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Biografía de Manuel Gálvez en Wikipedia | |
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Una santa criatura |
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II La pobre María del Rosario tenía una historia. Era la historia sempiterna, pero ella imaginaba que no había en el mundo muchas historias como la suya. Nació en un pueblito veraniego, allá en las sierras de Córdoba. Tenía una madrastra. No era mala su madrastra, pero ¡qué genio tan vivo! Su padre era bueno, aunque indiferente con ella. Para tenerla lejos — María del Rosario pensaba que para hacerle bien — la mandaron a Córdoba a estudiar la carrera de maestra. Allí vivió cuatro años, casi encerrada, en la casa de unas tías muy beatas que no le permitían ni diversiones ni amistades. ¡Había tanto pecado en el mundo! Al terminar los estudios volvió al pueblo, en espera de un nombramiento. ¡Qué sola estaba en el pueblito! Su padre apenas la tomaba en cuenta. Siempre rodeado de otros hombres, ocupándose de política. Tenía mucho quehacer, parecía; y claro, con tanto quehacer, ¿cómo iba a acordarse de ella? Su madrastra tenía cinco hijos, nada menos que cinco hijos. ¡Una chiquilinada lo más simpática! Ella los vestía, los lavaba, les enseñaba a leer, los sacaba a pasear. Una vez le dijo una conocida que a ella no le correspondía hacer esas cosas. Pero ¿quién las iba a hacer entonces? La madre no podía ocuparse mucho de la chiquilinada. Siempre había fiestas en el hotel, paseos, y ella, como era de una familia distinguida de Córdoba, estaba siempre invitada. A María del Rosario le hubiera gustado, siquiera una vez, ir a uno de esos paseos tan bonitos. Pero nadie la invitaba, y además tenía que ocuparse de las criaturas. Se conformaba con oir contar los paseos a su madrastra. Y al fin era lo mismo, pues ella se los imaginaba tal cual seguramente habían sido. Era un poco triste que no la invitasen a una, pero ¿qué hacer, si no conformarse? Lo peor era que la creían institutriz o sirvienta. Al principio ¡le daba una risa! Pero después, no podía gustarle. No era que ella despreciase a las sirvientas, pero si una es señorita y además maestra, ¿no parece impropio que la traten a una como sirvienta? Y bueno: allí ocurrió su historia. Un hombre joven que le gustó. ¡Tenía unos ojos tan profundos! Ella necesitaba querer y que la quisiesen, y cuando una necesita estas cosas, se enamora. Todo cambió para ella. Ya se acabó el estar sola. Dialogaba el día entero con él, es decir, cuando no estaba con él. Porque con él era otra cosa. Entonces no hablaba ni podía hablar. Entonces hablaba él, y ella oía, oía... Y soñaba. Después vino la dulzura del primer beso. ¿Habrá algo mejor en el mundo que el primer beso? Con vergüenza y todo, por ese pecado de dejarse besar, ¡qué dichosa fué, qué dichosa. Señor! Y después vinieron muchos besos y empezaron las caricias, ¡unas caricias que le daban más vergüenza!... Ella no comprendía esas caricias. ¡Pero él parecía tan feliz! Y, además, él la convencía de que una mujer demuestra su cariño concediendo esas caricias. Y así era, seguramente. Pasó de este modo una semana, cuando una tarde.. Pero, ¿para qué acordarse de esas cosas? ¿Para qué acordarse de que fue débil y de que ese día amaba más que nunca, de que él la besaba con una verdadera locura, de que la sierra estaba solitaria y que había comenzado la primavera? ¿Y cómo podrá una resistir al que adora? Y cuando una tiene corazón y lástima, ¿cómo negarse a la imploración que viene entre besos y caricias y asegura con lágrimas que lo que pide es la misma vida, la felicidad para él? Y, lo peor de todo, ¿cómo va una a negarse cuando se le reprocha no querer bastante, cuando se le acusa de hacer sufrir? Y sobre todo, ¿no iban a casarse, como él lo repitió aquella tarde, y como tantas veces hablaron? Sin embargo, ella hubiese triunfado de poder pensar con fuerza en su madre, o en el infierno, o en su padre, o en la confesión. Pero la verdad era que no podía pensar en nada. Los pensamientos se le escapaban y sólo quedaba junto a ella un hombre al que adoraba, muchos besos y unos grandes deseos inexplicables de ser suya, de abrirle toda su alma y todo su cuerpo para que él entrara en ella y sus dos seres formaran uno solo... Pocos días después él se fué a Buenos Aires. Era un muchacho de familia rica. Había ido al pueblito a pasear, a visitar una hermana enferma. Prometió escribirle y le escribió dos veces. Cuando no llegó otra carta, María del Rosario sintió como si el mundo hubiese quedado vacío, ¡Abandonada! Y tan luego ahora, ¡cuando acababa de saber su desgracia! Sufrió en silencio, con heroísmo, el horror de las sospechas primero y la certeza, menos dolorosa, después. Se hizo aún más humilde. Trabajó como nunca, obedeció como nunca. ¡Oh, Señor! ¿Por qué permites que sufra tanto una criatura tan santa, sólo por haber amado? ¡No nos diste tú el amor y los sentidos? ¿Y por qué haces a unos audaces y mentirosos y a otras ingenuas, apasionadas e ignorantes de la vida? Pero María del Rosario era fuerte, con la fuerza que da el mucho dolor y la certeza de que su falta era muy grave y debía ser castigada con el padecimiento. Y le contó a su padre todo, pidiéndole