Calle abajo, calle abajo por uno de esos barrios que los carruajes atraviesan rumbo a Peralvillo, hay una casa pobre, sin cortinas de sol en los balcones ni visillos de encaje en las vidrieras, deslavazada y carcomida por las aguas llovedizas, que despintaron sus paredes blancas, torcieron con su peso los canales, y hasta llenaron de hongos y de moho la cornisa granujienta de las ventanas. Yo, que transito poco o nada por aquellos barrios, fijaba la mirada con curiosidad en cada uno de los accidentes y detalles. El carruaje en que iba caminaba poco a poco, y, conforme avanzábamos, me iba entristeciendo gravemente. Siempre que salgo rumbo a Peralvillo me parece que voy a que me entierren. Distraído, fijé los ojos en el balcón de la casita que he pintado. Una palma bendita se cruzaba entre los barrotes del barandal y, haciendo oficios de cortina, trepaba por el muro y se retorcía en la varilla de hierro una modesta enredadera cuajada de hojas verdes y de azules campanillas. Abajo, en un tiesto de porcelana, erguía la cabecita verde, redonda y bien peinada, el albahaca. Todo aquello respiraba pobreza, pero pobreza limpia; todo parecía arreglado primorosamente por manos sin guante, pero lavadas con jabón de almendra. Yo tendí la mirada al interior, y cerca del balcón, sentada en una gran silla de ruedas, entre dos almohadones blancos, puestos los breves pies en un pequeño taburete, estaba una mujer, casi una niña, flaca, pálida, de cutis transparente como las hojas delgadas de la porcelana china, de ojos negros, profundamente negros, circuidos por las tristes violetas del insomnio. Bastaba verla para comprenderlo: estaba tísica. Sus manos parecían de cera; respiraba con pena, trabajosamente, recargando su cabeza, que ya no tenía fuerza para erguir, en la almohada que le servía de respaldo, y viendo con sus ojos, agrandados por la fiebre, esa vistosa muchedumbre que caminaba en son de fiesta a las carreras, agitando la sombrilla de raso o el abanico de marfil, la caña de las indias o el cerezo. Los carruajes pasaban con el ruido armonioso de los muelles nuevos; el landó, abriendo su góndola, forrada de azul raso, descubría la seda resplandeciente de los trajes y la blancura de las epidermis; el faetón iba saltando como un venado fugitivo, y el mail coach, coronado de sombreros blancos y sombrillas rojas, con las damas coquetamente escalonadas en el pescante y en el techo, corría pesadamente, como un viejo soltero enamorado, tras la griseta de ojos picarescos. Y parecía que de las piedras salían voces, que un vago estrépito de fiesta se formaba en los aires, confundiendo las carcajadas argentinas de los jóvenes, el rociar de los coches en el empedrado, el chasquido del látigo que se retuerce como una víbora en los aires, el son confuso de las palabras y el trote de los caballos fatigados. Esto es: vida que pasa, se arremolina, bulle, hierve; bocas que sonríen, ojos que besan con la mirada, plumas, sedas, encajes blancos y pestañas negras; el rumor de la fiesta desgranando su collar de sonoras perlas en los verdosos vidrios de esa humilde casa, donde se iba extinguiendo una existencia joven e íbanse apagando dos pupilas negras, como se extingue una bujía lamiendo con su llama la arandela, y como se desvanecen y se apagan los blancos luceros de la madrugada. El sol parece enrojecer la seda de las sombrillas y la sangre de las venas: ¡quizá ya no le veas mañana, pobre niña! Toda esa muchedumbre canta, ríe: tú ya no tienes fuerzas para llorar y ves ese mudable panorama, como vería las curvas y los arabescos de la danza el alma que penase en los calados de una cerradura. Ya te vas alejando de la vida, como una blanca neblina que el sol de la mañana no calienta. Otras ostentarán su belleza en los almohadones del carruaje, en las tribunas del turf, y en los palcos del teatro; a ti te vestirán de blanco, pondrán la amarilla palma entre tus manos, y la llama oscilante de los cirios amarillos perderá sus reflejos en los rígidos pliegues de tu traje y en los blancos azahares, adorno de tu negra cabellera. Tú te ases a la vida, como agarra el pequeñito enfermo los barrotes de su cama, para que no lo arrojen a la tina llena de agua fría. Tú, pobre niña, casi no has vivido. ¿Qué sabes de las fiestas en que choca el cristal de las delgadas copas y se murmuran las palabras amorosas?
Tú has vivido sola y pobre, como la flor roja que crece en la granosa oquedad de un muro viejo o en el cañón de una canal torcida. No envidias, sin embargo, a los que pasan. ¡Ya no tienes fuerza ni para desear!
Apartando la vista de aquel cuadro, la fijé en los carruajes que pasaban.
El landó en que Cecilia se encaminaba a las carreras era un landó en forma de góndola, con barniz azul oscuro y forro blanco. Los grandes casquillos de las ruedas brillaban como si fueran de oro, y los rayos, nuevos y lustrosos, giraban deslumbrando las miradas con espejos de barniz nuevo. Daba grima pensar que aquellas ruedas iban rozando los guijarros angulosos, las duras piedras y la arena lodosa de las avenidas. Cecilia se reclinaba en los mullidos almohadones, con el regodeo y deleite de una mujer que, antes de sentir el contacto de la seda, sintió los araños de la jerga. Iba contenta; se conocía que acababa de comer trufas. Si un chuparrosa hubiera cometido la torpeza de confundir sus labios con las ramas de mirto, habría sorbido en esa ánfora escarlata la última gota de champagne.
Cecilia entornaba los párpados para no sentir la cruda reverberación del sol. La sombrilla roja arrojaba sobre su cara picaresca y su vestido lila un reflejo de incendio. El anca de los caballos, herida por la luz, parecía de bronce florentino. Los curiosos, al verla, preguntaban:
–¿Quién será?
Y un amigo filósofo, haciendo memoria de cierta frase gráfica, decía:
–Una duquesa o una prostituta.
Nada más la enfermita moribunda conoció a esa mujer. Era su hermana. |