En ese día, como en cualquier otro, tenía poco que hacer. Habiendo perdido para él la ciudad el encanto de lo nuevo, la pisaba sin verla. Sentía, mientras daba pasos cortos con las manos metidas en los bolsillos del impermeable, que necesitaba estar loco. Porque sentirse no es suficiente. Sí, loco. Para romper algún gran cristal de un escaparate o dar un empujón a alquien en el momento en que se acerque veloz un automóvil. Hacerlo y pensar luego: Bueno, es que estoy loco, no es que sea malo.
Estaba cansado de sí mismo, cansado hasta la desesperación, no hasta la muerte. Fue así que anduvo entre horas que no sintió. Se hizo noche. Entonces pensó que debía comer algo; y la mesa, el mantel, el vaso de leche, todo fue como si no hubiera sido un rato después. Porque nada se detenía dentro de él. Luego se asombraba de lo que hacía. A veces se percataba de que estaba comiendo, o bien de que sus dedos estaban abotonando sus ropas; entonces se decía: ¿por qué?, ¿para qué? O luego en la calle, de pronto, detenía su marcha, porque no tenía caso seguir moviendo los pies. Había oído decir que las gentes, que todos esos hombres que pasan junto a uno con pasos rápidos, que todos, todos, llevan al fondo de ellos mismos un resorte. Una mujer. Alguna mujer por la que hacen o deshacen su vida. ¿Qué mujer hay tras de mí? ¿Hay algo tras de mí?
Entonces era mejor estar loco. Pero ya debía tener mucho rato allí, en esa esquina, parado. Las gentes se iban cambiando. Ya eran menos. Llegaban solas, o en parejas, o en grupos, hablaban un poco, reían. Pasaba el tranvía o camión que esperaban, se iban. Miles y miles de gentes haciendo eso en miles y miles de esquinas. Y eran felices. En la otra acera, muy alto, había un enorme disco luminoso anunciando cerveza. Se prendía, se apagaba. Se fastidia uno de ver por muchos minutos tales anuncios, parece demasiado maquinal, resulta estúpido. Y sin embargo no se cansan de esperar en una esquina y actuar como un anuncio luminoso. La noche. El día.
Entonces vio cómo su mano buscaba en su bolsillo el dinero suelto hasta juntar las tres monedas con que pagó al cobrador del tranvía. Cerca estaba un lugar vacío. Se sentó. Pegado de los brazos a gente desconocida.
Rara vez viajaba en tranvía. Ese ruido que produce tiene algo aplastante para el espíritu, sobre todo de noche. Esa lentitud, ese rechinar de las ruedas, todo se va mentiendo en la cabeza.
En ese momento podía dar de gritos. Es divertido espantar. Posiblemente la mujer que tenía enfrente se desmayara. Realmente nada le impedía levantarse súbitamente y proferir alaridos y carcajadas. Se sentía capaz de hacerlo.
Los anuncios luminosos habían desaparecido. La calle se hacía más oscura. Sólo en las esquinas, en las paradas, un poste con un sombrero de electricidad. Mujeres y hombres esperando. La máquina se detuvo. Miró entonces claramente el vidrio que tenía enfrente, su rostro reflejado en él. Sus ojos no acababan de perfilarse, más bien resultaban unos huecos negros.
Me veo igual que en mi sueño. Luego se fijó en una mujer gorda que ascendía al interior. Tenía un aspecto de hostilidad. Bien, para él todo lo había tenido esta tarde. Un paseo solitario en medio de tristes pensamientos, un estado de depresión y amargura, un mucho de incertidumbre. Mentalmente había reñido con todo mundo, consigo mismo. Nadie le hizo caso. Siguió andando calles aburrido de llevarse dentro de sí. Los parques no le interesaron, no se detuvo en ninguno. Las hojas se estaban yendo de las ramas, hacían en el suelo una alfombra llena de huecos. Pero él llevaba en ese momento la belleza de la vida sumida en estiércol. Y los sueños no resultaban más que inútiles abortos mentales.
