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Biografía de Benito Pérez Galdós en Wikipedia | |
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Torquemada en la hoguera |
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- III - Basta de matemáticas, digo yo ahora, pues me urge apuntar que Torquemada vivía en la misma casa de la calle de Tudescos donde le conocimos cuando fue a verle la de Bringas para pedirle no recuerdo qué favor, allá por el 68; y tengo prisa por presentar a cierto sujeto que conozco hace tiempo y que hasta ahora nunca menté para nada: un D. José Bailón, que iba todas las noches a la casa de nuestro D. Francisco a jugar con él la partida de damas o de mus, y cuya intervención en mi cuento es necesaria ya para que se desarrolle con lógica. Este Sr. Bailón es un clérigo que ahorcó los hábitos el 69, en Málaga, echándose a revolucionario y a librecultista con tan furibundo ardor, que ya no pudo volver al rebaño, ni aunque quisiera le habían de admitir. Lo primero que hizo el condenado fue dejarse crecer las barbas, despotricarse en los clubs, escribir tremendas catilinarias contra los de su oficio, y, por fin, operando verbo et gladio, se lanzó a las barricadas con un trabuco naranjero que tenía la boca lo mismo que una trompeta. Vencido y dado a los demonios, le catequizaron los protestantes, ajustándole para predicar y dar lecciones en la capilla, lo que él hacía de malísima gana y sólo por el arrastrado garbanzo. A Madrid vino cuando aquella gentil pareja, don Horacio y doña Malvina, puso su establecimiento evangélico en Chamberí. Por un regular estipendio, Bailón les ayudaba en los oficios, echando unos sermones agridulces, estrafalarios y fastidiosos. Pero al año de estos tratos, yo no sé lo que pasó... ello fue cosa de algún atrevimiento apostólico de Bailón con las neófitas; lo cierto es que doña Malvina, que era persona muy mirada, le dijo en mal español cuatro frescas; intervino D. Horacio, denostando también a su coadjutor, y entonces Bailón, que era hombre de muchísima sal para tales casos, sacó una navaja tamaña como hoy y mañana, y se dejó decir que si no se quitaban de delante les echaba fuera el mondongo. Fue tal el pánico de los pobres ingleses, que echaron a correr pegando gritos y no pararon hasta el tejado. Resumen: que tuvo que abandonar Bailón aquel acomodo, y después de rodar por ahí dando sablazos, fue a parar a la redacción de un periódico muy atrevidillo; como que su misión era echar chinitas de fuego a toda autoridad, a los curas, a los obispos y al mismo Papa. Esto ocurría el 73, y de aquella época datan los opúsculos políticos de actualidad que publicó el clerizonte en el folletín, y de los cuales hizo tiraditas aparte; bobadas escritas en estilo bíblico y que tuvieron, aunque parezca mentira, sus días de éxito. Como que se vendían bien y sacaron a su endiablado autor de más de un apuro. Pero todo aquello pasó; la fiebre revolucionaria, los folletos, y Bailón tuvo que esconderse, afeitándose para disfrazarse y poder huir al extranjero. A los dos años asomó por aquí otra vez, de bigotes larguísimos, aumentados con parte de la barba, como los que gastaba Víctor Manuel, y por si traía o no traía chismes y mensajes de los emigrados, metiéronle mano y le tuvieron en el Saladero tres meses. Al año siguiente, sobreseída la causa, vivía el hombre en Chamberí, y según la cháchara del barrio, muy a lo bíblico, amancebado con una viuda rica que tenía rebaño de cabras, y además un establecimiento de burras de leche. Cuento todo esto como me lo contaron, reconociendo que en esta parte de la historia patriarcal de Bailón hay gran obscuridad. Lo público y notorio es que la viuda aquella cascó, y que Bailón apareció al poco tiempo con dinero. El establecimiento y las burras y cabras le pertenecían. Arrendolo todo; se fue a vivir al centro de Madrid, dedicándose a inglés, y no necesito decir más para que se comprenda de dónde vinieron su conocimiento y tratos con