Una humareda de "tamales" sabrosos subía del rústico brasero, como el incienso a un dios glotón del antiguo Perú, mientras el negro tuerto, instalado en la puerta misma de la cancha de gallos gritaba con su voz de hechicera vieja:
—¡Ya viene lo güeno, ya viene lo rico!
Guiñó el ojo sano tan picarescamente hacía el horizonte de las montañas, que nadie pudo saber si ensalzaba su manjar criollo o sí aludía a esta inquietud ambiente que enmudecía a todos. De repente, con un murmullo largo, se desahogaron los pechos oprimidos por la espera larga.
—¡Ya vienen!
Venían, en efecto, por dos caminos diferentes, los dos hacendados rivales, los más poderosos y valientes de la comarca, don Fulgencio Fabres y don Tadeo Santiván, con el séquito de los días de fiesta, cincuenta cholos a caballo, bajo los ponchos magníficos, y las comadres con los trajes de feria. En el centro, como un ídolo vivo, el gallo de pelea, en brazos de un negro jaleador que lo arrullaba maternalmente. En el silencio perfecto escucharon todos el tintineo de las espuelas nazarenas y la risa coqueta de la "niña" Amparo, que se escurría del caballo en brazos de su suntuoso amante don Tadeo, dueño de una provincia entera de caña de azúcar y pan llevar, con ríos y montañas en su perímetro.
De lejos, don Fulgencio Fabres y sus peones miraron apenas, con aparatoso desdén, el séquito rival, agrupándose en los bancos de madera del redondel, que empezaba a llenarse de labriegos y hacendados de la comarca. De cincuenta leguas a la redonda habían venido los curiosos a presenciar la lucha de "Pimienta" y "Capulí", los dos gallos más famosos de mi tierra desde los tiempos del tirano Castilla.
Ambos habían derrotado, recibiendo apenas desgarrones, a rivales llegados de Inglaterra, esos gallos menudos e iracundos que se obstinan con el vencido, cuando éste arrastra por tierra el abanico del ala rota y gira sobre el eje del pico con celeridad de trompo fúnebre. Pero no sólo conmovía a las gentes violentas y litigantes de mi tierra la querella de dos campeones famosos, sino la circunstancia de que sus respectivos propietarios eran históricos enemigos, y, por pundonor, por decoro, venían hoy a la cancha a presenciar su derrota o su victoria.
—Apoztar, zeñores —gritaba una voz aguardentosa.
El calor y la inquietud habían despertado la sed de los concurrentes, que se bebían en mates morenos, sin tomar aliento, un litro de chicha perfumada. Ya circulaban, amparando a cada gallo bajo el brazo y exhibiéndolo con arrogancia ostentadora, los negros galleros, que saben decirles en el momento oportuno la palabra urgente y candente.
El entusiasmo contenido empezó a exhalarse en largos murmullos, en apuestas insensatas, esas apuestas de mi país que dilapidan en un día de holgorio y jarana las economías de una vida.
—¡Voy a "Capulí"! ¡Quinientos soles de plata!
Resonaban en el talego las monedas exhibidas de lejos con pueril jactancia, acrecentando la locura de todos. Únicamente don Fulgencio y don Tadeo callaban con la decencia factuosa de los gentileshombres. Pero la "niña" Amparo, una espléndida mulata de ojos inmensos y mantón de Manila en los hombros, agravaba las cosas con su sonrisa ofensiva de victoriosa. Cuando pasó su gallo "Pimienta" en brazos del negro, exclamó desfachatadamente:
—A ver cómo ze portan los valientes. Para ti zerá, Zinforoso.
Y sacándose del anular una sortija de fulgor insolente la exhibió en la diestra, a pleno sol, indicando así cómo recompensaba una victoria la "comadre" del más rico hacendado del Perú.
Ululaba ya el público impaciente de los grandes días de feria, exigiendo que el duelo comenzara. Ambos galleros se apostaron en los dos extremos del redondel, depositando en tierra, con precauciones de respetuoso amor, a "Pimienta" y a "Capulí". El silencio volvió a reinar entonces, tan absoluto, que se escuchó el arañar de ambos gallos en la tierra compacta, regada poco antes. Como los duelistas famosos, habían aprendido en cien combates las mañas arteras del oficio. Mirándose apenas de reojo, se acercaban con prudencia, demorando el ataque hasta medir al adversario. Por momentos, al girar bruscamente, les brillaban las navajas atadas al espolón.
