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Manuel Gutiérrez Nájera

"Juan el organista"

Cuentos color de humo

Cap. 1

Biografía de Manuel Gutiérrez Nájera en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6
 
Juan el organista
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El valle de la Rambla, desconocido para muchos geógrafos que no saben de la misa la media, es sin disputa, uno de los más fértiles, extensos y risueños, en que se puede recrear, esparciéndose y dilatándose, el espíritu. No está muy cerca ni muy lejos: tras esos montes que empinan su cresta azul en lontananza, no distante de los volcanes, cuyas perpetuas nieves muerde el sol al romperlas; allí está. En tiempos tampoco remotos, por ese valle transitaban diariamente diligencias y coches de colleras, carros, caballerías, recuas, arrieros y humildes indios sucios y descalzos. Hoy el ferrocarril, dando cauce distinto al tráfico de mercancías y a la corriente de viajeros, tiene aislado y como sumido el fértil valle. Las poblaciones antes visitadas por viajantes de todo género y pelaje, están alicaídas, pobretonas, pero aun con humillos y altiveza, como los ricos que vienen a menos. Restos del anterior encumbramiento, quedan apenas en las mudas calles, caserones viejísimos y deslavazados, cuyos patios, caballerizas, corrales y demás amplias dependencias, indican a las claras que sirvieron en un tiempo de paraderos o mesones.

En los años que corren, el valle de la Rambla no sufre más traqueteo que el de la labranza. Varias haciendas se disputan su posesión: una tira de allá, otra de acullá: ésta se abriga y acurruca al pie del monte: aquella, baja al río en graciosa curva, y todas, desde la cortesana y presuntuosa, que llega a las puertas de la población y quiere entrar, hasta la huraña y eremita que escala el monte con sus casas pardas, buscando la espesura de los cedros, ya en espigas enhiestas, ya en maizales tupidos y ondulantes, en cría robusta o en maderas ricas, paga tributo opimo cada año. Nada más fértil, ni más alegre que ese valle, ora visto cuando comienza a clarear, ora en la siesta o en el solemne instante del crepúsculo. La nieve de los volcanes, como el agua del mar, cambia de tintes según el punto donde está el sol; ya aparece color de rosa, ya con blancura hiperbórea y deslumbrante, ya violada. Muchas veces las nubes, como el cortinaje cadente de un gran tálamo, impiden ver a la mujer blanca y a la montaña que humea. Es necesario que la luz, sirviendo de obediente camarera, descorra el pabellón de húmeda gasa para que veamos a los dos colosos. «La mujer blanca» se ruboriza entonces como recién casada a quien algún importuno sorprende en el lecho. Diríase que con la mórbida rodilla levanta las sábanas y las colchas. No así en las postrimerías de la tarde: la mujer blanca parece a tales horas una estatua yacente:

Cansado del combate
En que luchando vivo,
Alguna vez recuerdo con envidia
Aquel rincón obscuro y escondido.
De aquella muda y pálida
Mujer, me acuerdo y digo:
¡Oh qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!

Los sembrados ostentan todos los matices del verde, formando en las graduaciones del color, por el contraste con el rubio de las mieses, por los trazos y recortes del maizal como un tablero de colosales dimensiones y sencillez pintoresca. Los árboles no atajan la mirada: huyen del valle y se repliegan a los montes. Son los viejos y penitentes ermitaños que se alejan del mundo. Lo que a trechos se mira, son las casas de una sola puerta en donde viven los peones; los graneros con sus oblongas claraboyas, el agua quieta de las presas, los antiguos portones de cada hacienda y las torres de iglesias y capillas. Cada pueblo por insignificante y pobre que sea tiene su templo. No encontraréis, sin duda, en esas fábricas piadosas los primores del arte: los campanarios son chicorrotines, regordetes; cada templo parece estar diciendo a los indígenas: «Yo también estoy descalzo y desnudo como vosotros.» Pero en cambio nada es tan alegre como el clamoreo de esas esquilas en las mañanas de los domingos, o en la víspera de alguna fiesta. Allí las campanas suenan de otro modo que en la ciudad: tocan a gloria.

La parte animada del paisaje, puede pintarse en muy pocos rasgos: ¿veis aquel rebaño pasteando; aquéllos bueyes que tiran del arado; a ese peón que sentado en el suelo toma sus tortillas con chile, ínterin la mujer apura el jarro del pulque; al niño, casi en cueros, que travesea a la puerta de su casucha; a la mujer, de ubres flojas, inclinada sobre el metate, y al amo, cubierto por las anchas alas de un sombrero de palma, recorriendo a caballo las sementeras? Pues son las únicas figuras del paisaje. En las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde, aparecen también con sombreros de jipi y largos trajes de amazonas, en caballos de mejor traza, enjaezados con más coquetería, las «niñas» de la hacienda. También cuando obscurece podéis ver al capellán que lleva siempre el devoto libro en una mano y el paraguas abierto en la otra para librarse, ya del sol, ya de la lluvia o del relente.

Y con estas figuras, los carros cargados de mieses, el polvo de oro que circunda las eras como una mística aureola, los mastines vigilantes, el bramido de los toros, el balar de las ovejas, el relincho de los caballos y el monótono canto con que acompañan los peones su faena, podéis formar en la imaginación el cuadro que no atino a describir. Ante todo, tended sobre el valle un cielo muy azul y transparente, un cielo en que no se vea a Dios sino a la Virgen: un cielo cuyas nubes, cuando las tenga, parezcan hechas con plumitas de paloma que el viento haya ido hurtando poco a poco; un cielo que se parezca a los ojos de mi primera novia y a los pétalos tersos de los «no me olvides.»

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