Torquemada; porque bien se ve que éste fue su maestro, le inició en los misterios del oficio, y le manejó parte de sus capitales como había manejado los de Doña Lupe, la Magnífica, más conocida por la de los pavos. Era D. José Bailón un animalote de gran alzada, atlético, de formas robustas y muy recalcado de facciones, verdadero y vivo estudio anatómico por su riqueza muscular. Últimamente había dado otra vez en afeitarse; pero no tenía cara de cura, ni de fraile, ni de torero. Era más bien un Dante echado a perder. Dice un amigo mío que por sus pecados ha tenido que vérselas con Bailón, que éste es el vivo retrato de la sibila de Cumas, pintada por Miguel Ángel, con las demás señoras sibilas y los profetas, en el maravilloso techo de la Capilla Sixtina. Parece, en efecto, una vieja de raza titánica que lleva en su ceño todas las iras celestiales. El perfil de Bailón y el brazo y pierna, como troncos añosos; el forzudo tórax y las posturas que sabía tomar, alzando una pataza y enarcando el brazo, le asemejaban a esos figurones que andan por los techos de las catedrales, despatarrados sobre una nube. Lástima que no fuera moda que anduviéramos en cueros para que luciese en toda su gallardía académica este ángel de cornisa. En la época en que lo presento ahora pasaba de los cincuenta años. Torquemada le estimaba mucho, porque, en sus relaciones de negocios, Bailón hacía gala de gran formalidad y aun de delicadeza. Y como el clérigo renegado tenía una historia tan variadita y dramática, y sabía contarla con mucho aquél, adornándola con mentiras, D. Francisco se embelesaba oyéndole, y en todas las cuestiones de un orden elevado le tenía por oráculo. D. José era de los que con cuatro ideas y pocas más palabras se las componen para aparentar que saben lo que ignoran y deslumbrar a los ignorantes sin malicia. El más deslumbrado era D. Francisco, y además el único mortal que leía los folletos babilónicos a los diez años de publicarse; literatura envejecida casi al nacer, y cuyo fugaz éxito no comprendemos sino recordando que la democracia sentimental, a estilo de Jeremías, tuvo también sus quince. Escribía Bailón aquellas necedades en parrafitos cortos, y a veces rompía con una cosa muy santa, verbigracia: «Gloria a Dios en las alturas y paz, etc.», para salir luego por este registro: «Los tiempos se acercan, tiempos de redención, en que el Hijo del Hombre será dueño de la tierra. »El Verbo depositó hace dieciocho siglos la semilla divina. En noche tenebrosa fructificó. He aquí las flores. »¿Cómo se llaman? Los derechos del pueblo». Y a lo mejor, cuando el lector estaba más descuidado, le soltaba ésta: «He aquí al tirano. ¡Maldito sea! »Aplicad el oído y decidme de dónde viene ese rumor vago, confuso, extraño. »Posad la mano en la tierra y decidme por qué se ha estremecido. »Es el Hijo del Hombre que avanza, decidido a recobrar su primogenitura. »¿Por qué palidece la faz del tirano? ¡Ah! El tirano ve que sus horas están contadas...». Otras veces empezaba diciendo aquello de: «Joven soldado, ¿adónde vas?» Y por fin, después de mucho marear, quedábase el lector sin saber a dónde iba el soldadito, como no fueran todos, autor y público, a Leganés. Todo esto le parecía de perlas a D. Francisco, hombre de escasa lectura. Algunas tardes se iban a pasear juntos los dos tacaños, charla que te charla; y si en negocios era Torquemada la sibila, en otra clase de conocimientos no había más sibila que el señor de Bailón. En política, sobre todo, el ex-clérigo se las echaba de muy entendido, principiando por decir que ya no le daba la gana de conspirar; como que tenía la olla asegurada y no quería exponer su pelleja para hacer el caldo gordo a cuatro silbantes. Luego pintaba a todos los políticos, desde el más alto al más obscuro, como un atajo de pilletes, y les sacaba la cuenta al céntimo de cuanto habían rapiñado... Platicaba mucho también de reformas urbanas, y como Bailón había estado en París y Londres, podía comparar. La higiene pública