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Joaquín Gallegos Lara

"La última erranza"

Biografía de Joaquín Gallegos Lara en Wikipedia

 
 
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La última erranza
 

Antes de entrar al pueblo, la carretera cruzaba un puente. Abajo, encajonado en la quebrada, rodaba el río. Heinrich se asomó a la barandilla. Aunque meditaba la posibilidad de tirarse por allí, no experimentaba la famosa atracción del abismo.

–¿Aquí es Guadual?

–Aquí mismo, patroncito, pasando la puente –contestó el indio, sonriendo. A Heinrich le pareció que igual habría sonreído el asno que arreaba.

Había preguntado por hablar con alguien. Conocía Guadual, la villa de blancas casas y rojos tejados, de la que le venía un olor a humo de leña de eucalipto, en el frío atardecer.

Un rato siguió con la vista la pelambre, el poncho raído y los talones polvosos del indio.

–¡Este está peor que yo! –se dijo.

Y se notó que el largo tiempo de hablar casi exclusivamente español, no lo había hecho dejar de pensar en alemán.

A la entrada de la callejuela, estaba un automóvil. Heinrich se reflejó cabezudo en el cromado portallantas. Entre los cabellos y barbas enmarañados, la frente y los pómulos le brotaban marfileños. Confluyendo, lo abrumó, la última abominación, el tufo de su propio cuerpo sin baño. Era tan atroz como el hambre vergonzante.

No probaba un mendrugo en dos días, desde que salió de Cuenca. Viajaba a pie hacia Guayaquil. A su llegada a Ecuador, Heinrich se había radicado en Cuenca, porque allí residía Walter Nussbaum, un hermano de su padre, que emigrara desde que tomaron el poder los nazis. Al partir, le había regalado una bicicleta a Heinrich, que entonces tenía diez y seis años. Los Nussbaum, en Nurenberg, tradicionalmente, se dedicaban a la industria de juguetes. A Walter, Cuenca le gustaba por su clima delicioso y por su paz. Instaló allí una pequeña fábrica. Prosperaba. Se había casado con Rosita Heredia, una ecuatoriana veinte y cinco años menor que él.

Walter acogió a Heinrich, cordialmente. Le facilitó trabajo. Lo hospedó en su casa. Pero desde el principio no se avinieron. A Heinrich no cesaba de martillearle el ritornelo del hermano de su padre.

–¡Eres peor que un ecuatoriano! ¡Eres igual a los indios! ¡Si no me hubieras tenido en América ya te habrías muerto de hambre!¡Y eres un ingrato!

Al fin, rompieron. Heinrich calló. Walter vociferaba contra él ante todos los conocidos. Los pocos otros semitas que vivían en Cuenca, insinuaban que algo tendría que ver en la disputa, la joven esposa del mayor de los Nussbaum.

Cuenca era una ciudad de cincuenta mil habitantes y cien templos católicos. Su antipatía a los hebreos no era racial sino religiosa. Le fue imposible a Heinrich obtener nueva ocupación.

No se marchó. Primero, esperaba emplearse. Luego, ya le faltó dinero. Para comer, malbarató la estilográfica, los temos y los libros en francés. Los libros en alemán nadie los quiso. No tenía amigos. Estaba solo, pero solo en el mundo. Pero la miseria verdadera sólo lo había vencido haría un mes.

De pronto se halló hundido: sin pan, sin techo, en harapos. Su nítido aseo, su pasión de leer, su alegre sonrisa contenida, de soñador, que atraía a las mujeres, todo naufragó. Ni las calles le quedaban: los chicuelos lo seguían, tirándole piedras.

–¡Vele, vele al gringo loco!

–¡Judío! ¡Judío! ¡Vos le matasteis a Nuestro Señor!

Hele ve, oíle lo que conversa solo...

Escuchó a un grandulón explicar:

–¡Les han corrido de su tierra porque mataron a Dios!

Dormía en una orilla de arena, bajo un puente. Por más que se tapaba con periódicos, lo descuartizaba el frío. Los policías lo correteaban. Suponía él mismo que el no comer, la intemperie y la soledad lo tenían un poco transformado.

Siendo una víctima del racismo, siempre se había reprochado su involuntaria repulsión por los indios. Una tarde, una india vieja, vendedora de pan había sacado uno de su canasta y, envolviendo a Heinrich en una inmensa mirada de madre, se lo había tendido.

Estaba él sentado al borde de una acera. Asombrado, contempló el barro mal desprendido de la tierra, de aquella cara que ni supusiera humana. Dudó. Se paró de un salto. Y apretando el pan contra el pecho, corrió, llorando a gritos, en roncos sollozos varoniles, que alarmaron el barrio del Carmen, sumido en quieto y dorado morir de sol.

