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Manuel Gálvez

"Una santa criatura"

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Biografía de Manuel Gálvez en Wikipedia

 
 
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Una santa criatura
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VIII

¡Cómo nos alivia en nuestras penas el creerlas hijas de una culpa nuestra! Imaginamos — ¡pobres criaturas como somos! — que, no faltando, en adelante podremos remediar el dolor. María del Rosario víctima, no hubiera podido moverse de allí, frente a sus jueces. Pero María del Rosario culpable, pudo caminar, aunque vacilan, pudo llegar al aula, pudo disponer la salida de sus chiquitos y pudo ir a ponerse su sombrero y escaparse huyendo de la escuela.

A él no lo había visto sino vagamente, como se ve a las cosas que están detrás de la lluvia. No quiso mirarlo. No hubiera podido hacer que sus ojos, sin fuerzas, llegaran hasta él. ¿Y cómo el criminal podría contemplar a su víctima?

Ahora iba por la calle la pobre María del Rosario. Más que nunca iba agachada, más que nunca arrimándose a la pared, como para incrustarse en ella.

Toda su personita era una gran sonrisa dolorida. Aquella sonrisa de siempre — la que la hacía tan simpática, tan triste, tan modesta, tan poquita cosa— había dejado de ser sonrisa para convertirse en mueca. ¿Mueca? ¡Oh la miseria de las palabras! Mueca es una cosa fea, desagradable, una caricatura, una deformación de las facciones. Y aquello que había en el rostro de María del Rosario era una belleza de dolor, una exacerbación de sufrimiento, una tragedia de los labios. Toda su alma dolorida, todo su corazón dolorido, toda su carne, también dolorida, afluían hacia sus labios y los abrían en una pobre sonrisa.

Iba así por la calle de su amargura. En la garganta el llanto amenazaba. Decidió tomar un automóvil, ¿Cómo llorar allí en la calle? ¿Para qué mostrar a los demás los sufrimientos de una? No comprendería nadie al verla. Y si comprendiesen tal vez se ofenderían. Si ofende el estar una contenta, ¿cómo no ha de ofender el estar triste y el llorar?

Levantó la cabeza y miró a la calle para llamar un auto. Y entonces vio a los dos hombres que caminaban delante de ella, a sus jueces. Sin duda ella, que casi corriera, los alcanzó. Tuvo un gran deseo de pedirles perdón, de decirles que ella adoraba a Lichito, que no era el haber faltado contra el reglamento lo que le importaba, sino el que fuesen a imaginar que ella no quería a aquel chiquito: amor de su vida, tesoro de su ternura y de su contento. Quiso hacer esto, pero le faltó valor. ¡Daba una rabia ser tan zonza, tan tímida!

Los dos hombres hablaban de ella.

— Estas maestras tienen una habilidad especial para hacerse antipáticas — dijo el padre de Lichito.

El otro, sin duda, no quiso aprobar esta generalización, y, limitando el caso a María del Rosario, afirmó:

—Lo que hay es que esa muchacha le habrá tomado antipatía a su chico...

— ¡Se precisa mucha maldad para eso! Un chiquito tan lindo, tan inteligente, tan simpático...

— Hay mujeres perversas...

María del Rosario sólo oyó el eco de miseria de estas palabras. Dentro de un automóvil allí estaba, con la cabeza torcida, en una angustia sin fin. El pañuelito, que daba vueltas sobre sus ojos, ya no tenía un solo punto que no estuviese empapado. Y a cada rato, entre un llanto que concluía y otro que comenzaba, sus labios alargábanse en el aire para besar. ¿A quién besaba la pobre María del Rosario ? Besaba a aquel chiquito que tanto le hacía sufrir y a aquel otro que la dejó sola en la vida, haciéndola padecer infinitamente. ¿Por qué, Señor, aquello que nos hace sufrir es lo que más amamos en nuestra pobre vida?

MANUEL GALVEZ

Caras y caretas (Buenos Aires). 11-12-1920, n.º 1.158

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