les preocupaba a entrambos: el clérigo le echaba la culpa de todo a los miasmas, y formulaba unas teorías biológicas que eran lo que había que oír. De astronomía y música también se le alcanzaba algo; no era lego en botánica, ni en veterinaria, ni en el arte de escoger melones. Pero en nada lucía tanto su enciclopédico saber como en cosas de religión. Sus meditaciones y estudios le habían permitido sondear el grande y temerario problema de nuestro destino total. «¿A dónde vamos a parar cuando nos morimos? Pues volvemos a nacer: esto es claro como el agua. Yo me acuerdo -decía mirando fijamente a su amigo y turbándole con el tono solemne que daba a sus palabras-, yo me acuerdo de haber vivido antes de ahora. He tenido en mi mocedad un recuerdo vago de aquella vida, y ahora, a fuerza de meditar, puedo verla clara. Yo fui sacerdote en Egipto, ¿se entera usted?, allá por los años de qué sé yo cuántos... Sí, señor, sacerdote en Egipto. Me parece que me estoy viendo con una sotana o vestimenta de color de azafrán, y unas al modo de orejeras que me caían por los lados de la cara. Me quemaron vivo, porque... verá usted... había en aquella iglesia, digo templo, una sacerdotisita que me gustaba... de lo más barbián, ¿se entera usted?... ¡y con unos ojos... así, y un golpe de caderas, Sr. D. Francisco...! En fin, que aquello se enredó y la diosa Isis y el buey Apis lo llevaron muy a mal. Alborotose todo aquel cleriguicio, y nos quemaron vivos a la chavala y a mí... Lo que le cuento es verdad, como ése es sol. Fíjese usted bien, amigo, revuelva en su memoria; rebusque bien en el sótano y en los desvanes de su ser, y encontrará la certeza de que también usted ha vivido en tiempos lejanos. Su niño de usted, ese prodigio, debe de haber sido antes el propio Newton o Galileo o Euclides. Y por lo que hace a otras cosas, mis ideas son bien claras. Infierno y cielo no existen: papas simbólicas y nada más. Infierno y cielo están aquí. Aquí pagamos tarde o temprano todas las que hemos hecho; aquí recibimos, si no hoy, mañana, nuestro premio, si lo merecemos, y quien dice mañana, dice el siglo que viene... Dios, ¡oh!, la idea de Dios tiene mucho busilis... y para comprenderla hay que devanarse los sesos, como me los he devanado yo, dale que dale sobre los libros, y meditando luego. Pues Dios... (poniendo unos ojazos muy reventones y haciendo con ambas manos el gesto expresivo de abarcar un grande espacio) es la Humanidad, la Humanidad, ¿se entera usted?, lo cual no quiere decir que deje de ser personal... ¿Qué cosa es personal? Fíjese bien. Personal es lo que es uno. Y el gran Conjunto, amigo D. Francisco, el gran Conjunto... es uno, porque no hay más, y tiene los atributos de un ser infinitamente infinito. Nosotros en montón, componemos la Humanidad, somos los átomos que forman el gran todo; somos parte mínima de Dios, parte minúscula, y nos renovamos como en nuestro cuerpo se renuevan los átomos de la cochina materia... ¿se va usted enterando?... Torquemada no se iba enterando ni poco ni mucho; pero el otro se metía en un laberinto del cual no salía sino callándose. Lo único que D. Francisco sacaba de toda aquella monserga era que Dios es la Humanidad, y que la Humanidad es la que nos hace pagar nuestras picardías o nos premia por nuestras buenas obras. Lo demás no lo entendía así le ahorcaran. El sentimiento católico de Torquemada no había sido nunca muy vivo. Cierto que en tiempos de doña Silvia iban los dos a misa, por rutina; pero nada más. Pues después de viudo, las pocas ideas del Catecismo que el Peor conservaba en su mente, como papeles o apuntes inútiles, las barajó con todo aquel fárrago de la Humanidad-Dios, haciendo un lío de mil demonios. A decir verdad, ninguna de estas teorías ocupaba largo tiempo el magín del tacaño, siempre atento a la baja realidad de sus negocios. Pero llegó un día, mejor dicho, una noche, en que tales ideas hubieron de posesionarse de su mente con cierta tenacidad, por lo que ahorita mismo voy a