Para sus pies fatigados, Guayaquil se hallaba tan remota como Nurenberg y la casita Aathenan Strasse 27, donde fue feliz. Los nazis le cambiaron el nombre por Rosenberg Strasse. Un borrón de sangre cubría en su memoria lo que allí vivió, poco antes de escapar y venir a América.

Al emprender la caminada, soñaba ganarse la comida ayudando a las faenas agrícolas. Pero nadie trabajaba. La bubónica asolaba las tierras. Sólo encontraba chozas abandonadas. Columbraba carroñas que se peleaban los perros y las aves de rapiña nativas llamadas curiquingues. Sobre las cresterías azules se empenachaban columnas de humo: la Sanidad quemaba los corrales y viviendas apestados.

Heinrich se cruzó con cortejos de campesinos plañideros y borrachos que iban a enterrar sus muertos. Aquellos dolientes comían y bebían. De pedir, de seguro le habrían dado. Pero Heinrich era demasiado orgulloso y tímido para mendigar. Además, hasta allí había rechazado la tentación del robo.

Decidió, por fin, entrar a Guadual. Avanzó por la callejuela. Tal era la soledad que se podría oír crecer la yerba. La inmovilidad de los cerros resaltaba hasta el vértigo el vuelo de las nubes. Los muros, las cercas, las puertas, las luces débiles, rodeaban a Heinrich con el temblor de niebla de la frágil diafanidad del ayuno.

Las acequias susurraban. Amaba el fluir apacible de estos arroyos medievales de los pueblos andinos.

–¡Alemania! ¡Alemania! –se masculló. La angustia de Alemania se confundía en su pecho con la angustia de su madre, asesinada por Alemania.

Tras una tapia le ladró un perro. Olió comida caliente. Calles adentro, la campana de una iglesia dio una hora. Le oprimía el estómago algo como una piedra muy pesada. Tuvo que apoyarse en una fría pared polvorienta.

–¡Señor! ¡Señorcito! Ayudaráme...

Era una mujer que salía de una choza: una campesina no india, de esos campesinos a los que dicen chazos. Era alta y blanca. Vestía falda oscura. Se envolvía en un pañolón. Por los hombros le caían largas trenzas. La voz le temblaba.

–¡Por el amor de Dios!

–Quiero ayudarla, señora... Diga en qué.

Ella se contenía, sollozante:

–Dios no querrá que le pase nada... Pero, si recela, mejor será que no...

Heinrich no conseguía casi hablar. Ya no tintaba. Ahora se le engarrotaban las mandíbulas.

–Nada temo. Quiero ayudarla. ¿Qué debo hacer?

–A darle tierra a mi marido que murió esta tarde. Soy sola, estoy sola... Sólo éramos los dos en la vida. Yo, yo... No quiero mentirle: él murió de peste...

La mujer se acercó más.

–¡Jesús! ¿Qué mismo le pasa? ¿Está con la peste?

Si a Heinrich no se le encendía la cara, sería por no tener ya sangre. Balbuciendo, confesó su hambre, su viaje a pie. La mujer lo tomó por el brazo. Adentro, flameaba rojizo candil. Un velón de sebo cincelaba la cabeza roqueña del muerto. Oprimíanse, diferenciados, aroma de altanizas quemadas y denso hálito de fiebre y ropas sucias.

–Ha de comer algo, de no, no tendrá fuerzas. No, no es que me ha pedido: yo de mí le ofrezco y no de paga ni de limosna. ¡Si los pobres no nos ayudáramos!

–No se cobra por enterrar a un hombre, cuando uno no es enterrador.

–¿O es que le repugna mismo?

Casi lo asustaba la delicadeza inteligente de la chola.

–No, no es eso. Bueno, acepto, señora.

–Me llamo Rosa. ¿No es del país usted, no señor?

–Me llamo Enrique y soy de muy lejos.

¡Qué casualidad rara que ella tuviera el mismo nombre de la mujer de Walter! Debía callarle que él era judío. Un poncho cubría al recio cuerpo yacente en la tarima.

–No somos de aquí sino de Cuenca. Por eso no tenemos familia ni conocidos. Habíamos venido recién a cultivar una chica chacrita.

Heinrich no sabía qué decir. Rosa añadió:

–Vendrá acá afuerita a darle de nuestro cucayo.

La luna se había alzado enorme. Rosa lo hizo sentar en el poyo de tierra del soportal. Heinrich comió despacio el maíz cocido y la carne salada.