perdón, sin acusar al que adoraba. El padre enojóse mucho, pero iba a perdonarla. Y la hubiera perdonado, si no hubiese llegado en ese instante la madrastra. ¡Oh, Dios, cómo gritó y la insultó! La pobre María del Rosario lloraba y pedía perdón, arrodillándose como en la iglesia. Pero no hubo perdón. La echaron de la casa. Y esa misma tarde partió para Buenos Aires. ¿Qué le esperaba en la gran ciudad? La pobre muchacha veía dos rieles interminables y, al fin, un infinito desconocido. De la estación se dirigió a la casa de una amiga, su única amiga, una buena muchacha que murió en el pueblito tuberculosa. Pensó que tal vez la recibirían bien,- ¡Era gente tan buena! La madre, viuda, y sus dos hermanas la acogieron amablemente. Pero, ¿cómo tenerla allí? La casa era tan chica... Ella dijo que les pagaría, les pidió un lugarcito. La aceptaron entonces y allí quedó la pobre María del Rosario, feliz en la pobre felicidad de tener un techo y una cama. Aquel día no pudo contarles su situación. Quiso hacerlo, pero las palabras se le helaron entre los labios. Al día siguiente fue igual. Pidió fuerzas a Dios, ya que era necesario revelar su estado. Aquella gente tan buena debía saberlo todo. Callar le parecía una deslealtad. Podía ser que ellas no quisiesen tener compromisos tan graves. Por fin, al tercer día habló. Las solteras, mujeres de cuarenta años, más o menos, quisieron echarla. ¡Cómo se enojaron! Pero tenían corazón. Y cuando una comprende que ha faltado, no tiene más que callarse. La señora propuso que les pagara un poco más y entonces se abuenaron. ¡Si ya ella sabía que no eran malas! Y ahora, ¡a vivir! Pero ¡qué trabajo es vivir. Señor, para una pobre muchacha solita, en una gran ciudad donde no conoce a nadie y en camino de ser madre! Dio algunas lecciones particulares. Fue vendiendo todo lo que trajo: sus libros, su ropa. Cosió para algunas casas de comercio. Mientras tanto buscaba un empleo de maestra. Un diputado por su provincia, amigo de su padre, la protegió. ¡Qué señor tan bueno! Era un encanto hablar con él de tan bueno que era! ¡Ella lo quería más!... Una vez le entregó un dinero que le mandaba su padre. Él se lo había conseguido, escribiéndole a su padre, según le dijo, ¡Qué monada de señor tan bueno! Y claro, cuando una ve tanta bondad, cuenta su aflicción. Él la aconsejó como un padre. Hasta le buscó una casa donde ella saliera del trance. ¡Es un gusto ver que hay gente tan buena en el mundo! Cuando María del Rosario volvió a la casa de la viuda, después de veinte días de ausencia, ya no era la persona de antes. Ahora traía un suplemento de sí misma, un montoncito de carne blanca y envuelto en trapos, siempre pegado a ella. Un apéndice llorón. Y así los dos, la madre y el hijo, formaban todo el día un grupo ambulante, berreante y cantante. La señora de la casa fue cariñosa con el Nene. Hasta le tocó la carita. Claro: ¡Era tan rico! Pero las hermanas no lo miraron. La recibieron a ella con un saludo frío. Sin duda la presencia de aquel pecado las ofendía. Ella comprendió y se alejó muy triste, con lágrimas en los ojos. Presintió que la vida sería dura para el pobrecito. Él no tenía culpa del pecado de su madre, pero siempre habría alguien que le despreciara. ¿Por qué permites, Señor, tú, creador de la justicia, que un pobrecito recién nacido sea despreciado a causa de su madre? A su protector le visitó con el Nene. ¡El sí que le hizo cariños! Pero un atardecer que fue sola a su escritorio para agradecerle un nombramiento de maestra que recibió por la mañana y que él le consiguiera, ocurrió algo rarísimo. ¡Pobre señor, quién sabe qué le pasaba! El caso es que la invitó a comer en un reservado. ¡Qué asombro! ¡Daba una risa acordarse! Ella no podía comprender: un señor como él, de más de cincuenta años, casado, con hijos grandes, ¡proponer semejante cosa a una pobrecita como ella, sin ningún encanto, mal vestida y que acababa de ser madre! Tal vez un mal momento, una debilidad; ¡pobre señor! Porque aunque él sólo habló de comer, una no es zonza y sabe bien que le han propuesto una cosa mala. No se enojó. ¡Pero le dio una lástima! ¡Y una tristeza! Su desilusión fue tan grande, tan grande, que si no hubiera sido por su hijito habría deseado morirse. ¡Qué triste es la vida, Señor! En la escuelita dictaba su clase todas las tardes. El Nene iba creciendo, cada vez más rico. Las tres mujeres de la casa eran siempre buenas con ella y ahora le cuidaban el Nene. Le habían tomado cariño. A ella, las hermanas, con ese genio que tenían, la peleaban siempre, a dos por tres. Era imposible discutirles nada. Por eso ella acabó dándoles la razón en todo. Si por la mañana las hermanas aseguraban que era de noche, ella reconocía que sí, que era de noche. Todo por el Nene, para que no se lo abandonaran. Y así pasaba el tiempo, feliz, feliz... Pero un día de septiembre — ¡oh, Señor, es horrible sólo el recordarlo! — el Nene se enfermó de escarlatina. El universo entero fue para ella ese montoncito de carne todo manchado, caído, casi sin vida. Y otro día, ¡el más lúgubre de los días!, el universo se apagó. desapareció, ¿Por qué permites estas tristezas, tú que eres la Alegría, oh Señor? |
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