De todos los símbolos cristianos ninguno más hermoso que el de la Natividad. Todo lo demás del Verbo divino, de su vida en apariencia humana, de su paso terrestre, es tragedia, tragedia filosófica, tragedia moral y tragedia física por último. Fue Jesús en la tierra una primicia, primicia espiritual, primicia mental, artística, moral y filosófica, la suma primicia, la originalidad suma, y tuvo, por lo tanto, el fin de todas las primicias, de todos los originales, de todos los únicos: pobreza, hiel y calvario
El sentimiento de especie, el orgullo del montón, solo admite los productos originales después de matar al originador. La vulgarización sacrifica siempre al autor inicial. El Impulso generalizado mata al propulsor. Es como la pólvora, que muere de su propio estallido, de su luz y de su fuego.
La vida del que nació proscripto y murió clavado está hoy entregada a la voracidad analítica. En los esenios encuentran algunos el pensamiento social de Jesús; en la moral socrática su pensamiento ético. Y aún hay los dionisíacos, con su Nietzsche formidable al frente, los afirmadores del sentido de la tierra, los impugnadores del ultramundo, que afirman ser la obra de Jesús la obra de la tristeza y de la muerte lenta, obra esencialmente hebrea.
A su vida moral, a su vida pensante, a su encarnación misteriosa, a todo ha llegado la moderna especulación metafísica. Hasta su organización fisiológica, «débil como hijo solamente de mujer», según afirmación de un espantoso hereje, partido por el Syllabus, ha sido sometida a los ensayos de la vivisección alemana, cuyos infernales doctores se han perdido en sendas disquisiciones sobre el lanzazo que le produjo aquella muerte, arranque de vida inacabable.
Sólo su nacimiento, henchido de suprema poesía, de aquella poesía a que se abre el alma humana en su primer aleteo, y el corazón en su primer movimiento sensitivo, y la mente en la infantil iniciación de su despliegue; solo el Jesús de los niños, emblema de la idea primera y del último suspiro, porque se suspira la última vez con la primer idea, en reversión de vida al momento primero que es casi muerte; sólo el Jesús del portal y de la nieve, de la cama de paja, calentado por el vaho de un establo, palpitante en el regazo de la Rosa de Jericó y amparado por José, se ha librado de toda especie de especulación científica y filosófica, detenida ante la soberana hermosura del poema, lleno de santa simplicidad.
Y es que el cuadro del Nacimiento encarna en el mundo todo el espíritu de familia, la solidaridad del hogar, la reunión en la desgracia, el apoyo de todos sus miembros. La ternura de aquella escena, símbolo del hogar pacífico, ha tenido una eficacia inmensa en la cultura del espíritu universal. La Natividad ha hecho más hombres buenos que el Viernes Santo.
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Lejos de sus lares, en las generosas tierras de América, buscando en el opulento jugo de sus campos el porvenir, fuente de inquietudes, evoca el extranjero las navidades de su niñez, con su panorama de lugares queridos, sabiéndole a flor del alma las primeras horas de la vida revivido su perfume cuando aún no conocía el terrible contenido del mundo. Ninguna noche como aquella larga noche de invierno, de cierzos y nieve, en el hogar de la montaña, a cuyo interior llega el ritmo formidable del crujir de los hayales y el sordo rumor de los robles que caen, viejos de cuatrocientos años que de la montaña a los valles arrastran los aluviones. Y en tanto, en aquella casa vetusta, levantada por remotos tataradeudos, asiento vinculador de toda la casta, recógense los miembros actuales, en lazo de amor difuso, en haz indivisible, a recordar la primera escena de la era cristiana, la escena del amor doméstico, limpia todavía de la discordia, de la guerra y de la sangre que había de costar la nueva causa al antiguo mundo.
Avívansele en este día al inmigrante todos los recuerdos; del fondo de su alma, de entre todo lo vivido que en ella yace, surgen claras y nítidas, en lejanía infinita, como luces sobre un mar dormido, las queridas memorias del hogar, deshecho por mil circunstancias fortuitas y voluntarias, por la desgracia y por la ambición, propulsora de todo progreso, por las ansias y agitaciones, por el enorme movimiento social de que es motor el descontento universal, origen de la epilepsia que tiene al mundo todo en el agobio de perpetuo temblor.
