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Benito Pérez Galdós

"Torquemada en la hoguera"

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Torquemada en la hoguera
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- IX -

Estaba el hombre fuera de sí, delirante; y sin echar de ver que la vieja se había largado a buen paso de la habitación, siguió hablando como si delante la tuviera. «Espantajo, madre de las telarañas, si te cojo, verás... ¡Desacreditarme así!» Iba de una parte a otra en la estrecha alcoba, y de ésta al gabinete, cual si le persiguieran sombras; daba cabezadas contra la pared, algunas tan fuetes que resonaban en toda la casa.

Caía la tarde, y la obscuridad reinaba ya en torno del infeliz tacaño, cuando éste oyó claro y distinto el grito de pavo real que Valentín daba en el paroxismo de su altísima fiebre. «¡Y decían que estaba mejor!... Hijo de mi alma. Nos han vendido, nos han engañado.

Rufina entró llorando en la estancia de la fiera, y le dijo: «¡Ay, papá, qué malito se ha puesto; pero qué malito!

-¡Ese trasto de Quevedo! -gritó Torquemada, llevándose un puño a la boca y mordiéndoselo con rabia-. Le voy a sacar las entrañas... Él nos le ha matado.

-Papá, por Dios, no seas así... No te rebeles contra la voluntad de Dios... Si Él lo dispone...

-Yo no me rebelo, ¡puñales!, yo no me rebelo. Es que no quiero, no quiero dar a mi hijo, porque es mío, sangre de mi sangre y hueso de mis huesos...

-Resígnate, resígnate, y tengamos conformidad, exclamó la hija, hecha un mar de lágrimas.

-No puedo, no me da la gana de resignarme. Esto es un robo... Envidia, pura envidia. ¿Qué tiene que hacer Valentín en el cielo? Nada, digan lo que dijeren, pero nada... Dios, ¡cuánta mentira, cuánto embuste! Que si cielo, que si infierno, que si Dios, que si diablo, que si... tres mil rábanos ¡Y la muerte, esa muy pindonga de la muerte, que no se acuerda de tanto pillo, de tanto farsante, de tanto imbécil, y se le antoja mi niño, por ser lo mejor que hay en el mundo!... Todo está mal, y el mundo es un asco, una grandísima porquería.

Rufina se fue y entró Bailón, trayéndose una cara muy compungida. Venía de ver al enfermito, que estaba ya agonizando, rodeado de algunas vecinas y amigos de la casa. Disponíase el clerizonte a confortar al afligido padre en aquel trance doloroso, y empezó por darle un abrazo, diciéndole con empañada voz: «Valor, amigo mío, valor. En estos casos se conocen las almas fuertes. Acuérdese usted de aquel gran filósofo que expiró en una cruz dejando consagrados los principios de la Humanidad.

-¡Qué principios ni qué...! ¿Quiere usted marcharse de aquí, so chinche?... Vaya que es de lo más pelmazo y cargante y apestoso que he visto. Siempre que estoy angustiado me sale con esos retruécanos.

-Amigo mío, mucha calma. Ante los designios de la Naturaleza, de la Humanidad, del gran Todo, ¿qué puede el hombre? ¡El hombre! Esa hormiga, menos aún, esa pulga... todavía mucho menos.

-Ese coquito... menos aún, ese... ¡puñales! -agregó Torquemada con sarcasmo horrible, remedando la voz de la sibila y enarbolando después el puño cerrado-. Si no se calla le rompo la cara... Lo mismo me da a mí el grandísimo todo que la grandísima nada y el muy piojoso que le inventó. Déjeme, suélteme, por la condenada alma de su madre, o...

Entró Rufina otra vez, traída por dos amigas suyas, para apartarla del tristísimo espectáculo de la alcoba. La pobre joven no podía sostenerse. Cayó de rodillas exhalando gemidos, y al ver a su padre forcejeando con Bailón, le dijo: «Papá, por Dios, no te pongas así. Resígnate... yo estoy resignada, ¿no me ves?... El pobrecito... cuando yo entré... tuvo un instante, ¡ay!, en que recobró el conocimiento. Habló con voz clara y dijo que veía a los ángeles que le estaban llamando.

