para Angel F. Rojas
1
El muchacho averiguó:
—¿Y usted, señora, tampoco tiene familia?
—Estoy íngrima en el mundo desde que me dejó el difunto ¿y vos?
—Lo mismo.
Callaron un momento. Ardía el suelo rojizo, polvoriento, reseco, de la cantera. A plan estaban sentados.
Junto a ellos crecía lentamente la ruma gris de piedra número dos, conforme la iban picando.
2
Había sido poco después de empezar. Cada cual por su lado sudaba. El polvillo que saturaba el aire, sobre la piel húmeda se volvía masa en el cuello, en la cara. Los lentes negros con que defendía sus ojos el chico, le daban un aspecto de calavera.
—¿Como pica sin lentes? Se puede hacer tuerta...
—No tengo para comprar...
Al golpe de los martillos las piedras sonaban como si fueran de cristal. La trituradora mecánica comenzaba a rugir allá abajo, junto a la cerca, bajo su cobertizo. El chico se fijó en que, en los extremos de los ojos, ella tenía dos amarillas lágrimas de pus, que limpiaba con la manga del traje a ratos.
3
Estaban tan próximos que seguían conversando.
—No se avanza.
—¿Para cuándo calcula su metro?
—Para pasado mañana.
—¡Y es uno veinte no más lo que pagan!
En las paredes pétreas, mordidas por la dinamita y el pico y la lampa, la luz del día arrancaba coloridos
tornasoles. Pardo cascajo, piedra blanca, piedra roja, azul gris, en vetas, estrías de un músculo sin pellejo. Crecían malvas en los rincones donde el trabajo estaba abandonado. Arriba de la cortadura gigante que era la cantera, encrespaba el viento la salvaje melena de los algarrobos. Ella sugirió:
—Si juntáramos las rumas podríamos cobrar el uno veinte hoy día.
—Juntémosla, ¿a medias?
—A medias.
Con una lampa, arrojada por ahí, y que fue a recoger el muchacho, empujaron los dos montones pequeños hasta fundirlos en uno más grande.
4
—¿Vos cómo te llamas? —Benito.
—¿Benito de qué?
—No sé. ¿Y usted?
—Juana Soto.
—Ajá.
A cielo despejado el calor asfixiaba. Cuánto costaba cada piedra. Se hacía tarde. Al terminar de romper las piedras grandes a certeros martillazos, reduciéndolas a un tamaño uniforme casi —tamaño número dos— extendían la mano para coger una nueva. Cerca había montones de piedra de base.
—Y antes que es blanca: la azul es más dura.
—Y peor la de granito.
5
Benito volvió a fijarse en la picapedrera. Vestía ella una bata andrajosa, oscura de mugre. Al agacharse martillando, frente a él, por el escote, le veía los pechos flácidos y caídos. ¡La cara, aunque pálida, lucía vestigios de belleza; pero los ojos!
—¿De qué tiene las vistas enfermas?
Juana se pasó la manga, limpiándose vivamente.
—Del polvo de la piedra, como no tengo anteojos.
El roncar de la trituradora llenaba el silencio. Percibíase distinto, en el jadear enorme, el zumbido del "Diesel" y el golpe bruto del mazo contra las piedras que le echaban en la fauce. A ratos callaba, cuando tras una masticación demasiado fuerte, se le entorpecía su dentadura y se la tenían que limpiar. Entonces hasta la cantera, soplos de brisa traían la voz rumorosa de Guayaquil.
6
—Dizque van a pavimentar la ciudad: habrá mucho trabajo aquí en las canteras; vendrán camiones.
—Desde tiempísimo andan diciendo lo mismo.
Ahora sí fue cierto: al patrón le han dicho.
—Pero ¿te crees chico que será mucho? ¡Cuando más el centro será lo que arreglen; y eso con poco! Y aun cuando fuera todo: uno no es el que gana...
—Pitó la Proveedora: a alzarnos.
—Sí.
De las faldas del cerro se venían los trabajadores: taladradores, barreteros, lamperos. Otras mujeres y muchachos que picaban piedras más allá, se levantaron. Calló la máquina. El rumor de la ciudad crecía o cesaba según el viento.
7
—Vamos.
—No.
—¿Por qué?
—Aquí no cierran a la hora de almuerzo, no tengo ni medio ¿a qué salir?
El sol cenital convertía el hueco inmenso entallado en el Santa Ana, en un horno de luz y calor. Un gallinazo volaba hacia los algarrobos de la altura: única mancha negra en el campo celeste.