referir. Entraba mi hombre en su casa al caer de una tarde del mes de febrero, evacuadas mil diligencias con diverso éxito, discurriendo los pasos que daría al día siguiente, cuando su hija, que le abrió la puerta, le dijo estas palabras: «No te asustes papá, no es nada... Valentín ha venido malo de la escuela». Las desazones del monstruo ponían a D. Francisco en gran sobresalto. La que se le anunciaba podía ser insignificante, como otras. No obstante, en la voz de Rufina había cierto temblor, una veladura, un timbre extraño, que dejaron a Torquemada frío y suspenso. «Yo creo que no es cosa mayor -prosiguió la señorita-. Parece que le dio un vahído. El maestro fue quien lo trajo en brazos. El Peor seguía clavado en el recibimiento, sin acertar a decir nada ni a dar un paso. «Le acosté en seguida, y mandé un recado a Quevedo para que viniera a escape». Don Francisco, saliendo de su estupor, como si le hubiesen dado un latigazo, corrió al cuarto del chico, a quien vio en el lecho con tanto abrigo encima, que parecía sofocado. Tenía la cara encendida, los ojos dormilones. Su quietud más era de modorra dolorosa que de sueño tranquilo. El padre aplicó su mano a las sienes del inocente monstruo, que abrasaban. -Pero ese trasto de Quevedillo... Así reventara... No sé en qué piensa... Mira, mejor será llamar otro médico que sepa más. Su hija procuraba tranquilizarle; pero él se resistía al consuelo. Aquel hijo no era un hijo cualquiera, y no podía enfermar sin que alterara el orden del universo. No probó el afligido padre la comida; no hacía más que dar vueltas por la casa, esperando al maldito médico, y sin cesar iba de su cuarto al del niño, y de aquí al comedor, donde se le presentaba ante los ojos, oprimiéndole el corazón, el encerado en que Valentín trazaba con tiza sus problemas matemáticos. Aún subsistía lo pintado por la mañana: garabatos que Torquemada no entendió, pero que casi le hicieron llorar como una música triste: el signo de raíz, letras por arriba y por abajo, y en otra parte una red de líneas, formando como una estrella de muchos picos con numeritos en las puntas. Por fin, alabado sea Dios, llegó el dichoso Quevedito, y D. Francisco le echó la correspondiente chillería, pues ya le trataba como a yerno. Visto y examinado el niño, no puso el médico muy buena cara. A Torquemada se le podía ahogar con un cabello cuando el doctorcillo, arrimándole contra la pared y poniéndole ambas manos en los hombros, le dijo: «No me gusta nada esto; pero hay que esperar a mañana, a ver si brota alguna erupción. La fiebre es bastante alta. Ya le he dicho a usted que tuviera mucho cuidado con este fenómeno del chico. ¡Tanto estudiar, tanto saber, un desarrollo cerebral disparatado! Lo que hay que hacer con Valentín es ponerle un cencerro al pescuezo, soltarle en el campo en medio de un ganado y no traerle a Madrid hasta que esté bien bruto». Torquemada odiaba el campo y no podía comprender que en él hubiese nada bueno. Pero hizo propósito, si el niño se curaba, de llevarle a una dehesa a que bebiera leche a pasto y respirase aires puros. Los aires puros, bien lo decía Bailón, eran cosa muy buena. ¡Ah! Los malditos miasmas tenían la culpa de lo que estaba pasando. Tanta rabia sintió D. Francisco, que si coge un miasma en aquel momento lo parte por el eje. Fue la sibila aquella noche a pasar un rato con su amigo, y mira por dónde se repitió la matraca de la Humanidad, pareciéndole a Torquemada el clérigo más enigmático y latero que nunca, sus brazos más largos, su cara más dura y temerosa. Al quedarse solo, el usurero no se acostó. Puesto que Rufina y Quevedo se quedaban a velar, él también velaría. Contigua a la alcoba del padre estaba la de los hijos, y en ésta, el lecho de Valentín, que pasó la noche inquietísimo, sofocado, echando lumbre de su piel, los ojos atónitos y chispeantes, el habla insegura, las ideas desenhebradas, como cuentas de un rosario cuyo hilo se rompe. |
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