¡Hijo de mi alma, hijo de mi vida! -gritó Torquemada con toda la fuerza de sus pulmones, hecho un salvaje, un demente-, no vayas, no hagas caso; que ésos son unos pillos que te quieren engañar... Quédate con nosotros...

Dicho esto, cayó redondo al suelo, estiró una pierna, contrajo la otra y un brazo. Bailón, con toda su fuerza, no podía sujetarle, pues desarrollaba un vigor muscular inverosímil. Al propio tiempo soltaba de su fruncida boca un rugido feroz y espumarajos. Las contracciones de las extremidades y el pataleo eran en verdad horrible espectáculo: se clavaba las uñas en el cuello hasta hacerse sangre. Así estuvo largo rato, sujetado por Bailón y el carnicero, mientras Rufina, transida de dolor, pero en sus cinco sentidos, era consolada y atendida por Quevedito y el fotógrafo. Llenose la casa de vecinos y amigos, que en tales trances suelen acudir compadecidos y serviciales. Por fin, tuvo término el patatús de Torquemada, y caído en profundo sopor, que a la misma muerte, por lo quieto, se asemejaba, le cargaron entre cuatro y le arrojaron en su lecho. La tía Roma, por acuerdo de Quevedito, le daba friegas con un cepillo, rasca que te rasca, como si le estuviera sacando lustre.

Valentín había expirado ya. Su hermana, que quieras que no, allá se fue, le dio mil besos, y, ayudada de las amigas, se dispuso a cumplir los últimos deberes con el pobre niño. Era valiente, mucho más valiente que su padre, el cual, cuando volvió en sí de aquel tremendo síncope, y pudo enterarse de la completa extinción de sus esperanzas, cayó en profundísimo abatimiento físico y moral. Lloraba en silencio y daba unos suspiros que se oían en toda la casa. Transcurrido un buen rato, pidió que le llevaran café con media tostada, porque sentía debilidad horrible. La pérdida absoluta de la esperanza le trajo la sedación, estímulos apremiantes de reparar el fatigado organismo. A medianoche fue preciso administrarle un sustancioso potingue, que fabricaron la hermana del fotógrafo de arriba y la mujer del carnicero de abajo, con huevos, jerez y caldo de puchero. «No sé qué me pasa -decía el Peor-; pero ello es que parece que se me quiere ir la vida». El suspirar hondo y el llanto comprimido le duraron hasta cerca del día, hora en que fue atacado de un nuevo paroxismo de dolor, diciendo que quería ver a su hijo, resucitarle costara lo que costase, e intentaba salirse del lecho, contra los combinados esfuerzos de Bailón, del carnicero y de los demás amigos que contenerle y calmarle querían. Por fin, lograron que se estuviera quieto, resultado en que no tuvieron poca parte las filosóficas amonestaciones del clerigucho y las sabias cosas que echó por aquella boca el carnicero, hombre de pocas letras, pero muy buen cristiano. «Tiene razón, -dijo D. Francisco, agobiado y sin aliento-. ¿Qué remedio queda más que conformarse? ¡Conformarse! Es un viaje para el que no se necesitan alforjas. Vean de qué le vale a uno ser más bueno que el pan, y sacrificarse por los desgraciados, y hacer bien a los que no nos pueden ver ni en pintura... Total, que lo que pensaba emplear en favorecer a cuatro pillos... ¡mal empleado dinero, que había de ir a parar a las tabernas, a los garitos y a las casas de empeño!... digo que esos dinerales los voy a gastar en hacerle a mi hijo del alma, a esa gloria, a ese prodigio que no parecía de este mundo, el entierro más lucido que en Madrid se ha visto. ¡Ah, qué hijo! ¿No es dolor que me le hayan quitado? Aquello no era hijo, era un diosecito que engendramos a medias el Padre Eterno y yo... ¿No creen ustedes que debo hacerle un entierro magnífico? Ea, ya es de día. Que me traigan muestras de carros fúnebres... y vengan papeletas negras para convidar a todos los profesores.

