Así llamo yo a una niña bonita, hija de mi amigo Martínez, la cual sería una niña perfecta, merecedora de los mayores elogios, si no tuviera el feo vicio de ser lo más caprichosa que pueden Vds. figurarse.
Ya sé yo que toda la culpa no es de la pobre Isabelita, porque si desde su más tierna edad su mamá hubiera tenido la previsión de combatir los caprichitos, es probable que ahora ya no tuviera caprichos Isabelita, con lo cual ella ganaría mucho, y sus padres no tendrían disgustos por ese motivo; pero, es claro, acostumbrada la niña a que se adivinen sus gustos, a que se satisfagan sus caprichos, ha creído que nada malo había en ello, y ahora ya es más difícil corregirla, sobre que ella sabe muy bien que cuando su mamá la contraría alguna vez, no tiene más que hacer a esta buenísima señora alguna interesada caricia para obtener después lo que desea.
Yo, que tengo gran confianza en la casa, y profeso el más sincero afecto a los padres de Isabelita, les he hecho muchas veces observaciones, encaminadas a corregir ese carácter de su hija, que puede serle fatal en el porvenir, cuando no tenga ya en el mundo a los que hoy se desviven por satisfacer sus deseos, por darle gusto en todo; ellos atienden mis observaciones, hallándolas justas y acertadas, y me las agradecen debidamente; pero luego viene aquel diablillo con sus zalamerías, y ya no se acuerdan sus padres de mis consejos, y son satisfechos incontinenti los caprichitos de la niña, que el mejor día va a pedir a su padre una muela y él se la va a arrancar enseguida para que Isabel no se enoje.
Porque Dios sabe adónde pueden llegar los caprichitos de Isabelita, alentada, sostenida y estimulada en ese defecto por la notoria debilidad de sus padres.
Isabelita estrena un vestido, y la segunda vez que su madre se lo presenta para vestirla, ya no lo quiere, ya no le gusta, y hay que ponerle otro más usado, o comprarle otro nuevo, o hacer en el que desdeña reformas que no hacían maldita la falta.
Va por la calle, y todo se le antoja, obligando a su padre a hacer gastos inútiles, por lo menos, ya que no gravosos, porque el padre de Isabel, felizmente para ella, está en muy desahogada situación; y luego que obtiene todos los juguetes, todas las golosinas que se le antojan, abandona los unos y no quiere las otras, porque ya desea cosas nuevas, con las que hará después lo propio.
Llevar a visitas a Isabel tiene también sus peligros, porque con su acostumbrada intemperancia, antójasele cualquier cosa ajena, y, eso sí, no se muerde la lengua para decir lo que siente; la niña es franca, o mejor dicho, descarada en demasía. Y figúrense Vds. el bochorno de sus padres al oírla manifestar tan claramente su defecto en casa ajena, y el asombro de las personas extrañas, bien que se apresuran a satisfacer su capricho, si es posible; que tales cosas puede pedir la muchacha que sea materia imposible complacerla.
Por lo pronto no tiene muchas amigas, porque como se le antoja todo lo que ellas le enseñan y no les seduce gran cosa satisfacer su capricho, huyen de ella para evitar semejantes antojos.
Es de tal manera caprichosa Isabelita, que hubo que despedir a una buenísima criada, porque esta pobre mujer tenía las narices largas, y a la niña no le gustaba verla; presume, sin embargo, aquella excelente doméstica, que la vira tenía más horror que a las narices largas a la firmeza con que la contrariaba cuando iba a la cocina con capricho de comer algo fuera de las horas regulares.
Otra vez mi amigo Martínez tuvo la debilidad de echar de casa a un inocente gato, porque a la niña le daba miedo el inofensivo animal, y con todo esto ha conseguido el complaciente padre que la niña se haga soberbia y altanera y vanidosa; tres defectos gravísimos que bastan para labrar la desgracia de una mujer.
«Yo quiero», dice la niña, y sabe que al momento es obedecida y servida; y «yo no quiero», dice, contrariando los deseos de su padre o de su madre, y basta para que éstos cedan y hagan lo que a ella mejor le parezca.
«Yo no quiero salir», dice después que su madre se ha vestido con intención de llevarla a paseo, y su madre la deja en casa en vez de obligarla a obedecer.
«Yo quiero salir», dice cuando está lloviendo, y como si no sale llora la niña y pone un hocico de vara y media, y no quiere comer luego, su madre envía a buscar un coche, y sale con ella, sin necesidad, y gasta dos pesetas que no había para qué gastar, o que se hubiesen empleado mejor repartiéndolas entre los pobres.
Sería cuento de no acabar si hubiera de referir todos los caprichos, fútiles unas veces y absurdos otras, que componen el variado repertorio de Isabelita.
¡Bonita cara me va a poner, por cierto, cuando me vea después que haya leído esta semblanza! Porque, eso sí, tiene ella sobrada penetración para no comprender la intención de este artículo, bien que está claro en extremo. Pero me prometo desenojarla cuando le ofrezca que, apenas se corrija de ese defecto, que oscurece y afea sus buenas cualidades, me apresuraré a escribir el artículo más encomiástico en su obsequio.
Entretanto, concluyo repitiéndole lo que le dije el otro día que la encontré solita en casa, y le hice visita mientras volvía su madre:
«Isabelita, la primera y más noble condición de los niños buenos es ser humildes; todas las demás virtudes acompañan a quien tiene la de la humildad, y, por el contrario, la soberbia es madre fecunda de males sin cuento.
»Cuando tienes un capricho, un empeño fútil, afliges a tus padres, que no tienen fuerza de voluntad bastante para contrariarte, pero comprenden que ese defecto es por todo extremo vituperable y puede perjudicarte mucho en tu porvenir. Las personas extrañas que conocen ese defecto tuyo, motéjanlo duramente, y siendo tú una niña tan linda y que tienes tan buen corazón, les pareces antipática, y culpan a tus padres de no educarte como conviene.
»Eso de decir: «yo quiero», es muy feo, querida niña mía, y debes pensar qué martirio tan grande será para ti si algún día dices: «yo quiero» y no puedes lograr lo que deseas. Cuando tengas un capricho, antes de manifestarlo, piensa en tantas niñas pobres que no se atreven a decir nunca: «yo quiero», porque las infelices conocen que sus padres no podrían satisfacer sus deseos, porque se han acostumbrado a ser humildes. Esas niñas pobres, que apenas tienen con qué cubrirse, que de todo carecen, que no han recibido educación, son, sin embargo, más perfectas que tú, mientras no corrijas tu carácter.
»Pero no llores, niña mía, porque te hago estas advertencias, hijas del mucho cariño que te profeso y de la amistad que debo a tus excelentes padres; en vez de llorar debes alegrarte mucho, y procurar enmendarte de un defecto que ahora tiene poca transcendencia, pero que, andando el tiempo, acaso te hiciera desgraciada.»
Esto fue lo que dije el otro día a Isabelita, y como acaso lo habrá olvidado, se lo repito aquí. Y no sólo a ella puede convenir que lo repita; convendrá también a otras niñas que tengan el mismo defecto, muy común por desgracia, por efecto de la tolerancia y debilidad de los padres. Pero ni ella ni las que se le parezcan deben tenerme por eso mala voluntad.
Mi deseo es que todas sean buenas y vivan siempre felices; que para ser feliz en el mundo hay un medio infalible y muy sencillo: ser bueno. |