Cuando terminó, se pusieron a abrir el hueco, en el maizal, tras la choza. Él cavaba, ella extraía la tierra con una batea. La comida y el esfuerzo transfundían calor a Heinrich.

–Desterronaremos bien hondo a que no alcancen a hocicarle los perros.

Al reposar el muerto bajo el humus y una improvisada cruz de palo, a ambos, cumplido su propósito, les pesó el silencio de la noche, verdosa de bubónica. Entonces parecieron temerse mutuamente.

Heinrich se despidió. Le dijo que seguía al pueblo próximo. Quizás lograría introducirse en el tren del día siguiente. Al estrecharle la mano, Rosa le deslizó unos centavos. Él sintió que no podía rechazarlos.

La luna se volvía una luz opaca en la frente de Rosa. Le enviaban una súplica de niña asustada, los negros ojos doloridos que tanto le gustaban en las ecuatorianas.

Caminó, atravesando el pueblo. La soledad le precipitaba de nuevo en los oídos el clamor de su miserere. Vólvería y le pediría a Rosa que le permitiera acurrucarse en el portal. La iglesia tocó otra hora. Heinrich se percibía en una cima. Estaba, sí, peor que los indios. Ante el dolor, él los creía casi animales. Y él, aunque acosado, era un hombre en ejercicio de espiritualidad. Un interlocutor interno le añadió burlonamente:

–¡Y un cerdo judío!

No recordó las befas inocentes de los rapazuelos de Cuenca. Le estallaron en los oídos los ecos de las voces ponzoñosas de los nazis.

Transmitían su veneno no por las palabras sino por el sonido. Su discordancia no era humana ni animal. Evocaba el vasto rumor de un aguacero de gargajos. O era como si un micrófono agigantara el rebullir larvario de miríadas de bacterias.

No se explicaba Heinrich por qué las peores de esas voces, fueran las de las mujeres. Raspaban con un maldito chirrido de racimo de murciélagos, alarmado por un rayo de luz. A través de su metal cascado de odio, él reconocía, más viscosa que todas, las de algunas muchachas estudiantes amigas, Elsa Loeve, Amalia Schmidt, Frida Stein, convertidas en amazonas nacionalsocialistas.

Aquél coro se le desgalgaba físicamente en las orejas. Pero él sabía que nacía entre las paredes de hueso, de su cabeza. ¿Necesitaría comer más?

En la plaza, damero de adoquines desiguales, la iglesia de piedra se erguía hacia la luna, como una enorme joya helada, construida en material de la misma luna. Se halló ante una tienda mal alumbrada y entró.

–Véndame... A ver... –y Heinrich hurgó en los bolsillos los centavos que le diera Rosa–. Véndame real y medio de pan.

El cholo, soñoliento, de pie tras el mostrador, abrió un cajón. A Heinrich allí dentro se le aliviaba el frío. Un vaho de manteca rancia parecía provenir del bombillo eléctrico sucio.

Al entrar, había pasado al lado de una mujer sentada a la puerta. Un pañolón bajo el cual abrigaba las manos, la envolvía. Ahora, ella se levantó de pronto. Miró y con un retintín de inquietud preguntó:

–¿Cuánto de pan, pues, dijo?

–Real y medio –informó el dependiente.

La mujer dio la espalda y salió. Heinrich tomó los panecillos, duros, como congelados. Lentamente, traspuso la salida. El aletazo de un poncho y una mano atenazándole el hombro, lo sorprendieron.

–¿Vos sois el judío?

El aliento del enponchado era tan aguardentoso que habría ardido si le prendían un fósforo ante la boca. Heinrich se soltó de un tirón.

–¿Qué? ¿Qué le pasa? ¿Qué se le ofrece?

–¡Decí quién sois!

–¿Y a usted qué le importa?

En segundos una veintena de personas los rodeaba. Abundaban mujeres y muchachos. El emponchado de arrebatada carota, volvió a echarle la zarpa al hombro.

–¡Verán la prueba! –gritó a la gente que aumentaba, agolpándose–. A ver, decí la verdad: ¿cuánto acabáis de comprar de pan, donde la Maño?

La pregunta, el emponchado, la chusma, le resultaban a Heinrich un sueño extravagante, quizás un delirio famélico.

–Pero ¿qué quieren? ¡Déjenme en paz! No me meto con nadie. ¿Qué quieren?

–¿Cuánto comprasteis de pan? –le repercutió el otro, zarandeándolo.

***

En la primavera de hacían cinco años, Elsa Loeve, en la piscina de la Universidad, riendo nerviosa, le palmeaba los hombros y los pectorales tostados:

–¡Qué fuerte eres!

