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Joaquín Gallegos Lara

"Er sí, ella no"

Biografía de Joaquín Gallegos Lara en Wikipedia

 
 
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Er sí, ella no
 

I

Contra la hoja del machete, empañándola con el aliento, tendido en el fondo de la canoa, decía palabras de cólera, de odio, de pasión.

El agua del río era de oro sucio. Herida por la luz solar partíase en millares y millares de espejos de cobre pulido. La canoa balumosa se movía con el chis-chas de las leves olas en sus costados.

De la orilla seguramente la creerían vacía.

Acostado en el fondo, Chombo se dejaba llevar aguas abajo.

Sin dirigir a la caprichosa, besando y hablando al machete:

—Erej vos er fiel. ¡Er limpio! ¡Como er cariño que lei tenido! Y con vos vo a cobrármelas... Amarraos quisiea cogerlos...

Bajaba la marea. La canoa iba a favor. Del cielo sin nubes el sol caía en plomada. Bajo el ramaje, entre las barbas del bejuco, amontonábase la sombra azul.

—Esgraciao...

Se levantó y envainando el machete empuñó el remo. Dirigida, la canoa levantó su seno embreado de guachapelí. A poco varaba en una playita.

Una vez varada la canoa se metió entre los mangos. Sus pies desnudos parecían alados. Ni un rumor arrancaban de las hojas muertas.

Vio su casita entre lo verde, por el lado de atrás. El lavadero de tablas. Debajo del piso un tronco a medio leñar, con su hacha clavada en él, colgado de unas estacas se secaba un chayo. Sombra floreada de luz y desgarrada por el ronquido de los chanchos que hozaban por allí.

—¡Nuei de vorver a ver esto! ¡Tengo quirme! ¡Tarbés hacesme vaporino! Rodar quién sabe pa onde...

Los debía matar. Sí: a él, afuera, en la manga real, como hombre.

A ella, como a una perra. Adentro, en cualquier parte.

Se escondió porque veía amarrado a la puerta, por el otro lado, el caballo de Juan...

Un vuelo de catarnicas pasaba rozando los pechiches. Los olleros silbaban y silbaban. Como llamando a un viajero imaginario. Tibiamente el sol pegaba horizontal sobre la muralla alta de los cañales.

 

II

—¡Juan!

—¡Chombo!

—¡Baja der caballo! Quiero peliar con vos. ¡Jalarme ar puñete, ar machete, quiero bebeste la sangre!

Entrecortado y nervioso; lenta y opaca la voz hablaba. Lo había esperado afuera.

Y se encontraban. Lo inevitable tras el engaño hacía meses.

—Aguajda... ¿Por qué?

—Vos lo sabes... No hagas er candilejón... No me insultes más u te vo a matar pior quia culebra...

—Pero...

—¿Y Chabela? ¿Chabela? ¿Dónde vienes ahoritita? ¿Onde has estao todoi mardecido, hijo e perra? crees que no tei visto...

Los insultos le azotaron la cara esta vez. Era como cruzar a pie un brusquero de plazartes. La sangre le corrió más fuerte. Tal que al salir con frío de tembladera, un lapo de mayorca.

—Güeno pué: De vos es la culpa...

Juan en tierra.

La tarde había cerrado. Las masas negras de la huerta envolvían todos lados. La vuelta de la manga era propicia.

—Tamo sólidos, po aquí naiden pasa.

Sin hablar más enrollaron los ponchos y desenvainaron.

—¡Guarda er jierro!

Desarrugaban las caras. Salpicaron las burlas como espumas de aguaje en barrancos demasiado altos. Los grandes rabones tocaban arrebato.

—Para u t'ensarto.

—Ejta pa vos.

Un choque enorme. A tajos gigantes. Amenazando ya la frente, ya los pies. Alzándose, bajándose, engañándose; siempre ágiles a pesar del peso.

Canción del acero. Del músculo de caucho. Canción de los senos de ella, broncíneos y veteados de violeta, terminados en punta palorosa.

La chispa en la sombra. El sudor chorreando y mezclándose al vértigo como un tibio claro de jora que anublase la cabeza.

La rabo de hueso que salta con bruscos coletazos negros en los ojos traidores de la mujer.


III

Tac... Tac.. Tac...

Resonaban rápidos los cascos sin herrar en la tierra blanda.

Chombo había vencido. Se mareaba.

Una plasta de vaca traidora. Juan perdió pie, agitó los brazos desesperadamente y descubriéndose.

Chombo quiso parar. No era así como quería matarlo. Fue tarde.

—Me jodist...

