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Joaquín Gallegos Lara

"La salvaje"

Biografía de Joaquín Gallegos Lara en Wikipedia

 
 
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La salvaje
 

¡La Salvaje!

Viviña tenía ganas de conocerla. Se burlaba de todas las historias sin creerlas. Esta le daba el atractivo del incitante sensual: la Salvaje raptaba a los hombres. Se los llevaba al monte. A tenerlos de maridos.

¡Los otros cuentos eran nada! El descabezao. La gallina e los cien pollos. ¡El ventarrón der diablo! ¡Bah!

No temía a los muertos. En cuanto a los vivos, los había probado. Cuando peleó con Toribio al machete. Por un pañuelo e la Chaba. Le rompió las costillas y delante de todos que gritaban:

–¡Cójanlo! ¡Cójanlo!

Lamió la negra hoja cubierta de coágulos.

Su ociosidad lo hacía vagar. Acostumbraba irse a dormir al monte. Y se iba a Güerta Mardita. Sin importarle una guaba la penación del moreno que estaba allí enterrado con la mujer y los hijos, a los que mató. Los que la cruzaban de noche decían que oían salir gemidos de bajo la tierra. Viviña oía únicamente el silbido del machete del viento tumbando ramas viejas y matas de plátano secas. Las congas haciendo huecos en los palos podridos. Y la noche caminando.

***

Oía tanto de la Salvaje. Muchos guapos le confesaron:

–Si juese más alentao... Palabra que me iba pa dentro a buscasla...

La describían con una mezcla de temor y de procacidad:

–¡Es güeña, caracho! ¡Izque le relampaguean los ojos pior que ar tigre! ¡Tiene unos pechotes! Y es peludísima. Pero er cristiano varón que cae en su mano no vuerve más nunca pa lo poblao. Y ej imposible seguiste er rastro: tiene los pieses viraos ar revés...

Viviña se reía por dentro y contestaba:

–Ajá.

***

Y un día se marchó al monte. Compró unas chancletas serranas de cabuya. Se ciñó el crucerito. Y caminó p'arriba por las huertas interminables. Atravesó sabanas y bejuqueros. Rodeó las últimas haciendas. Hizo tres jornadas comiendo frutas, ardillas y conejos; bebiendo agua arenosa de los ríos.

Dormía enhorquetado en los árboles altos. Buscando los que no son vidriosos para no ir a derrumbarse en medio sueño.

La obsesión de la Salvaje lo seguía. De día, nerviosamente, la buscaba tras todos los brusqueros. O metida en el hueco del tronco de los gigantescos higuerones. De noche soñó dos veces con ella. Velluda y lasciva. Con su carne prieta que imaginaba igual a la leña rojiza de los figueroas.

Tan vivamente soñó que al despertar –poniendo un poco en ello de su burla de siempre– se acarició solitario.

–Bará que se mi ha parao. ¿Qué haría la Sarvaje trancada con este pedacito?

Con furia. Como en el tiempo en que se metía debajo de la escalera a aguaitar bajo las faldas de sus hermanas. Cuando era muchacho.

El árbol se estremeció. Cuando Viviña se sintió marear –"Ar fin, casi es lo mesmo que er sapo de ellas..." una lechuza graznó. Follaje arriba de su cabeza.

***

Al cuarto día cruzó un río. Río Verde –pensó–. Era un canalón de verano. En invierno se llenaba. Ahora estaba medio de agua lamosa. Cubierto de una capa de baba pestilente.

Del otro lado estaba la montaña. Bejuco. Bejuco. ¡Qué arbolazos! Y el silencio negro debajo.

Viviña había estado allí sacando madera. Pero no solo. ¡Ahora le pareció un brusquero enorme y cerrado! Donde no le daban muchas ganas de penetrar.

–¡Ahí tarbés ta la Sarvaje!

Se quedó en la orilla de Río Verde.

Toda su vida se acordaría de la tarde que pasó allí. Sentado en un tronco caído. En una playita.

El silencio le daba miedo.

La quietud del brusquero gigante tras el cual había quién sabe qué...

Toda la gente tan lejos. El agua verde acostada con los brazos abiertos. Se aclimataba el prodigio... o enloquecía.

¿Con quién hablar?

***

De noche oyó rugir al tigre. La bestia lo olía. Viviña lo olió también. A verraco. A perro sarnoso. A meao podrido.

En casa ajena no se hace bulla. Y allí se estuvo. Quedito. Sin palabras. Con la lengua seca y la boca salada.

El matapalo de muchos troncos era espeso y rumoroso. Quizás eso lo salvó. El tigre se contentó con un mono. Un mono alto, alto, que estaba agazapado más abajo de Viviña. Un mono igual a un negro. De barbas temblorosas. Y que del miedo gemía como un niño.

Saltó el tigre. El bultazo rompió el ramaje. Le pareció grande como un chumbóte o un burro.

A la madrugada lo despertaron gritos de pájaros que no conocía.

Empezaba a temer la montaña. Cuando clareó bajó al suelo a beber. El agua inmunda le dio asco. No había otra cosa. ¡Y el susto da sed!

¿Y la Salvaje? Nada.

Cada vez creía más que todo era un cuento. Rompió el bejuco a machete. Se cansó. Pisaba con temor la hojarasca: "por si aca una rabo e güeso..." Avanzaría sin abrir camino. Deslizando su cuerpo ágil. Entre las enrevesadas atarrayas vegetales.

Desayunó zapotes que sabían a yerba. Comió guabas y cauges.

Al mediodía, de un garrotazo mató un armadillo. Encendió una candelada y lo asó en su misma concha.

Pensó que no pasaría otra noche como la anterior expuesto al capricho del tigre. Encendería fuego y pasaría despierto.

***

¿Cómo se durmió en tierra? ¿Vino el sueño del olor agreste de las frondosidades de los árboles desconocidos? ¿Fue sólo el cansancio?

Allí estaba. Caído como un tronco más. Rotas las raíces. Tumbado de espaldas en las hojas secas: Inmóvil... Y al despertar...

¡La Salvaje!

Unos brazos ¡Qué brazos duros y blandos a la vez, como el caucho! Una boca. Un caimito succionante y pegajoso, que chupaba activo y de repente cesaba; se dejaba; parecía nada más ya que la pulpa dulce de una rara guanábana sin pepas.

Y un peso encima. Se iba dando cuenta. Los pechos –era verdad lo que contaban– eran redondos y tibios. A Viviña le recordaban los de una longa, criada en el pueblo y que fue suya.

Se notó echado de espaldas. Apoyados los ríñones en una raíz de higuerón.

Ese vientre en movimiento.

Y la sensación chupante y ruda del centro de esos muslos que lo envolvían con avideces de culebra. Y vino el mareo de amor.

Pero entre esas caricias cada instante más multiplicadas y feroces que en el extremo vibrátil de su ser le dolían y las gozaba, ¿qué sentía?

¡Ah! ¿Por qué?

Los brazos amantes le apretaban el cuello. Se ahogaba. Había tenido todo el rato los dos ojos de "ella", negros y llenos de luz llameante frente a los suyos. En la angustia los vio borrarse y perderse en el apretón.

–No. Suerte... No.

Las palabras no sonaron. Tabletearon como martillazos dentro de su cerebro. Ya no se defendió. Ella encima, cálida, lo envolvía. Se le entretejía con brazos y piernas. Por los besos entraba en él el jugo de la montaña.

Y todo, todo, se le volvió confuso, turbio. Menos la palabra extendida, inacabable, que le retumbaba dentro:

–¡La Sarvaje!

 

1930

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Misterio y Terror