Tanta serenidad excitaba el berrinche de las gentes, que empezaron a jalear a cada favorito sus consejos, ya roncos:
—¡Por arriba, "Capulí"! ¡Rebájate, "Pimienta"!... ¡Anda!... ¡Dale!... ¡Éntrale!...
Estaban frente a frente, en fin. "Capulí" saltó primero, inútilmente. Un vuelo corto y fanfarrón. Un vuelo de gala para mostrar el arranque y probar la curva de la navaja. Se cruzaron los picos, y el encuentro pareció más serio esta vez, porque revolaron algunas plumas rotas, goteando sangre. Entonces comenzó feroz, infatigable, hasta la muerte, la más encarnizada lucha del mundo. Los rivales se buscaron en el aire, blandiendo la cuchilla del espolón, que les entraba en la carne e iba dejándoles implumes, bajo el grito agorero del público, ebrio de chicha y de combate. Como si el incesante ulular les incitara a morir pronto, ambos gallos se obstinaban en un vuelo fatigado, manejando la navaja con habilidades de esgrimista. De pronto, sin motivo —pues se pelea hasta la muerte en una cancha del Perú—, "Capulí" empezó a huir, bajo las rechiflas. Tenía un ojo vaciado por el adversario, y entreabría el pico en la agonía. "Pimienta", herido también, corrió tras él, y de un tajo certero le rebanó la cabeza. Una alegría feroz estalló tan alto, que nadie sintió los disparos de revólver.
Pálido, en medio del redondel, estaba allí el propietario del gallo muerto, don Fulgencio Fabres, que lo recogió por tierra, manchándose las manos de sangre, y lo tiró al negro gallero. Con voz atiplada y modos suavísimos, como si prepusiera la más sensata cosa del mundo, se encaró entonces con el público silencioso.
—Todos los gallos no corren. A ver, que salgan los hombres.
Un gran hacendado temerario, cuya leyenda de arrogancia se transmite de valle en valle: nada impresiona más a las gentes violentas de mi tierra, que tienen el culto del valor. Esa jactancia, muy suave y muy cortés, significaba a las claras la invitación a un duelo personal con don Tadeo Santiván. Todos comprendieron en el acto. Sólo el aludido no chistó, bajo cien miradas. Era, sin embargo, uno de los hombres más arrojados de la comarca; pero ¿qué hombre fuerte no ha padecido de estos eclipses del valor, de estas fatigas de querer, inexplicables para el vulgo? En aquella tarde espléndida, a pleno sol, junto a una linda moza, después del triunfo de su gallo famoso, don Tadeo Santiván no tenía ganas de pelear con nadie. De buena gana hubiera refrescado la sequedad de los labios con un mate de chicha.
Sus cincuenta servidores, que habían manejado el puñal y el revólver en duelos solitarios por los caminos, miraban a su "amito" con asombro. La opinión común pareció expresarse en la voz burlona de Amparo, que murmuró, ceceando, a su amo y señor:
—¿No vez que te inzulta? ¿Tíenez miedo?
Don Tadeo iba a erguirse, a "desgraciarse"; pero, encogiéndose de hombros, ordenó a sus servidores que le siguieran. Salía por la puerta del redondel, cuando don Fulgencio, que había estado modoso y pachorrudo, estregando el cañón de su revólver contra la badana de la vaina, se acercó con zalamería trágica en la punta de los pies, como si fuera a bailar una zamacueca, y, sujetando del brazo a la "niña" Amparo, le dijo a don Tadeo, con sorna glacial en la voz, casi cariñosa:
—No se lleve a la palomita. Déjela aquí para los valientes.
El encuentro fue brusco, allí mismo, en la puerta de la cancha, ante doscientos hombres mudos de espanto. Contaron ambos rivales "una, dos, tres", y dispararon a un tiempo. Don Tadeo cayó, con la frente atravesada por una bala.
Atlántico (Madrid). 5-8-1929, no. 3 |