"Una industria que vive de la muerte" 2
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Una industria que vive de la muerte |
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- II - Figuraos un sonido seco, agudo, discordante, producido al parecer por un hierro que cae acompasadamente sobre otro hierro; un sonido que no produce vibraciones ni eco claro y determinado, en medio del silencio de una noche, durante la cual se adormece triste una población aterrada por una gran calamidad. El cólera habita en nuestro barrio, y el barrio entero batalla con él sumergido en el silencio y en la oscuridad. Parece que el sueño eterno a que tantos se entregan, ejerce letal contagio sobre los que velan en el insomnio a la vida. Todo calla en el barrio: se padece sin ruido, se muere sin ruido: se cura en silencio: enmudece el dolor, el llanto, la desesperación: la plegaria se piensa solamente, y la esperanza no sale del corazón a los labios: el remedio no se pregunta; ya se sabe: el síntoma no se consulta; ya se prevé. Todo, desde la locuaz aprensión hasta el charlatán que cura sin diploma, calla esa noche. Pero se muere en cambio todo: cuando hay silencio es siempre mucha la actividad. El paciente se contrae en su lecho; se enrosca como para quebrarse y concluir de una vez: la naturaleza quiere hacerse pedazos y se sacude en movimientos convulsivos: el aprensivo corre de aquí para allí, como si errante pudiera evitar que el cólera le encontrase; el hermano, la esposa, el hijo del que ha muerto o del que va a morir, entran y salen de habitación en habitación, acumulando medicinas oportunas y recursos desesperados: el cura no se detiene junto al lecho del difunto; sale después de murmurar la oración y se dirige a otro, y después a otro, y a muchos en la noche: el médico entra, pulsa, mira, escribe tres líneas, y hace un gesto de esperanza o de duda; baja y sube de nuevo; y en la noche entra, pulsa, escribe, espera y duda infinitas veces. Todo el barrio se mueve; pero calla a la vez. Mil emociones se chocan; mil dolores son ahogados; mil lazos de amor y familia se quiebran; mil almas vuelan; pero todo esto se verifica en silencio, en medio de una calma horrorosa, en medio de un movimiento automático y vertiginoso. Todo el barrio se mueve; pero calla a la vez. Sólo un ser (¡fatal excepción!) descansa y ronca en esta noche de muerte: es la partera. En tales noches no nace nadie. Pues bien, en medio de esta callada agitación se escucha un sonido seco, agudo, monótono, acompasado, producido por un hierro que percute sobre otro hierro. Al instante comprenderéis que una mano diabólica se ocupa en clavar las tablas de un ataúd; es la mano del fabricante de cajas de difunto que explota laboriosamente una industria que vive de la muerte; es el trabajo que busca la riqueza en el cólera, y cada vibración de aquel hierro indica un poco de oro conquistado a la miseria. Del seno pestilente de una epidemia nace una industria, y multitud de artesanos ganan el sustento. ¡Industria fatal que florece al abrigo de la muerte! Mientras esa industria adquiere pasmoso desarrollo, el lúgubre martilleo que muestra su actividad nos horroriza: cada movimiento de ese péndulo fúnebre indica un paso hacia la otra vida: cada ataúd fabricado indica un aliento extinguido: cada obra concluida es una muerte. Esos golpes traen a nuestra mente extrañas imágenes, y entre ellas, nuestra propia imagen el día en que aquel martillo nos labre el mueble fatal: vemos reunirse las mal pulidas tablas, tomar forma de trapecio: las vemos alargarse según nuestra talla, y estrecharse de un extremo presentando una forma repugnante: vemos que se desarrolla una tela negra, se repliega y las envuelve: vemos unos galones amarillos adaptarse a las aristas: vemos una articulación y una tapa que cubre el interior y una llave dispuesta a encerrarnos en aquel recinto por una eternidad: vemos la tumba en toda su repugnancia subterránea: sentimos el peso de la tierra: nos estremece el roce de esa fría tela de raso que nos adorna interiormente, y el peso de una mano tremenda, de una losa de mármol cuya inscripción llama al transeúnte: adivinamos sobre todo esto la corona de tristes flores que se secan adornándonos; presentimos la Misa y el Requiem; presentimos la mirada indiferente del revisador de epitafios, y adivinamos la naturaleza entera sobre nosotros sin que podamos verla: sobre nosotros cae el rocío; pero no nos refresca: sale la luna; pero no nos ilumina: sobre nosotros llora alguien; pero no sabemos quién es: vemos la muerte, en fin, representada en su parte de tierra, descomposición, lágrimas, exequias; representada en lo que tiene de este mundo. Nuestra imaginación llega a este punto por el ataúd, y llega al ataúd por ese pavoroso sonido que lo fabrica; por ese ruido metálico, agudo, penetrante, monótono que turba el silencio del barrio. ¡Qué horrorosas notas! Decid, señores músicos, Palestrina, Händel, Mendelssohn, cuándo habéis llevado la imaginación hasta ese punto. ¿Hay en vuestras cinco miserables líneas nada comparable a este dies irae cantado por un martillo?
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