Antonio Pujía eligió, al azar, uno de los bloques de mármol de Carrara que había ido comprando a lo largo de los años.
Era una lápida. De alguna tumba vendría, vaya a saber de dónde; él no tenía la menor idea de cómo había ido a parar a su taller.
Antonio acostó la lápida sobre una base de apoyo, y se puso a trabajarla. Alguna idea tenía de lo que quería esculpir, o quizá no tenía ninguna. Empezó por borrar la inscripción: el nombre de un hombre, el año del nacimiento, el año del fin.
Después, el cincel penetró el mármol. Y Antonio encontró una sorpresa, que lo estaba esperando piedra adentro: la veta tenía la forma de dos caras que se juntaban, algo así como dos perfiles unidos frente a frente, la nariz pegada a la nariz, la boca pegada a la boca.
El escultor obedeció a la piedra. Y fue excavando, suavemente, hasta que cobró relieve aquel encuentro que la piedra contenía.
Al día siguiente, dio por concluido su trabajo. Y entonces, cuando levantó la escultura, vio lo que antes no había visto. Al dorso, había otra inscripción: el nombre de una mujer, el año del nacimiento, el año del fin.
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