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Anatole France

"La misa de las sombras"

Biografía de Anatole France en Wikipedia

 
 
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Música: Debussy - Etude no.11 - Pour les arpeges composes
 
La misa de las sombras
 

He aquí lo que el sacristán de la iglesia de Santa Eulalia, en Neuville-d’Aumont, me contó bajo el emparrado del Cheval-Blanc, una hermosa velada veraniega, mientras nos bebíamos una botella de vino añejo a la salud de un muerto muy acomodado, que aquella misma mañana había llevado con honor al cementerio, bajo un paño sembrado de lágrimas de plata:
 
«Mi difunto padre (es el sacristán el que narra) ejerció el oficio de sepulturero. Era de espíritu agradable, sin duda como consecuencia de su oficio, pues se ha demostrado que las personas que trabajan en los cementerios son de carácter jovial. Yo que le estoy hablando, señor, entro en un cementerio por la noche tan tranquilo como bajo el cenador del Cheval-Blanc. Y si, por casualidad, me encuentro por la noche con un aparecido, no me inquieto, pues pienso que debe ir a sus asuntos lo mismo que yo voy a los míos. Conozco las costumbres de los muertos y su carácter. Sé a ese respecto cosas que ni los mismos curas saben. Y si le contara todo lo que he visto, se quedaría bastante sorprendido. Pero todas las verdades no se deben contar y mi padre, al que sin embargo le gustaba contar historias, no reveló ni la vigésima parte de lo que sabía. En cambio, repetía con frecuencia los mismos relatos y, en mi opinión, narró lo menos cien veces la aventura de Catherine Fontaine.
 
Catherine Fontaine era una vieja solterona que él recordaba haber visto cuando era niño. No me extrañaría que vivieran aún en la comarca unos cuantos ancianos que recuerden haber oído hablar de ella, pues era muy famosa y de buena reputación, aunque pobre. Vivía en la esquina de la calle de las Novicias, en la torrecilla que aún puede verse y que depende de un viejo hotel ya casi destruido que da al jardín de las Ursulinas. En esa torrecilla hay figuras e inscripciones medio borradas. El padre Levasseur, el difunto párroco de Santa Eulalia, aseguraba que en ellas se decía en latín que el amor es más fuerte que la muerte. Lo que, añadía, debía referirse al amor divino.
 
Catherine Fontaine vivía sola en esa pequeña vivienda. Era encajera. Usted sabe que los encajes de nuestra región eran en otros tiempos muy famosos. No se le conocían ni parientes ni amigos. Se decía que a los dieciocho años había amado al joven caballero d’Aumont-Cléry, con el que había estado secretamente comprometida. Pero las gentes de bien no querían creer nada de esto y afirmaban que se trataba de un cuento que alguien había inventado porque Catherine Fontaine tenía más aspecto de señora que de obrera, conservaba bajo sus cabellos blancos los restos de una gran belleza, tenía expresión de tristeza y porque llevaba en el dedo una de esas sortijas en las que el orfebre coloca dos pequeñas manos enlazadas que, antiguamente, se acostumbraba a intercambiar cuando dos jóvenes se comprometían. Usted sabrá dentro de nada de qué se trataba.
 
Catherine Fontaine vivía santamente. Frecuentaba las iglesias y, cada mañana, hiciera el tiempo que hiciera, asistía a la misa de las seis en Santa Eulalia.
 
Y sucedió que, una noche de diciembre, mientras dormía en su pequeño cuarto, se despertó al oír las campanas; sin dudar de que sonaran para la misa primera, la piadosa mujer se vistió, y bajó a la calle, donde la oscuridad era tan intensa que no se veían las casas ni brillaba el menor resplandor en el cielo negro. Y era tal el silencio de aquellas tinieblas, que no se escuchaba ni a un perro ladrar en la lejanía, y que uno se sentía separado de cualquier criatura viviente. Pero Catherine Fontaine, que conocía cada una de las losas en las que posaba el pie y que habría podido ir a la iglesia con los ojos cerrados, llegó sin problemas a la esquina de la calle de las Novicias con la calle de la Parroquia, allí donde se levanta una casa de madera que tiene un árbol de Jesé esculpido en una viga. Una vez llegada a este punto, vio que las puertas de la iglesia estaban abiertas y que salía de ella una gran claridad de cirios. Siguió andando y tras cruzar el porche, se encontró con que una asamblea numerosa llenaba la iglesia. Pero no reconocía a ninguno de los asistentes, y estaba sorprendida de ver a todas aquellas personas vestidas de terciopelo y brocado, con plumas en el sombrero y llevando la espada al estilo de tiempos antiguos. Había señores que tenían altos bastones con pomos dorados y damas con cofia de encaje sujeta por una peineta en forma de diadema. Caballeros de la orden de San Luis le daban la mano a damas que ocultaban tras el abanico un rostro maquillado, del que no se veía sino la sien empolvada y una mosca en el rabillo del ojo. Y todos iban a colocarse en su sitio sin ruido, y mientras andaban no se oía ni el ruido de sus pasos sobre el pavimento, ni el roce de los tejidos. Las naves laterales estaban repletas de jóvenes artesanos, de chaqueta parda, pantalón de bombasí y medias azules, que sostenían por la cintura a jóvenes muy bonitas y sonrosadas, con los ojos bajos. Y cerca de las pilas del agua bendita, las campesinas de falda roja y corpiño encordonado, se sentaban en el suelo con la tranquilidad de los animales domésticos, mientras que los jóvenes zagales, de pie tras ellas, abrían grandes ojos dándole vueltas entre los dedos a su sombrero. Y todos aquellos rostros silenciosos parecían eternizados en el mismo pensamiento, dulce y triste.
 