Elsa era tan blanca que hacía cerrar los ojos. Vestía un traje le baño de moda: portasenos y calzoncito leves, de jersey rojo. ¡Qué fuerte, en verdad, era él, Heinrich, entonces! Y cómo lo había consumido la miseria! ¡Y Elsa era nazi!

Estalló:

–¡Hey, majadero! He comprado quince centavos de pan ¿y qué?

El otro brincó de alegría, pateó el suelo:

–¡Ajá! ¡Ajacito! ¡Diosito lindo! ¿Vieron? ¡Es él! –vociferó, llorando a carcajadas, gesticulando.

–¡Es él! –repitieron cincuenta voces unísonas.

El aliento de esa turba sopló a la cara de Heinrich el mismo tufo de fiera que, de tarde, abominara en su propio cuerpo privado de aseo.

–¡Es él!

Meses de manos lo amenazaron. Veía, con una proximidad tan lacerante como un mordisco en una desolladura, los rostros amoratados, contraídos por una rabia heredada como la savia en los árboles y la sangre en los hombres.

Una piedra que –cosa rara– no le dolió, retumbó contra su pecho. Un escupitajo le latigueó la frente. El emponchado le soltó el hombro y empuñándole la muñeca, le torció el brazo, lanzándolo de bruces.

Se revolvió y yació de espaldas y el cielo era inmenso y remoto como no puede concebirlo la mente. Puntapiés, guijarros, salivazos y gritos le menudearon.

–¡Ahora sí que le vengamos a Nuestro Señor Jesucristo! ¡Piedra! ¡Piedra!

–¡Acabémosle al judío y así Guadual será pueblo bendito!

La dueña de la tienda, desceñida, jadeante, sacudía el puño frente a Heinrich:

–¡Patentitas, Diosito santo, todas las señales: le acompaña la peste, se pierden los huahuas, asoma en los cielos la planeta, y él carga siempre en el bolsillo real y medio! ¡Es él! ¡Le agarramos al judío condenado que le negó agua a la sed de Nuestro Señor y anda que anda por el mundo!

La Maño barbotaba espuma. Alguien, con un hierro, descoyuntó las rodillas a Heinrich. Le punzaban una axila, cosquilleándole intolerablemente. Una mujer, cubriéndolo con su cuerpo voluminoso y caliente, le metió la mano a la bragueta y lo apretó hasta el filo de la agonía.

Pero nada lograba distraerlo del horror mental ante aquellos seres que, confundiéndolo con Ashavero, surgían a apedrearlo desde la tiniebla de los siglos muertos, desde el fondo de hacía dos mil años.

Oía, oía a la Maño continuar su lúgubre cotorreo. Por escucharla se desentendía de las nuevas pedradas.

–¡Aquí está mi comadre Encarnación, que no me dejará mentir y que juntita conmigo y las otras vecinas, en la vigilia en la panadería, leíamos el libro "El Judío Errante", donde se puede estudiarle a este verdugo, matador de Dios!

–¡Muere! ¡Muere, judío! ¡Piedra! ¡Piedra!

Una desgarradura eléctrica rompió la cueva de luna de la noche. ¿Era ya morir? Le apartaron el brazo con que protegía la cara. Le echaron un puñado de polvo en los ojos. El ardor raspante le inundó los párpados y lacrimales.

Nació a la sombra eterna. Desde ella, humildemente, creyó comprender. Cumplía él el destino de los suyos. Admitía, en un misterioso sentido, que él, Heinrich Nussbaum sí era. Muriendo realizaba lo que estaba escrito. Su anónima muerte, con los otros millones de muertes anónimas, tal vez era el fin del anónimo viaje por los siglos. Ashavero.

–¡Piedra! ¡Piedra, que todavía patalea!

Todo él lacerado y con las visceras vueltas afuera, desolladas vivas, su ánimo fulgía en efímero centelleo de relámpago. Sin pasar cuentas aceptaba la herencia. Ser judío era sencillamente ser hombre. Judíos fueron Judas y Shylock, pero también judíos Jesús y Marx. En cada magnate y en cada rebelde, alienta un judío.

"Y se quedó Jacob solo, y luchó contra él un varón, hasta rayar el alba. El otro le dijo: ¿Cuál es tu nombre? Él respondió: Jacob. El otro replicó: en adelante te llamarás Israel, porque has peleado con Dios y con los hombres y has vencido. Y vio a Dios cara a cara y fue librada su alma".

No se quejaba. Mas ¿de qué estaba seguro? El mismo hierro acaso con que le quebraron las rótulas, le cayó sobre el cráneo fulminante.

 

1946

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