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Biografía de Benito Pérez Galdós en Wikipedia | |
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La novela en el tranvía |
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- VI - El coche seguía, y a mí me abrasaba la curiosidad por saber qué había sido de la desdichada Condesa ¿La mató su marido? Yo me hacía cargo de las intenciones de aquel malvado. Ansioso de gozarse en su venganza, como todas las almas crueles, quería que su mujer presenciase, sin dejar de tocar, la agonía de aquel incauto joven llevado allí por una vil celada de Mudarra. Mas era imposible que la dama continuara haciendo desesperados esfuerzos por mantener su serenidad, sabiendo que Rafael había bebido el veneno. ¡Trágica y espeluznante escena! —pensaba yo, más convencido cada vez de la realidad del suceso— ¡y luego dirán que estas cosas sólo se ven en las novelas! Al pasar por delante de Palacio el coche se detuvo y entró una mujer que traía un perrillo en sus brazos. Al instante reconocí al perro que había visto recostado a los pies de la Condesa; era el mismo, la misma lana tan blanca y fina, la misma mancha negra en una de sus orejas. La suerte quiso que aquella mujer se sentara a mi lado. No pudiendo yo resistir la curiosidad, le pregunté: —¿Es de usted ese perro tan bonito? —¿Pues de quién ha de ser? ¿Le gusta a usted? Cogí una de las orejas del inteligente animal para hacerle una caricia: pero él, insensible a mis demostraciones de cariño, ladró, dio un salto y puso sus patas sobre las rodillas de la inglesa, que me volvió a enseñar sus dos dientes como queriéndome roer, y exclamó: —¡Oooooh! usted... unsupportable. —¿Y dónde ha adquirido usted ese perro? —pregunté sin hacer caso de la nueva explosión colérica de la mujer británica—, ¿se puede saber? —Era de mi señorita. —¿Y qué fue de su señorita? —dije con la mayor ansiedad. —¡Ah! ¿Usted la conocía? —repuso la mujer —. Era muy buena, ¿verdá usté? —¡Oh! excelente... Pero ¿podría yo saber en que paró todo aquello? —De modo que usted está enterado, usted tiene noticias... —Sí, señora... He sabido todo lo que ha pasado, hasta aquello del té... pues. Y diga usted ¿murió la señora? —¡Ah! Sí señor: está en la gloria. —¿Y cómo fue eso? ¿La asesinaron o fue a consecuencia del susto? —¡Qué asesinato ni qué susto! —dijo con expresión burlona—. Usted no está enterado. Fue que aquella noche había comido no sé qué, pues... y le hizo daño... Le dio un desmayo que le duró hasta el amanecer. —Bah —pensé yo— ésta no sabe una palabra del incidente del piano y del veneno, o no quiere darse por entendida. Después dije en alta voz: —¿Conque fue de indigestión? —Sí, señor. Yo le había dicho aquella noche: "señora: no coma usted esos mariscos"; pero no me hizo caso. —Conque mariscos ¿eh? —dije con incredulidad—. Si sabré yo lo ocurrido. —¿No lo cree usted? —Sí... sí —repuse aparentado creerlo—. ¿Y el Conde... su marido, el que sacó el puñal cuando tocaba el piano? La mujer me miró un instante y después soltó la risa en mis propias barbas. —¿Se ríe usted...? ¡Bah! ¿Piensa usted que no estoy perfectamente enterado? Ya comprendo, usted no quiere contar los hechos como realmente son. Ya se ve, como habrá causa criminal... —Es que ha hablado usted de un conde y de una condesa. —¿No era el ama de ese perro la señora Condesa, a quien el mayordomo Mudarra...? La mujer volvió a soltar la risa con tal estrépito, que me desconcerté diciendo par mi capote: Esta debe de ser cómplice de Mudarra, y naturalmente ocultará todo lo que pueda. —Usted está loco —añadió la desconocida. —Lunatic, lunatic. Me...suffocated... ¡Oooh! ¡My God! —Si lo sé todo: vamos no me lo oculte usted. Dígame de qué murió la señora Condesa. —¡Qué condesa ni que ocho cuartos, hombre de Dios! —exclamó la mujer riendo con más fuerza. —¡Si creerá usted que me engaña a mí con sus risitas! —contesté—. La Condesa ha muerto envenenada o asesinada; no me queda la menor duda. En esto llegó el coche al Barrio de Pozas y yo al término de mi viaje. Salimos