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Johann Wolfgang von Goethe

"Hermán y Dorotea"

Canto VIII

Hermán y Dorotea

Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Hermán y Dorotea

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Hermán y Dorotea

Hermán y Dorotea marcharon en dirección del Ocaso, y el sol poniente, ocultándose tras una masa de nubes tempestuosas, iluminaba la campiña enviando sus rayos ardorosos a través de los girones de tan fantástico velo. Hermán hizo votos porque la tempestad se alejara sin descargar sobre aquellos campos, poblados de ricas mieses. Ambos se recreaban contemplando las suaves ondulaciones de las altas espigas, que podían ocultar a los que caminaban por entre ellas.

La joven rogó a su acompañante que le diera noticias del carácter de los que iban a ser sus amos, a quienes se proponía servir con esmero y cariño; porque sabiendo de antemano lo que les sería agradable, podría complacerlos más fácilmente.

El juicioso mancebo contestó aprobando que la joven procurara informarse de la condición de sus padres. Le dijo que su madre estaría muy satisfecha, si la veía cuidar de la casa, como si fuera la suya propia; más no le había dé ser tan llano contentar a su padre. El mismo Hermán se esforzaba en vano por anticiparse a sus deseos; de nada le servía trabajar con acierto y sin descanso en los campos y en las viñas; era inútil, porque su padre era difícil de contentar.

—Bondadosa joven—siguió diciendo Hermán-no me juzgues insensible si te descubro tan pronto, a tí que eres una extraña, los defectos de mi buen padre. Te juro que esta es la primera vez que mi lengua pronuncia tales palabras; pero a tu lado, mi corazón nada puede ocultarte. Mi excelente padre se paga mucho de las exterioridades de la vida: desea que se le demuestre afecto y respeto, y tal vez verá con agrado a un mal servidor que sepa adularle, en tanto que uno bueno, pero de carácter reservado, sólo conseguirá aburrirle.

Dorotea, apresurando el paso por el sendero, que iba estando cada vez más oscuro, contestó muy alegre:

—Confío en complacer a los dos. El carácter de vuestra madre es enteramente igual al mío; y en cuanto a las formas corteses, estoy acostumbrada a ellas desde niña. Nuestros vecinos los franceses cuidaban mucho de la buena educación; era común a los nobles, a los plebeyos y aun a los campesinos, y todos procuraraban que la poseyeran los suyos. También en la frontera alemana aprendían los niños a ir por las mañanas a dar los buenos días a sus padres, a besarles la mano y a mantenerse siempre respetuosos en su presencia. Yo dedicaré a vuestro padre cuantas antencio- nes me dicte mi corazón, a más de todo cuanto he aprendido y tengo costumbre de hacer. Más ahora, ¿quién me dirá cómo debo proceder con su hijo único y mi futuro amo?

Al decir esto llegaron al peral; la luna brillaba pura y hermosa: caía la noche, y los últimos resplandores del sol extinguíanse por completo. A la vista de los jóvenes se extendían grandes masas en direcciones opuestas: unas iluminadas como si recibieran la luz del día, otras envueltas en las sombras de la noche, Hermán oyó con delicia aquélla pregunta amistosa, hecha bajo las ramas del corpulento árbol, en aquel lugar que le era tan querido, y donde había derramado aquel mismo día tantas lágrimas. Sentáronse para descansar, y él, tomando enternecido la mano de la joven, exclamó:—«Pregunta a tu corazón y obedécele fielmente en todo.»—Pero no se atrevió a decir una palabra más, aunque la ocasión era propicia. Tuvo miedo de recibir un no, y además su mano tocaba el anillo que antes había visto en el dedo de la joven. Los dos viajeros permanecieron algunos instantes en silencio, sentados uno junto al otro. Ella dijo por fin:

—¡Qué agradable es la clara luz de la luna! ¡Parece que es de día! Veo allá bajo perfectamente las casas y los de la ciudad. En aquella pared elevada hay una ventana; podría contar sus cristales.

—Esa que ves—contestó el joven—es nuestra morada, a donde voy a llevarte; y esa ventana es la de mi cuarto, que tal vez sea el tuyo, porque estamos haciendo reformas en la casa. Estos campos son nuestros; en ellos madura la cosecha próxima. Muchos días vendremos a reposar a la sombra de ese árbol en las horas del calor, y aquí comeremos... Pero ya es tiempo de que bajemos por la viña y la huerta. Esos relámpagos anuncian que hacia esta parte se acerca una fuerte tempestad, y pronto nos ocultarán las nubes el hermoso disco de la luna.

Levantáronse entonces, y extasiados con la claridad de la noche, emprendieron la marcha a través de las ricas espigas, y pronto entraron en la sombra que invadía la otra falda de la colina.

Hermán ayudaba a Dorotea a bajar las toscas losas colocadas como escaleras debajo del emparrado. Ella avanzaba con lentitud, apoyadas las manos en los hombros de su guía; la luna les enviaba fugaces reflejos, y al fin, desapareciendo trás densas nubes, los dejó en una completa oscuridad.

Hermán iba sosteniendo con precaución a la joven, que inclinada hacia él, se dejaba llevar por aquella pendiente desconocida. Hubo un momento en que la joven se torció un pié y estuvo a punto de caer; pero Hermán extendió el brazo con prontitud y sostuvo a su amada; ella vacilante, se recostó sobre su hombro, y sin querer, las mejillas de Dorotea rozaron las de Hermán.

El quedó inmóvil como una estátua de mármol, contenido por el respeto, sin oprimir a la joven, resistiendo tranquilo el peso de tan dulce carga. Sintió junto a su corazón el calor y los latidos del pecho de su amada, aspiró el aroma de su aliento; pero, animado de un sentimiento noble y generoso, sólo trató de sostener a Dorotea.

Ella, disimulando su dolor, exclamó:—Es malagüero, según dicen, tropezar casi en los umbrales de la casa, donde deseamos entrar. Detengámonos un momento, para que tus padres no te llamen torpe, al ver que les llevas una criada que no puede ir por su pié.

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