Estaban los dos sudados y cansados. Las caras llenas de tierra. Juana tuvo una ternura para el chico mísero.
—Ven no más: yo tengo un real, comeremos guineos.
Salieron.
8
Rodar febril de las horas calientes del mediodía. Han vuelto al trabajo con todos. Ronca interminable la máquina. Se agitan hombres y mujeres alrededor de ellos, como muñecos. No los comprenden. ¿Por qué se mueven? ¿Qué hacen?
No tienen nada qué decirse. En la mañana es diferente: no cae este baño de llamaradas estupefacientes. Sólo una cosa piensan, martillando incansablemente piedras, piedras, piedras.
—El metro...
—El metro para comer esta tarde.
Una vasta sensación de angustia se exhala como un vaho de la tierra, de los hombres, de las cosas. Una carreta vacila en los altibajos del cerro, cargada de material pesado. La mula que tira de ella, pone en tensión su musculatura toda. La voz asoleada del carretero retumba, mientras menea el boyero con que le hace cruces de mataduras en el lomo.
—¡Mula! ¡Mulaa! ¡Mulaa hija de perraaa!
Afuera, distante y quebrada, la voz de un vendedor de dulces, chilla:
—¡Cocada y melcochaa!...
9
—Patrón, allí está el metrito. A ver si, aunque no sea sábado, nos da algo...
—Si ¿Cómo no? Y qué bien se aconchaban ustedes para el trabajo. Vengan a la oficina.
Refresca el aire. En sus pesebres las mulas comen. El janeiro echado frente a ellas, huele tiernamente.
Salen contentos: les duelen todos los miembros, los callos de las manos les arden, aumentados. En el bolsillo les suenan los seis reales.
Un plato de caldo, en el que nadan papas y en cuyo fondo turbio descansa un concho de arroz. La chingana estaba llena.
Comieron juntos y salieron. Benito se encasquetaba la gorra. Quería decirle algo a su amiga del día. Caminaba hacia la ciudad, por el polvoso camino crepuscular. El Salado parecía fuego líquido. Tras ellos, el agua dormida de la tarde tranquila se apagaba. En las chozas de los cholos, se veían fogones con candela destacándose en la noche naciente. Por la parte baja del barrio cañizo, la marea del Estero que hasta allí entraba, al retirarse dejaba camas de todo: las ranas comenzaban a cantar.
10
—Oiga.
—¿Qué?
No prosiguió. De súbito le había invadido al chico rara turbación. Se sintió hombre y la sintió mujer. El frío de la noche de verano insinuaba la proximidad de un cuerpo cálido.
Sus formas femeninas se dibujaban en la penumbra violeta, prestigiándose. Al mirarle la cara le notó limpios los ojos y dulce la boca. Tuvo miedo de solicitar lo que quería. Juana insistió:
—¿Qué decías?
—No tengo a dónde ir a dormir...
—Vaya: vos eres chico, ven a mi cuarto.
—No. La gente hablaría. Yo ya estoy grande...
Juana rió a medias.
—¡Qué cansada estoy! No seas tonto. Anda. Eres chico. Ven.
Benito recordó los muelles de donde lo arrojaban a golpes, los rincones de las callejuelas lóbregas de la Quinta Pareja donde se refugiaba a veces, las Bombas de donde también era expulsado. Juana mintió convenciéndolo:
—Vivo con una comadre que es lavandera.
—¿Y por qué no es usted lavandera también?
Ella se quitó el trapo con que, durante el trabajo, defendía la cabeza del sol.
—El difunto era barretero en esta misma cantera, trabajábamos juntos, estoy enseñada.
Entraron.
11
Desde ese día fue así. Benito tenía trece años; Juana, veintiocho, aunque los trabajos la hacían aparecer más. Trabajaban juntos y juntos aguantaban la vicia parra.
No se sabía cuáles relaciones eran las que los unían. Al verlos pasar acompañándose, por la puerta de la chingana del barrio, Maruja, la chinganera, murmuraba:
—Pero qué corrompida la Juana: no encontraría para vivir más hombre que ese chico...
Un chófer que bebía fresco de tamarindo, gritó hacia afuera, a su camión:
—¡No pite oficial, que me desgasta la batería, no pite, maldita sea!
Bajó la voz:
—No crea, Maruja —dijo—, los hombres somos perros, más mejores son los muchachos. Y sobre todo ¡qué caramba! Todos dos tenían hambre.
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