La génesis del principio que nos mueve, por manera invencible, a concatenar un hecho a otro actual, anterior o subsecuente, es tan remota como la de la asociación de las ideas, cifra y resumen de toda la psicología, así como aquella asociación de los sucesos, resumen y cifra es de toda la Historia. No hay hechos aislados; no hay hechos infecundos; todos reconocen progenie y llevan germen; todos se eslabonan en el conjunto de la humana evolución; todos persisten o perduran transformándose en continuas, inacabables metamorfosis. Percibe el hombre la sensación actual, y a la vez guarda, acopia y almacena las sensaciones recibidas, y unas y otras circulan por el cerebro, tumultuando a las veces, por sus intrínsecos antagonismos, enredándose en curvas serpentinas, perdiendo, por el constante roce, algo primero y luego mucho de sí propias, hasta que al fin se agrupan y hacen vida común, quieta y prolífica. Surgen rebeldes los sucesos en la Historia, al parecer sin disciplina, fulminantes e imprevistos; pero corren los siglos, semejanzas y parentescos se acentúan, recónditas afinidades se revelan, y el hecho que pareciera insólito resulta eslabón fatal y necesario de la cadena cuyas dos extremidades siempre serán desconocidas para el hombre; y entonces el historiador que generaliza y filosofa, no el analista que enumera y narra, junta el hecho al hecho, los asocia, escruta el común origen y la ley de varios grupos, establece la filiación de éstos y aquéllos, compara las trayectorias de unos y otros, y lo que fue para contemporáneos del fenómeno, parecido a masa errática de súbita y deslumbrante o pavorosa aparición, queda englobado en las supremas síntesis, como parte integrante, irreemplazable, de la totalidad que casi forma un cuerpo orgánico. Se reducen entonces aun los antagonismos que más irreducibles parecieran, y se descubren los antes invisibles vínculos que ligan un suceso a otro suceso. El lino se abarata y el papel substituye al pergamino, demasiado costoso para vulgarizar las obras de la imprenta; crecida ésta y robusta, va esparciendo las grandes bellezas de la antigüedad, las sabias enseñanzas del renacimiento. ¡Y tras la baratura del lino, cuántos hechos indispensables para determinarla y producirla! ¡Y delante del prodigioso hallazgo de la imprenta, qué regueros de soles y de mundos! Nada se pierde en el espacio, ni en el tiempo. Todo se modifica, se condiciona y se transforma en la materia y el espíritu!
De aquí el fundamento racional del culto a los antepasados, culto santo cuando convive con el anhelo perenne de perfeccionamiento, cuando no se resuelve en la yerta pasividad de una raza abajada, ni es el incienso, el humo de la voluntad ya casi extinta, en los éxtasis de la vida contemplativa! El culto a los ancianos que nos precedieron noblemente; el culto a los augustos, a los inmortales, no sólo es don de gratitud y amor, sino estímulo y fuerza. No venimos a ser lo que ellos fueron, pero debemos ser como ellos eran. No se detiene la corriente del progreso, y por lo mismo, no se troncha ni se corta. Halla una roca, y por encima de ella salta. Encuentra una montaña, y la taladra. Y sigue, acrece su caudal, y siempre es una.
Calumnian a la juventud los que la creen detestadora de sus grandes progenitores. Pero no son ellos los que la condenan por insumisa y por irrespetuosa, no; son los que nada han hecho y bien hallados con la inercia llaman culto a la postración de la energía, a la somnolencia del espíritu, a la pasividad del fakir, absorto en la contemplación del propio ser; son los que niegan el progreso, renunciando al movimiento; son los que sin bríos ni fuerzas para caminar, se tienden a la vera del camino. Precisamente, lo que caracterizó a aquellos hombres del pasado fue la acción; acción sin tregua, acción sin miedos, acción eternamente procreadora. ¡Qué montañas removieron! ¡A cuán audaces y temerosas aventuras se lanzaron! Jamás podríamos compararnos a ellos, porque nada igual, ni por lo temerario ni por lo fecundo, hemos siquiera acometido. Esos antepasados inmortales vieron surgir del piélago desconocido las constelaciones nuevas, como obedientes a conjuro de ellos; esos antepasados inmortales arrancaron un nuevo mundo al mar ignoto. ¿Y cómo los héroes de la voluntad habían de querer en sus hijos y continuadores la renuncia al trabajo, la quietud monástica, la estéril veneración, la anquilosis del ser? La función ingente y gloriosa de esos hombres llena un período histórico, pero no toda la historia. No fueron ricos para hacer hijos holgazanes. No se propusieron formar castas de vestales, sino generaciones de animosos luchadores. El dios es sagrado; pero el sacerdote que vive del culto al dios, el que engaña a sabiendas y finge de oráculo ante el pueblo, es despreciable. Otras fuerzas, vinculadas a fuerzas anteriores, vienen a operar en campos nuevos: he aquí todo.
No: una juventud educada por métodos científicos no puede considerarse desprendida de la vida atávica; no puede tenerse por fenómeno milagroso de generación espontánea; es un resultado y no un principio, es una continuación y no un comienzo. Pide ejemplo, estímulo, energía, a la voluntad inquebrantable, a la abnegación, a la viril pujanza de aquellos que la enseñaron a ser libre; pero oye, como éstos oyeron la voz clamante de las nuevas necesidades que se levantan y ya hablan. No fía en la plegaria sino en la acción. Y se arrodilla ante el altar del héroe, pero se yergue entera ante la vida.
Lo que no admite es héroes por herencia, pergaminos constitucionales, la reyedad de vastagos raquíticos y entecos, el imperio del hongo. La dinastía subsiste y se prolonga; pero subsiste y se prolonga por la virtud del trabajo. Podrá haber malos hijos, hijos soberbios, hijos aturdidos; pero de cierto esos no forman la juventud que reconociendo y venerando a los antepasados, no hace voto de clausura, ni voto de castidad que le vede crear, ni voto de pobreza. A todos los que han luchado por la libertad y la patria les admira; a todos los que quieran ayudarla en sus empresas, les acoge; al que se aisla, al que se entrega a la contemplación, al que se encierra en Yuste, le abandona. La corriente no se interrumpe, ni se corta separándose, ni retrocede acobardada: marcha siempre. |