme atención. Yo iré pasando por toda la rueda, siempre de derecha a izquierda, y vosotros al mismo tiempo contaréis desde uno hasta mil, diciendo a mi paso cada cual el número que le toque. Debe contarse muy de prisa, y el que titubee o se equivoque recibirá un bofetón." Nada más divertido. Carlota, con el brazo tendido, echó a andar dentro del corro. — ¡Uno!, dijo el primero. — ¡Dos!, el segundo. — ¡Tres!, el que estaba al lado, y así sucesivamente. Ella fue poco a poco acelerando el paso; aquello ya no era andar: volaba. Uno se equivoca.— ¡Paf!, bofetón; el que le sigue lanza una carcajada. — ¡Paf!, otro bofetón; y Carlota corriendo cada vez más.

A mí me alcanzaron dos sopapos, y con inefable placer creí haber notado que me los aplicaba más fuerte que a los otros. El juego concluyó en medio de una risa y una alzagara generales, antes de que la cuenta hubiese llegado al número mil. Las personas que tenían más intimidad formaron conversación aparte. La tempestad había cesado, y yo seguí a Carlota, que se volvió a la sala. En el camino me dijo: — "Los bofetones han hecho que se olviden de la tempestad y de todo." Nada pude contestarle.— "Yo era — prosiguió — una de las más miedosas; pero aparentando valor para animar a los demás, he llegado a tenerlo de veras." Nos acercamos a la ventana; se oían truenos lejanos y el ruido apacible de una abundante lluvia que caía sobre los campos. Una atmósfera tibia nos acariciaba con oleadas de los más suaves perfumes. Carlota había apoyado los codos en el marco de la ventana y miraba hacia la campiña; luego levantó los ojos al cielo; después los fijó en mí y vi que los tenía cuajados de lágrimas; puso su mano sobre la mía y exclamó: — ¡Oh, Klopstock!

Abismado en un torrente de emociones con que esta sola palabra inundó mi corazón, recordé al instante la oda sublime que ocupaba en aquel instante el pensamiento de Carlota. No pude resistir: me incliné contra sr mano, se la llené de besos y de lágrimas de placer, y volvieron mis ojos a encontrarse con los suyos. ¡Oh insigne poeta! Esta sola mirada, que debieras haber visto, basta para tu apoteosis. ¡Ojalá no vuelva yo a oír pronunciar tu nombre, tan frecuentemente profanado!

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