Cuentos color de humo Cap. 7
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6 |
Juan el organista |
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¿Para qué referir uno a uno sus padecimientos? Tres meses después de aquella noche horrible, Enriqueta se casaba en la capilla de la hacienda. Y—¡cosa extraña!— Juan, que no había tocado el órgano en mucho tiempo, iba a tocarlo durante la ceremonia religiosa. La víspera de aquel día solemne, D. Pedro dijo al infortunado preceptor: —Mañana, amigo mío, es día de fiesta para la familia. Carlos es buen muchacho y hará la felicidad de Enriqueta. A no ser por esta consideración, le aseguro a Ud. que estaríamos muy tristes... Ya Ud. lo ve ¡Enriqueta es la alegría de la casa y se nos va! Pero hay que renunciar al egoísmo y ver por la ventura de los nuestros. Estas separaciones son necesarias en la vida. Yo quiero que la boda sea solemne. Verá Ud. amigo mío, verá Ud. qué canastilla de boda le ha preparado a la muchacha su mamá. Ya pierdo la cabeza y me aturdo con tantos preparativos. Casamos a Enriqueta en la capilla, para ahorrarnos los compromisos que habríamos tenido en México; pero fue necesario, sin embargo, invitar a los parientes más cercanos y a los amigos íntimos. Y ya habrá Ud. notado el barullo de la casa. No hay un rincón vacío. Pero, a todo esto, olvidaba decir a Ud. lo más urgente. Quiero, amigo D. Juan, que mañana nos toque Ud. el órgano. Ya sé que hace Ud, maravillas. El órgano de la capilla es malejo; pero he mandado que lo afinen. Conque ¿puedo confiar en su bondad? Juan aceptó. Había pensado no pasar el día en la casa; irse con cualquier pretexto al pueblo, al monte, a un lugar en que estuviera solo. Pero fue necesario que apurase el cáliz. ¡Convenido! Iba a tocar el órgano en el matrimonio de su amada. ¡Qué amarga ironía! Pasó la víspera encerrado en su cuarto. ¡Qué día aquél! Al pasar por una de las salas para ir al escritorio de D. Pedro, que le mandó llamar, Juan vio sobre la mesa la canastilla de boda de Enriqueta. Casualmente, la mamá estaba cerca y quiso enseñar a Juan los primores que guardaba aquella delicada cesta de filigrana. Y Juan vio todo: los pañuelos de finísima batista, el collar de perlas, los encajes de Bruselas, las camisas transparentes y bordadas, que parecían tejidas por los ángeles. Por fin amaneció el día de la boda; Juan, que no había podido pegar los ojos en toda la noche, fue a la capilla, aún obscura y silenciosa. Ayudó a encender los cirios y a arreglar las bancas. Después, concluida la tarea, se subió al coro; Rosita le acompañó. La pobre niña estaba triste. Enriqueta la había olvidado por un novio y por los preparativos de su matrimonio. Además, con esa perspicacia de las niñas que han sufrido, Rosita adivinaba que su padre sufría. Desde el coro podía mirarse la capilla de un extremo a otro. Poco a poco se fue llenando de invitados. Por la ventana que daba al patio, se veía la doble hilera de los peones de la hacienda formadas en compactos batallones. A las siete, los novios acompañados de los padrinos, entraron a la capilla. ¡Qué hermosa estaba Enriqueta! Parecía un ángel vestido de sus propias alas. Se arrodillaron en las gradas del altar; salió el señor cura de la sacristía, precedido de la dorada cruz y los ciriales, llenó el presbiterio la aromática nube del incienso y comenzó la ceremonia. Juan tocó primero una marcha de triunfo. Habríase dicho que las notas salían de los angostos tubos del órgano, a caballo, tocando las trompetas y moviendo cadenciosamente las banderas. Era una armonía solemne, casi guerrera, un arco de triunfo hecho con sonidos, bajo el cual pasaban los arrogantes desposados. De cuando en cuando, una melodía tímida y quejumbrosa, se deslizaba como un hilo negro en aquella tela de notas áureas. Parecía la voz de un esclavo, uncido al carro del vencedor. En esa melodía fugitiva y doliente se revelaba la aflicción de Juan, semejante a un enorme depósito de agua del que sólo se escapa un tenue chorro. Después, las ondas armoniosas se encresparon, como el bíblico lago de Tiberiades. El tema principal saltaba en la superficie temblorosa, como la barca de los pescadores sacudida por el oleaje. A veces una ola lo cubría y durante breves instantes quedaba sepultado e invisible. Pero luego, venciendo la tormenta, aparecía de nuevo airoso, joven y gallardo, como un guerrero que penetra, espada en mano, por entre los escuadrones enemigos, y sale chorreando sangre, pero vivo. Aquel extraño acompañamiento era una improvisación; Juan, tocaba traduciendo sus dolores; era el único autor de esa armonía semejante a una fuga de espíritus en pena, encarcelados antes en los tubos. Al salir disparados con violencia, por los cañones de metal, las notas se retorcían y se quejaban. En ese instante, el sacerdote de cabello cano unía las manos blancas de los novios. Después la tempestad se serenó. Cristo apareció de pie sobre las olas del furioso lago, cuyas movibles ondas se aquietaron. Una tristeza inmensa, una melancolía infinita sucedió a la tormenta. Y entonces la melodía se fue suavizando: era un mar, pero un mar tranquilo, un mar de lágrimas. Sobre esa tersa superficie, flotaba el alma dolorida de Juan. El pobre músico pensaba en sus ilusiones muertas, en sus locos sueños y lloraba muy quedo, como el niño que, temeroso de que lo reprendan, oculta su cabecita en un rincón. En la ternura melódica se unían los sollozos, las canciones monótonas de los esclavos y el tristísimo son del «alabado». Veía con la imaginación a Enriqueta, tal como estaba la primera noche que él pasó en la hacienda, allí, en esa misma capilla, hoy tan resplandeciente y adornada. La veía rezando el rosario, envuelta por un rebozo azul obscuro. Bien se acordaba: cuando todos salieron paso a paso, Enriqueta, que era la última en levantarse, se acercó al cuadro de la Virgen de la Luz, colgado en uno de los muros y tocó con sus labios las sonrosadas plantas de la imagen. ¡Cuánto la había querido el pobre Juan! ¡Se acabó! ¿A qué vivir? Allí está la lujosa y elegante al lado de su novio que sonreía de felicidad. Y cada vez la melodía era más triste. En el momento de la elevación, las campanas sonaron y se oyó el gorjear de muchos pájaros asomados en las ojivas. Era el paje a quien obligan a cantar y que, resuelto, tira el laúd, diciendo: «¡ya no quiero!» Mas, a poco, la música, azotada por la mano colérica del amo, volvió a sonar más melancólica que antes. Hasta que al fin, cuando la misa concluía, las notas conjuradas y rabiosas, estallaron de nuevo en una inmensa explosión de cólera. Y en medio de esa confusión, en el tumulto de aquel escape de armonías mutiladas y notas heridas, se oyó un grito. El aire continuó vibrando por breves momentos. Parecía un gigante que refunfuñaba. Y luego, el coro quedó silencioso, mudo el órgano, y en vez de melodías o himnos triunfales, se oyeron los sollozos de una niña. Era Rosita que lloraba sin consuelo abrazada al cadáver de su padre. |
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