todos: la inglesa me echó una mirada que indicaba su regocijo por verse libre de mí, y cada cual se dirigió a su destino. Yo seguí a la mujer del perro aturdiéndola con preguntas, hasta que se metió en su casa , riendo siempre de mi empeño en averiguar vidas ajenas. Al verme solo en la calle, recordé el objeto de mi viaje y me dirigí a la casa donde debía entregar aquellos libros. Devolvílos a la persona que me los había prestado para leerlos, y me puse a pasear frente al Buen Suceso, esperando a que saliese de nuevo el coche para regresar al otro extremo de Madrid. No podía apartar de la imaginación a la infortunada Condesa, y cada vez me confirmaba más en mi idea de que la mujer con quien últimamente hablé había querido engañarme, ocultando la verdad de la misteriosa tragedia. Esperé mucho tiempo, y al fin, anocheciendo ya, el coche se dispuso a partir. Entré, y lo primero que mis ojos vieron fue la señora inglesa sentadita donde antes estaba. Cuando me vio subir y tomar sitio a su lado, la expresión de su rostro no es definible; se puso otra vez como la grana, exclamando: —¡Ooooh!... usted... mi quejarme al coachman... usted reventar me for it. Tan preocupado estaba yo con mis confusiones, que sin hacerme cargo de lo que la inglesa me decía en su híbrido y trabajoso lenguaje, le contesté: —Señora, no hay duda de que la Condesa murió envenenada o asesinada. Usted no tiene idea de la ferocidad de aquel hombre. Seguía el coche, y de trecho en trecho deteníase para recoger pasajeros. Cerca del palacio real entraron tres, tomando asiento enfrente de mí. Uno de ellos era un hombre alto, seco y huesudo, con muy severos ojos y un hablar campanudo que imponía respeto. No hacía diez minutos que estaban allí, cuando este hombre se volvió a los otros dos y dijo: —¡Pobrecilla! ¡Cómo clamaba en sus últimos instantes! La bala le entró por encima de la clavícula derecha y después bajó hasta el corazón. —¿Cómo? —exclamé yo repentinamente—. ¿Con que fue de un tiro? ¿No murió de una puñalada? Los tres se miraron con sorpresa. —De un tiro, señor —dijo con cierto desabrimiento el alto, seco y huesoso. —Y aquella mujer sostenía que había muerto de una indigestión —dije interesándome más cada vez en aquel asunto—. Cuente usted ¿y cómo fue? —¿Y a usted qué le importa? —dijo el otro con muy avinagrado gesto. —Tengo mucho interés por conocer el fin de esa horrorosa tragedia. ¿No es verdad que parece cosa de novela? —¿Qué novela ni qué niño muerto? Usted está loco o quiere burlarse de nosotros. —Caballerito, cuidado con las bromas —añadió el alto y seco. —¿Creen ustedes que no estoy enterado? Lo sé todo, he presenciado varias escenas de ese horrendo crimen. Pero dicen ustedes que la Condesa murió de un pistoletazo. —Válgame Dios; nosotros no hemos hablado de Condesa, sino de mi perra, a quien cazando disparamos inadvertidamente un tiro. Si usted quiere bromear, puede buscarme en otro sitio, y ya le contestaré como merece. —Ya, ya comprendo: ahora hay empeño en ocultar la verdad, manifesté juzgando que aquellos hombres querían desorientarme en mis pesquisas, convirtiendo en perra a la desdichada señora. Ya preparaba el otros su contestación, sin duda, más enérgica de lo que el caso requería , cuando la inglesa se llevo el dedo a la sien, como para indicarles que yo no regía bien de la cabeza. Calmáronse con esto, y no dijeron una palabra más en todo el viaje, que terminó para ellos en la Puerta del Sol. Sin duda me habían tenido miedo. Yo continuaba tan dominado por aquella idea, que en vano quería serenar mi espíritu, razonando los verdaderos términos de tan embrollada cuestión. Pero cada vez eran mayores mis confusiones, y la imagen de la pobre señora no se apartaba de mi pensamiento. En todos los semblantes que iban sucediéndose dentro del enigma. Sentía yo una sobreexcitación cerebral espantosa, y sin duda el trastorno interior debía pintarse en mi rostro, porque todos me miraban como se mira lo que no se ve todos los días. |
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