Canto VI Malos tiempos
|
|
Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia | |
Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108 |
Hermán y Dorotea |
<<< | Canto VI | >>> |
Malos tiempos | ||
El párroco preguntó entonces al anciano qué desventuras había sufrido su pueblo y por qué había sido arrojado de sus hogares. El anciano le describió con vivos colores todas las amarguras sufridas. —Para nuestros enemigos—dijo al terminar su elocuente relato—nada ha habido sagrado; han puesto mano en todo; haciendo a las mujeres victimas de sus salvajes deseos, y trocando el placer en horror. Una furia violenta se apoderó entonces de los corazones; todos acudieron a las armas, enardecidos por la precipitada marcha de los fugitivos, por la palidez de sus facciones y el extravío de sus miradas. Resonaba sin cesar el toque de alarma de la campana; el miedo de lo porvenir no contenía el furor desencadenado. Los pacíficos instrumentos de la agricultura se transformaron de repente en armas; la horquilla y la hoz chorrearon sangre. El párroco dijo: —No os censuro por juzgar tan severamente a los hombres, ya que tanto os han hecho sufrir con sus desmanes. Pero creo que también habréis presenciado rasgos heróicos de abnegación y de bondad. El juez replicó que efectivamente había visto algunas buenas acciones, de las cuales guardaría siempre memoria; rasgos hermosos de caridad y de valor en ancianos, en adolescentes y aun en mujeres, que habían dado pruebas de serenidad y de heroísmo. Entre todas, recordaba el hecho heróico de una noble doncella llamada Dorotea, que se quedó con otras jóvenes en una granja donde no había ningún hombre que las defendiera, pues todos habían marchado a luchar contra el enemigo. Llegó a la granja una turba de criminales, entraron en la habitación de las mujeres, y ardiendo en apetitos brutales a la vista de aquellas jóvenes, la mayor parte adolescentes aún, se lanzaron sin compasión sobre ellas, y especialmente sobre la hermosa Dorotea, quien arrebatando rápidamente el sable a uno de sus raptores, lo tendió a sus piés moribundo de un golpe formidable. Después acometió valerosamente a los demás, hiriendo a cuatro, y aterrados todos por aquel inesperado ataque, huyeron dando lugar a que acudieran tropas en auxilio de las atribuladas doncellas. El párroco, conmovido por aquel relato y lleno de halagüeños presentimientos, se disponía a preguntar qué había sido de la esforzada joven, a tiempo que llegó el farmacéutico apresuradamente a decirle que había hallado a la proscripta cuya descripción había hecho Hermán, instándole a ir a verla, y rogando al juez que los acompañara a fin de saber cuanto deseaban. Viendo el párroco que el anciano se había alejado con algunos de los suyos, siguió a su amigo, y este le llevó junto a un vallado, mostrándole por entre sus aberturas a una joven que acababa de vestir a un recién nacido. —Vedla—dijo—ella es: conozco muy bien las ropas que Hermán le ha dado, y veo que ha hecho pronta y acertadamente su distribución. Este es un indicio muy cierto; las demás señas se ven confirmadas en su persona. El farmacéutico repitió las noticias de Hermán sobre el traje y el aspecto de la joven, datos que coincidían con el aspecto y el traje de la gentil doncella que tenían a su vista. Después dijo a su amigo que no extrañaba que se hubiese prendado el mancebo de aquella joven tan hermosa, que indudablemente haría feliz a su esposo, porque un cuerpo tan perfecto, debía contener un alma pura, y aquella juventud sana prometía una ancianidad dichosa. El farmacéutico observó que no era prudente fiarse de las apariencias, que suelen inducir a error, y que debían sin pérdida de tiempo indagar cuanto fuera posible acerca de la situación y cualidades de la emigrada. Conformándose el párroco con las precauciones de su amigo, marcharon ambos en busca del juez, a quien hallaron cerca de aquel lugar. El párroco le dijo que habían visto casualmente a una joven ocupada en vestir a un niño, que les había agradado mucho la presencia de la forastera, y que deseaban tener antecedentes de ella. Al oir las indicaciones de sus interlocutores, contestó el juez que aquella joven era Dorotea, la doncella de quien había hablado antes al párroco, la que había defendido su honor y el de sus compañeras con la espada que arrebató a uno de sus enemigos. Manifestó que era tan buena como animosa y bella. Había vivido con un pariente anciano, a quien cuidó con esmero y cariño hasta su muerte, y se mostró digna y resignada al sufrir la pérdida dolorosa ae su prometido, noble joven que sucumbió de un modo lamentable, defendiendo la libertad y la justicia. Los dos amigos, llenos de gozo por tan satisfactorias nuevas, se despidieron del juez, manifestándose agradecidos. El párroco sacó una moneda de oro, la única que le quedaba, pues el resto del dinero que llevaba en su excursión lo había distribuido entre los emigrados, y la dió al juez para que la repartiera entre los más pobres. Como el anciano intentara rechazarla, el párroco insistió diciendo que en días tales nadie debía vacilar en dar, ni nadie negarse a recibir lo que la caridad le ofreciese, porque no era posible saber cuanto tiempo andarían errantes los fugitivos por tierra extraña. El farmacéutico quiso también auxiliar a los emigrados; pero no teniendo dinero suelto, dió al anciano un poco del tabaco que le quedaba, disculpándose de la pobreza del donativo. Y ambos amigos, se alejaron rápidamente para comunicar a Hermán lo más pronto posible el satisfactorio resultado de su misión. Hallaron al mancebo a la sombra de los tilos, teniendo de las bridas los fogosos caballos, apoyado en el carruaje, absorto en sus pensamientos y con la vista fija en el espacio. No vió a sus amigos hasta que éstos, ya cercanos a él, le llamaron con muestras de alegría. El farmacéutico empezó a hablar desde lejos; pero cuando llegaron junto al joven, el párroco, cortando la palabra a su compañero, estrechó la mano ae Hermán y le dijo que su corazón había hecho una elección acertada, pues. la joven era digna de él, y que los dos emisarios deseaban que Hermán les llevara a la aldea en el coche para pedir la mano de Dorotea. Hermán permaneció inmóvil y sin hacer demostración alguna de alegría al oir las palabras consoladoras del digno mensajero; dijo suspirando, que había sufrido en el tiempo que le habían dejado solo, todas las dudas y los tormentos propios de un corazón que ama. Temía que una joven tan hermosa y de tan excelentes dotes hubiera inspirado otra pasión como la que él sentía, y que su corazón acaso no estuviera libre y no quería verse expuesto a una negativa dolorosa, antes de saber si se confirmaban o no sus sospechas. Estaba decidido a todo trance a oir de los labios de la joven la suerte que le estaba reservada; pues tal confianza tenía en Dorotea, que su determinación sería de seguro la más razonable de todas. Había tomado esta resolución en tanto que estaban en la aldea sus amigos, a quienes exhortaba a que volvieran a la posada del León de Oro. Hermán iría más tarde por el atajo para llegar poco después que ellos. El párroco, convencido de que nada haría cambiar la resolución del joven, subió al coche, empuñó las riendas, y los caballos partieron al galope, levantando una espesa nube de polvo. Hermán permaneció algún tiempo, inmóvil, sin pensamiento lijo, viendo cómo el polvo que levantaban los caballos se elevaba, caía y se disipaba después. |
||
<<< | Canto VI | >>> |
Índice obra | ||
|