Con estos proyectos de vanidad excitose el hombre, y a eso de las nueve de la mañana, levantado y vestido, daba sus disposiciones con aplomo y serenidad. Almorzó bien; recibía a cuantos amigos llegaban a verle, y a todos les endilgaba la consabida historia: «Conformidad... ¡Qué le hemos de hacer!... Está visto: lo mismo da que usted se vuelva santo, que se vuelva usted Judas, para el caso de que le escuchen y le tengan misericordia... ¡Ah misericordia!... Lindo anzuelo sin cebo para que se lo traguen los tontos».

Y se hizo el lujoso entierro, y acudió a él mucha y lucida gente, lo que fue para Torquemada motivo de satisfacción y orgullo, único bálsamo de su hondísima pena. Aquella lúgubre tarde, después que se llevaron el cadáver del admirable niño, ocurrieron en la casa escenas lastimosas. Rufina, que iba y venía sin consuelo, vio a su padre salir del comedor con todo el bigote blanco, y se espantó creyendo que en un instante se había llenado de canas. Lo ocurrido fue lo siguiente: fuera de sí, y acometido de un espasmo de tribulación, el inconsolable padre fue al comedor y descolgó el encerado en que estaban aún escritos los problemas matemáticos, y tomándolo por retrato que fielmente le reproducía las facciones del adorado hijo, estuvo larguísimo rato dando besos sobre la fría tela negra, y estrujándose la cara contra ella, con lo que la tiza se le pegó al bigote mojado de lágrimas, y el infeliz usurero parecía haber envejecido súbitamente. Todos los presentes se maravillaron de esto, y hasta se echaron a llorar. Llevose D. Francisco a su cuarto el encerado, y encargó a un dorador un marco de todo lujo para ponérselo y colgarlo en el mejor sitio de aquella estancia.

Al día siguiente, el hombre fue acometido, desde que abrió los ojos, de la fiebre de los negocios terrenos. Como la señorita había quedado muy quebrantada por los insomnios y el dolor, no podía atender a las cosas de la casa: la asistenta y la incansable tía Roma la sustituyeron hasta donde sustituirla era posible. Y he aquí que cuando la tía Roma entró a llevarle el chocolate al gran inquisidor, ya estaba éste en planta, sentado a la mesa de su despacho, escribiendo números con mano febril. Y como la bruja aquella tenía tanta confianza con el señor de la casa, permitiéndose tratarle como a igual, se llegó a él, le puso sobre el hombro su descarnada y fría mano y le dijo: «Nunca aprende... Ya está otra vez preparando los trastos de ahorcar. Mala muerte va usted a tener, condenado de Dios, si no se enmienda». Y Torquemada arrojó sobre ella una mirada que resultaba enteramente amarilla, por ser en él de este color lo que en los demás humanos ojos es blanco, y le respondió de esta manera: «Yo hago lo que me da mi santísima gana, so mamarracho, vieja más vieja que la Biblia. Lucido estaría sí consultara con tu necedad lo que debo hacer». Contemplando un momento el encerado de las matemáticas, exhaló un suspiro y prosiguió así: «Si preparo los trastos, eso no es cuenta tuya ni de nadie, que yo me sé cuanto hay que saber de tejas abajo y aun de tejas arriba, ¡puñales! Ya sé que me vas a salir con el materialismo de la misericordia... A eso te respondo que si buenos memoriales eché, buenas y gordas calabazas me dieron. La misericordia que yo tenga ¡...ñales! que me la claven en la frente.

FIN DE LA NOVELA

Madrid, febrero de 1898.

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