La cobardía es un defecto muy feo.
Un hombre cobarde es un ser ridículo de quien todo el mundo se burla.
Ya habéis visto en la representación de muchas comedias en que hay algún tipo de cobarde, cuántos trabajos le pasan, cómo se mete de patitas en el mismo peligro de que más quería huir, cómo le tratan todos los demás personajes poco menos que a puntapiés, y por último, cómo se divierte y regocija el ilustrado público a costa del personaje cobarde y receloso.
No creáis por esto que el hombre, para no incurrir en la nota de cobarde, ha de ser un perdonavidas, soberbio, fanfarrón, temerario... no, hijos míos, porque eso sería caer en un defecto tan ridículo y abominable como el otro.
El hombre ha de ser prudente, digno, valeroso, sin ser provocativo e insolente, y en todas las eventualidades de la vida ha de manifestar esas cualidades sin vanidad, sin exageración, como la cosa más natural del mundo.
Para adquirir estas cualidades es preciso que desde vuestra infancia procuren las madres hacéroslas amables y acostumbraros a ellas, considerando que los niños son hombres pequeñitos con defectos pequeños, que luego, si a tiempo no se han corregido, van agrandándose de una manera muy considerable y haciéndose más difíciles de desarraigar a medida que los hombres pequeñitos se van haciendo hombres grandes.
La primera cualidad de una buena madre de familia es la previsión. Ha de educar a sus hijos para que sean hombres, y no como si hubieran de ser niños toda la vida. Los defectos adquiridos en la niñez suelen no corregirse en la juventud ni en la edad madura; pero las buenas cualidades del niño son luego seguramente las virtudes del hombre.
Es sumamente peligrosa la costumbre que hay de amedrentar a los niños y abusar de su credulidad contándoles las horrorosas proezas de personajes tan famosos como el Coco, Pedro Botero, Pateta y otros, cuya evocación infunde miedo y espanto en el ánimo de las cándidas criaturas. Los niños suelen ser en extremo impresionables, y si se les habla siempre de fantasmas dispuestos a comérselos crudos, de trasgos que van a venir a llevárselos, de un dragón que esté en el cuarto oscuro esperándoles con la enorme bocaza abierta para tragárselos y de otros horrores por el estilo, no es raro que se hagan tímidos, suspicaces, recelosos y desconfiados.
A los niños se les debe inspirar confianza; ante todo, se les ha de habituar a la franqueza, a no ocultar nada y a no tener miedo. No hay nada más antipático que un chico que huye de la gente, que se esconde en un rincón cuando se le llama y que mira de reojo a todo el mundo.
Bien puede asegurarse que niños que tienen ese carácter están más acostumbrados a la amenaza que a la confianza; pero así como parecen mosquitas muertas delante de la gente, aprovechan las ocasiones en que están solos para hacer sus travesuras, y se acostumbran así al disimulo y a la mentira, que son dos defectos parientes muy cercanos de la cobardía.
Los niños deben ser francos, deben ser alegres, expansivos, no deben ser gazmoños, ni impertinentes, ni pegajosos, ni cobardes, sobre todo.
Un niño que no se atreve a entrar en una habitación si no hay luz, que se echa a llorar cuando le van a cortar las uñas o el pelo, que se esconde bajo la cama cuando entra en casa el aguador, que huye de un perro que va a acariciarle, y puede que luego a traición tire él una piedra al perro o le dé un pinchazo, no puede hacer gracia a nadie.
No vayáis a creer tampoco que no ser cobarde es ser en extremo revoltoso, y subirse por todas partes, y estropearlo todo y exponerse a romperse la cabeza haciendo diabluras, y pegar a otros niños, o hacer sufrir martirio al gato, sin miedo a un arañazo, que el animal más manso dará regularmente si se le apura la paciencia y se abusa de su bondad maltratándole.
Los niños han de ser sufridos y animosos en las enfermedades que Dios les envía, y agradecer los tiernos cuidados, la incomparable solicitud de sus buenas madres, que sufren mucho más que ellos mismos cuando los ven enfermos.
Andando el tiempo, cuando sean hombres ya echarán de menos estos exquisitos cuidados que no hay gratitud ni sacrificios bastantes con qué pagarlos.
Así, pues, cuando estéis enfermos y se acerquen vuestras madres cariñosas a daros la medicina, tomadla obedientes, tomadla agradecidos, tomadla, aunque sea muy mala de tomar, sin la menor repugnancia, como un bálsamo reparador que os da un ángel... Una madre no puede dar a su hijo más que aquello que ha de hacerle bien.
La flaca naturaleza está sujeta a gran número de enfermedades; todos tenemos que sufrirlas, y sufrirlas con resignación, porque no está en nuestra voluntad evitarlas, sobre todo en la infancia.
En la edad madura es posible evitar muchos males, teniendo buen método de vida y buenas costumbres. Y a que tengáis estas buenas costumbres cuando seáis hombres han de dirigirse todos los esfuerzos de vuestras madres, acostumbrándoos desde niños al método, a la higiene, a no tener miedo al frío ni al calor, al estudio alternado con el recreo, a la limpieza y al ejercicio prudente y ordenado de todas vuestras facultades.
De esta suerte se forman los caracteres serenos, enteros, viriles, que en todas las circunstancias de la vida demuestran juicio, prudencia y fortaleza, y arrostran con alta cara los peligros, y son útiles a la humanidad.
Seguid, niños, el consejo de vuestros padres, que siempre quieren vuestro bien, y no hagáis nada que ellos no sepan, que ellos no crean bueno y conveniente. Y no olvidéis que la cobardía, la pusilanimidad y el encogimiento oscurecen toda otra buena cualidad que tengáis, y no pueden proporcionaros más que el desvío, la aversión, la antipatía de las gentes. |