Allá lejos, en la remota tierra originaria, ve hoy el inmigrante la paz perdida, el momento inolvidable en que, arrancándose del hogar, tras el desgarro de aquella costumbre de amorosa convivencia, que era todo su mundo, penetróle en el vacío por éste dejado, tumulto de nuevos anhelos, engendradores de zozobras y nuncios de incesante inquietud. Suspirando por un porvenir siempre más grande que el logrado, lucha en América, magnífico palenque de probar creadores, por trazar a su vida amplio horizonte, aquella trayectoria ideal que se escapa del poder de la mirada física, adueñándose de ella los ojos de la imaginación, catalejos del alma, de alcance insuperable, de radiación ultraterrestre, telescopios de lo infinito!...
«América para los americanos». ¡Oh, magín estrecho de Monroe! América para los que en ella viven y piensan y sueñan y trabajan, lloran, gozan, sudan y sangran, aman y sufren; para los hombres de presa, para los creadores, para los que algo en ella fundan, y lo vivifican, llenándolo, hinchándolo de sí mismos, viviéndolo y consumiéndolo. Para éstos, para éstos es América, su tierra y su cielo, su fuerza económica y sus energías morales, su arte incipiente que algún día será grande, levantado sobre las cenizas de los Jesuses de ahora, de las primicias crucificadas; para ellos el porvenir todo de América, porque es siempre el porvenir de los ágiles y despiertos, de los mejor dotados. Contra el sofisma monroano está la vida, que ofrece muchos turcos con América y muchos americanos sin ella.
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Es la Natividad, para el inmigrante creador de familia, objeto de un anhelo de vinculación imposible; quiere ser el nudo de su casta europea y americana, unificar la familia de que fue disgregador, trabar las vidas de ascendentes y descendentes, de abuelos y nietos entre sí desconocidos, formar con la imaginación lo que sólo construye el espíritu de convivencia.
Entrad en el hogar de un extranjero con hijos de América. Oídle: «esta noche, allá, en Asturias, en la ermita de la Virgen de Covadonga...» Varias voces infantiles: «de Lujan, papá, de Lujan». El padre, triste: «no les entra mi mundo, no les entra.» Vuelve a la carga en su afán de soldar a la vieja con la nueva especie: «Vuestros abuelos estarán esta noche...» Ruido, algazara, desatención, besos a papá. «¿Y los abuelos?»—«Se han morído toros»—dice el más chico.
No te canses, inmigrante, no te canses: ahoga en tí tu viejo mundo, consagra a su muerte recogido, funeral en el santuario de tu espíritu, donde yacen tus recuerdos, que no debes hacer revivir para que al volar por la vida que ante tí se extiende, no se te conviertan en lastre de pesadez. Atente a lo por tí mismo creado, a tu mundo nuevo, a la nueva vida por tu paso abierta. No quieras fundir lo infusible, ni hacer amalgama con elementos refractarios, óyelo bien, refractarios, y ríete de toda confraternidad oficial, atento solo a la de tu casa que es la única verdadera y fecunda. No la busques en otra parte, porque no existe, ni debe existir; que del choque de encontrados intereses espirituales brota rico venero de Ideas, como del choque de loe económicos surge el progreso de la tierra. Donde hay dos que no quieren parecerse, siempre hay dos originales, y así aumenta el contenido de la vida universal. No a semejanza, sino a desemejanza, es como se debe hacer todo. Que tus hijos Be parezcan a ellos mismos, y no a tí, porque en igualándose, no serás tú más que medio hombre y otro medio tu hijo; sé siempre non, y nones tus hijos; deformes antes que uniformes, y ¡viva el vuelo libre!
Y recógete en tanto en lo nuevo de tu vida, en tu portal de Belén, que es lo mis propiamente tuyo, en el hijo de tu amor y de tu sangre, en las creaciones de tu fantasía y de tu cuerpo, que hacen plena tu vida ya que no quisiste encastillarte en tu torre de marfil, explorando la felicidad superior del solitario. Abrázate a tus creaciones, a la nueva dinastía de tu viejo nombre, aquí reverdecido, en adelante estrellas humanas, humanas estrellas de la vida a la muerte.
Séante leves las estaciones en el dolor....
FRANCISCO GRANDMONTAGNE
Publicado en “Caras y Caretas” Diciembre 1901
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