La punta que se robaba toda la luz errante de la noche pálida, se bañó desnuda en el río de la noche roja de la sangre. El pescuezo quedó cortado más de la mitad.

—¡Leí volao er pescuezo, caracho!

Entre borbotones estertoraba ronquidos.

Chombo se arrodilló a su lado. Le alzó la cabeza. Le miró los ojos en blanco y experimentó una sacudida a sus sacudidas. Ya no le tenía odio.

Lo dejó descansar en el suelo y se palpó la camiseta empapada, pegajosa. Sentía coágulos en el vello del pecho y pringues en la cara. Guardó el machete sin limpiarlo.

Le dio horror la sangre y asco del muerto.

Cogió de la rienda el caballo del otro y montó. Su cabeza era un incendio en la montaña.

Los casos del caballo sonaban; sonaban no sabía si en la tierra, en el aire, en el monte o dentro de él.

Tac... Tac... Tac.


IV

Llegó a la orilla del estero. Era tarde de la noche. No hacía frío. Más bien un vaho cálido se alzaba del monte veranero tostado de sol en los días.

Las estrellas se agachaban p'abajo.

Un gran silencio.

¡Y qué angustia! ¡Qué dolor de cabeza! ¡Qué asco!

Se quitó la cotona desgajada y la echó a un lado junto al poncho. Se arrancó casi la camiseta. Desnudo se tiró al agua.

Nadaba firme. Había nacido nadando o lo creía. Y el agua fresca confortaba su fiebre.

La sangre sucia se le fue desprendiendo y sin saberlo le parecía purificarse. Se abría lejos; sin temer a los lagartos. Ni revesas ni palizadas.

Se hundía en las pozas, abajo, muy abajo. Donde el agua es lamosa "como pellejo e camarón" y aprieta "como tenaza de cangrejo".

Y pensó en ella.

... Por ella había matado. Se había esgraciao y le daba miedo pensarlo. Mas: ¿lo valía ella?

¡Ah! sí: lo sentía. A pesar de todo se volvía a su recuerdo como las guantas heridas a los brusqueros donde anidan.

La evocaba. Braceando en contra para aturdirse en la furia continua de la correntada.

Tuvo palpable y ruda, la sensación de la mujer, de sus manos suaves que le alizaban el pelo arisco.

— Zambo...

Y la dulzura de esa boca le fue necesaria como el agua para la sed.

Entre la tibieza líquida — ¿era fría? ¿era tibia aquella agua del
estero a media noche? — su carne se levantó llamando a las caricias de siempre. Estaba cerquita de la casa. Conocía: hacia el lado ese del haz de caña brava. A una cuadra quizás.

Nadó al sitio donde dejara la ropa. Se puso el pantalón y lo demás lo amarró al pesado machete y lo arrojó al fondo.

Estuvo en la casa. Subió los cuatro guacayes que eran los
escalones.

Empujó la puerta junta... Buscaba a tientas. Teniendo cuidado de no hacer ruido al pisar las cañas del piso.

Al fin llegó a la tarima donde dormían.

Tanteó encima. Ella estaba virada de lado. Cara a la pared.
Tapada hasta la cintura con una frazada. En su mano topó la tersura de la nuca. Se tendió a su lado, a lo largo de ella, con la boca junto a su oído.

— Chabela.

— ¿Eres vos, Chombo? Mi has asustao...

Pasó su brazo bajo el cuerpo de ella. Le cogió por dentro de la
camisa los senos en las palmas de las manos...

— Aguajda — dijo ella — quitando la frazada y dándole los labios al ponerse sobre la espalda.

Preguntaba:

— ¿Cómo has llegao?

— Dende que vendí la fruta.

— Mi había quedao dormida. Jue con vaciante ¿no?

El movimiento hacía sonar el piso. Las mentes se apagaban de placer.

— ¿Acabaste, mijito?

Le habló él sordamente. Estando aún enlazadas sus carnes desnudas.

— Oye, Chabela... Voj eres una puta. Pior quiuna perra. Pero te
quiero, te quiero muchísimo. Por vos mei esgraciao... Por vos hei rnatao a Juan... Ar que me robaba esto...

La sintió saltar como lisa en atarraya. Al choque se desprendió el lazo de carne que los unía. El aliento caliente de ella se le vertió en la cara.

— Mardita sea, .. ¿Qué ices?

— Que luei matao... A Juan, a Juan, Ar que me robaba esto — la
nerviosa mano le apretaba entre las piernas — y hay que fugar. Ar
Guayas... Lejos. Lejos... Onde sea... Hay que fugar.

Un pájaro, entre el monte, a distancia, cantaba:

— Bujío...

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