Pocas veces concurro al Circo. Todo espectáculo en que miro la abyección humana, ya sea moral o física, me repugna grandemente. Algunas noches hace, sin embargo, entré en la tienda alzada en la plazoleta del Seminario. Un saltimbanco se dislocaba haciendo contorsiones grotescas, explotando su fealdad, su desvergüenza y su idiotismo, como esos limosneros que, para estimular la esperada largueza de los transuentes, enseñan sus llagas y explotan su podredumbre. Una mujer —casi desnuda—se retorcía como una víbora en el aire. Tres o cuatro gimnastas de hercúlea musculación se arrojaban grandes pesos, bolas de bronce y barras de hierro. ¡Cuánta degradación! ¡Cuánta miseria! Aquellos hombres habían renunciado a lo más noble que nos ha otorgado Dios: al pensamiento. Con la sonrisa del cretino ven al público que patalea, que aulla y que les estimula con sus voces. Son su bestia, su cosa. Alguna noche, en medio de ese redondel enarenado, a la luz de las lámparas de gas y entre los sones de una mala murga, caerán desde el trapecio vacilante, oirán el grito de terror supremo que lanzan los espectadores en el paroxismo del deleite, y morirán bañados en su propia sangre, sin lágrimas, sin piedad, ¡sin oraciones!
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Pero lo que subleva más mis sentimientos, es la indigna explotación de los niños. Pocas noches hace, cayó una niña del caballo que montaba y estuvo a punto de ser horriblemente pisoteada. ¿Recordáis a la pobrecita hija del aire, que vino al mismo circo un año hace? Todavía me parece estarla viendo: el payaso se revuelca en la arena, diciendo insulsas gracejadas; de improviso miro subir por el volante cable, que termina en la barra del trapecio a un ser débil, pequeño y enfermizo. Es una niña. Sus delgados bracitos van tal vez a quebrarse; su cuello va a troncharse y la cabeza rubia caerá al suelo, como un lirio, cuyo delgado tallo tronchó el viento. ¿Cuántos años tiene? ¡Ay! es casi imposible leer la cifra del tiempo en esa frente pálida, en esos ojos mortecinos, en ese cuerpo adrede deformado! Parece que esos niños nacen viejos.
Ya se encarama a los barrotes del trapecio, ya comienza el suplicio. Aquel cuerpo pequeño se descoyunta y se retuerce; gira como rehilete, se cuelga de la delgada punta de los pies, y, por un milagro de equilibrio, se sostiene en el aire, detenido por los talones diminutos que se pegan a la barra movediza. A ratos, sólo alcanzo a ver una flotante cabellera rubia, suelta como la de Ofelia, que da vueltas y vueltas en el aire. Diríase que la sangre huye espantada de ese frágil cuerpo, que tiene la blancara de los asfixiados y se refugia únicamente en la cabeza. El público aplaude. Ninguna mujer llora. ¡He visto llorar a tantas por la muerte de un canario!
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Cuando acaba el suplicio, la niña baja del trapecio, y, con sus retratos en la mano, comienza a recorrer los palcos y las gradas. Pide una limosna. Pasa cerca de mí: yo la detengo.
—¿Estás enferma?
—No, pero me duele mucho
—¿Qué te duele?
—Todo.
La luz de sus pupilas arde tenuemente como la luz de una luciérnaga moribunda. Sus delgados labios se abren para dar paso a un quejido, que ya no tiene fuerzas de salir. Sus bracitos están flacos, pálidos, exangües. Es la hija del dolor y de la tristeza. Así, tan pálida y tan triste era la niña que miré agonizar, y cuya imagen quedó grabada para siempre en mi memoria. La infancia no tiene para ella tintes sonrosados, ni juegos, ni caricias, ni alegrías. No: no es el alma que viene, es el alma que se va.
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Dí pobre niña, ¿qué no tienes madre? ¿Naciste acaso de una pasionaria o viniste a la tierra en un pálido rayo de la luna? Si tuvieras madre, si te hubieran arrebatado de sus brazos, ella, con esa adivinación incomparable que el amor nos da, sabría que aquí llorabas y sufrías; traspasando los mares, las montañas, vendría como una loca a libertarte de esta esclavitud, de este suplicio! No, no hay madres malas, es mentira. La madre es la proyección de Dios sobre la tierra. Tú eres huérfana.
¿Por qué no moriste al punto de nacer? ¿Por qué recorres con los pies desnudos ese duro país del sufrimiento? Di, pobre niña: ¿qué, tú no tienes ángel de la guarda? Estás muy triste: nadie endulza tu tristeza. Estás enferma: nadie te cura ni te acaricia blandamente. ¡Ah! cómo envidiarás a esas niñas felices y dichosas que te vienen a ver, al lado de sus padres! Ellas no han sentido cómo la recia mano de un gimnasta desalmado quiebra los huesos, rompe los tendones y disloca las piernas y los brazos, hasta convertirlos en morillos elásticos de trapo! Ellas no han sentido cómo se encaja en la carne viva el látigo del adiestrador que te castiga. Para ellas no hay trabajo duro; no hay vueltas ni equilibrios en la barra fija. ¡Tienen madre!
Dí, pobre niña: ¿Por qué no te desprendes del trapecio para morir siquiera y descansar? Tú, enferma, blanca, triste, paseas lánguidamente tu mirada. ¡Cómo debes odiarnos, pobre niña! Los hombres—pensarás—son monstruos sin piedad, sin corazón. ¿Por qué permiten este cruentísimo suplicio? ¿Por qué no me recogen y me dan, ya que soy huérfana, esa madre divina que se llama la santa Caridad? ¿Por qué pagan a mis verdugos y entretienen sus ocios con mis penas? ¡Ay, pobre niña! tú no podrás quejarte nunca a nadie. Como no tienes madre en la tierra, no conoces a Dios y no le amas. Te llaman hija del aire; si lo fueras, tendrías alas; y si tuvieras alas, volarías al cielo!
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¡Pobre hija del aire! Tal vez duerme ahora en la fosa común del camposanto! La niña mártir de la temporada no trabaja en el trapecio sino a caballo. Todo es uno y lo mismo.
Oigo decir con insistencia que es preciso ya organizar una sociedad protectora de los animales. ¿Quién protegerá a los hombres? Yo admiro esa piedad suprema que se extiende hasta el mulo que va agobiado por el peso de su carga, y el ave cuyo vuelo corta el plomo de los cazadores. Esa gran redención que libra a todos los esclavos y emprende una cruzada contra la barbarie, es digna de aprobación y de encarecimiento. Mas ¿quién libertará a esos pobres seres que los padres corrompen y prostituyen, a esos niños mártires cuya existencia es un larguísimo suplicio, a esos desventurados que recorren los tres grandes infiernos de la vida:—la Enfermedad, el Hambre y el Vicio? |