Ahora, ahí sentado, encendiendo un cigarrillo, volvió a ver su imagen.
¿Pero, qué sueño? ESto me recuerda un sueño, sí, sí, ¿cómo era?, ¿qué pasaba?
Miro a su alrededor. Conocía a las gentes, a todas. No sabía quiénes eran, pero ya, otra vez, en un sueño las había tenido junto. Más como instinto que como recuerdo iba hilando, esas gentes, ese tren, esa noche. Pasaba o pasó algo torturante. Una sensación ¿de qué?... un terror. Sus dedos se enterraron en sus palmas. Hay un momento, en ciertas noches, que parece que no va nunca a haber otro día.
La cabeza le pesaba. Un sueño, una pesadilla. Se perfilaba ante sus ojos como un muñeco ridículo, angustiado. Llevaba la garganta reseca, fastidiada de nicotina.
El tranvía se detuvo. Ahora iba a subir un hombre grueso, conduciendo a un niño anormal. Lo supo antes de que se abriera la puerta y ellos entraran. Vinieron a pararse junto a él. Se estaba cansando de querer adivinar qué venía después. Y no quería ver a esa criatura que alteraba sus nervios con sus contorsiones.
Por fin se fueron. Algunas gentes en los asientos de adelante iban a bajar. Ellos ocuparon sus lugares. Había que recordar, porque ello implicaba algo importante. Aunque en forma velada quería evitarlo, huirle. Pero se sabía solo, sin huída. Apresado por todo eso que había hecho y dejado de hacer en los años que había vivido. Uno se encadena a todo y no se sostiene de nada.
Una calle siempre termina en una esquina, en una parada. Alguien espera en ella. Se pasaron varias. Corría con mayor rapidez. Nadie subía desde hacía rato. Miró a sus lados: los asientos estaban casa vacíos, tres, cinco personas. Aquel hueco que habían dejado pesaba tanto como si se hubieran muerto los que antes lo llenaban.
Entonces, precipitadamente, recordó. Era el mismo tranbía de sus sueño. Iba en él -como ahora- por horas y horas. No bajaba porque no tenía a dónde ir. La máquina se fue vaciando. Él estaba hipnotizado, viendo su rostro en el vidrio. Una cara medio en bosquejo, casi sin ojos. El fondo, por el movimiento, daba la sensación de ser un vacío. Se cansó de llevar la vista fija, movió la cara. Entonces, aterrado, advirtió que no había nadie en el vehículo. Hasta el conductor había desaparecido. Se levantó y fue de un extremo a otro, lleno de angustia, buscando. Estaba solo, como siempre, como todos, pero ahora sin nadie junto. El tranvía corría, corría, nadie esperaba. No había parada. Esquinas y esquinas, cada vez más negras, más vacías. Volvió a su mismo lugar y tomó asiento. Contempló el vidrio y su cara ya no apareció en él. Dio un brinco, palpó la superficie. Nada. Estaba fría, fría. Esquinas y esquinas. Corrió a la puerta y la sacudió. Al llegar al fin de la calle la máquina se detuvo. La puerta se abrió. Quedó a su vista una calle solitaria, desconocida, y le dio miedo descender. La puerta se cerró, se siguió la marcha. Ahora paraba en cada esquina. Compemplaba desconcertado el escalón de salida, la calle. No bajaba.
Ese había sido su sueño. Muy lejano, pero lo estaba recordando como si hubiera despertado de él en ese instante. El ruido de los frenos, su chirrido, lo sacudió. Había solamente un pasajero más. Debo bajar antes que él. Pero algo lo detenía, lo sujetaba a su asiento. Pronto, muy pronto ese hombre bajaría. Lo logró. Bruscamente corrió hacia la puerta, pidiendo que le abrieran.
-¿Se le pasó su parada? - preguntó el conductor.
Él lo vio.
-No, aún no. No es mi hora. Se necesita una mujer, un resorte, usted sabe...
La cara del viejo conductor no expresó nada. Conocía a mucha gente. Viajaba de noche. Abrió la puerta.
(1945) |