Arrodillada en su lugar habitual, Catherine Fontaine vio al sacerdote avanzar hacia el altar, precedido de dos ayudantes. No reconoció ni al sacerdote ni a los clérigos. La misa comenzó. Era una misa silenciosa en la que no se oían ni el sonido de los labios que se movían, ni el tañido de la campanilla inútilmente tocada. Catherine Fontaine se sentía bajo la mirada y la influencia de su misterioso vecino al que miró casi sin girar la cabeza y en el que reconoció al joven caballero d’Aumont-Cléry, que la había amado y que estaba muerto desde hacía cuarenta y cinco años. Lo reconoció por una pequeña señal que tenía por debajo de la oreja izquierda y sobre todo por la sombra que sus largas pestañas negras formaban en sus mejillas. Estaba vestido con el traje de caza, rojo con galones dorados, que llevaba el día que la había encontrado en el bosque de Saint-Léonard, le había pedido que le diera de beber y le había robado un beso. Había conservado su juventud y su buen aspecto. Su sonrisa mostraba aún sus dientes de joven lobo. Catherine le dijo en voz baja:
 
-Señor, que fuisteis mi amigo y a quien antaño le entregué lo más valioso que tiene una joven. ¡Que Dios os tenga en su gloria! Que Él pueda por fin inspirarme pesar por el pecado que con vos cometí; pues es cierto que, canosa y cerca de la muerte, no me arrepiento aún de haberos amado. Pero, amigo difunto, mi bello señor, decidme quiénes son las personas vestidas a la antigua usanza que asisten a esta silenciosa misa.
 
El caballero d’Aumont-Cléry respondió con una voz más débil que un soplo y sin embargo más clara que el cristal:
 
-Catherine, estos hombres y mujeres son almas del purgatorio que ofendieron a Dios pecando como nosotros por amor, pero que no por ello quedaron definitivamente separadas de Dios, porque su pecado, como el nuestro, fue sin maldad. Mientras que, separados de todos los que amaron sobre la tierra, se purifican en el fuego lustral del purgatorio, sufren los males de la ausencia, y éste es para ellos el más cruel sufrimiento. Son tan desgraciados que un ángel del cielo se apiada de su pena de amor. Con el permiso de Dios, reúne cada año durante una hora por la noche, al amigo y la amiga, en su iglesia parroquial, donde se les permite que oigan la misa de las sombras tomados de la mano. Ésta es la verdad. Si se me permite verte aquí antes de tu muerte, Catherine, es algo que no se realiza sin el permiso de Dios.
 
Y Catherine Fontaine le contestó:
 
-Me gustaría morir para volver a ser bella como en los días en los que te daba de beber en el bosque, mi difunto señor.
 
Mientras ellos hablaban en voz baja, un canónigo muy viejo hacía la colecta y presentaba una gran bandeja de cobre a los asistentes que dejaban caer en ella antiguas monedas que no están en curso hace ya mucho tiempo: escudos de seis libras, florines, ducados de oro y ducados de plata, jacobus ingleses, nobles à la rose, y las monedas caían en silencio. Cuando la bandeja le fue presentada, el caballero depositó un luis que no sonó más que las demás monedas de oro o de plata.
 
Luego el canónigo se detuvo delante de Catherine Fontaine, que buscó en su bolsillo sin encontrar en él ni un ochavo. Entonces, no queriendo negar su ofrenda, se quitó del dedo el anillo que el caballero le había regalado la víspera de su muerte, y lo depositó en la bandeja de cobre. Al caer, el anillo de oro sonó como un pesado badajo de campana, y tras el ruido retumbante que produjo, el caballero, el canónigo, el celebrante, los clérigos, las damas, los caballeros, la asamblea entera se desvaneció; los cirios se apagaron y Catherine Fontaine permaneció sola en la oscuridad.»
 
Al concluir su relato, el sacristán bebió un gran trago de vino, permaneció por un instante pensativo y luego prosiguió en estos términos:
 
-Le he contado esta historia como mi padre me la contó en reiteradas ocasiones, y creo que es verdadera porque coincide con todo lo que yo he observado de los usos y costumbres concernientes a los difuntos. He frecuentado mucho a los muertos desde mi infancia y sé que acostumbran a volver a sus amores. Así, los muertos avariciosos vagabundean de noche junto a los tesoros que ocultaron en vida. Montan guardia en torno a su oro, pero los esfuerzos que realizan, lejos de servirles para algo, actúan en su contra y no es raro encontrar dinero enterrado cavando en el lugar frecuentado por un fantasma. De igual modo, los maridos difuntos vienen de noche a atormentar a sus mujeres casadas en segundas nupcias, y podría mencionar a muchos que, después de muertos, han guardado mejor a sus esposas de lo que habían hecho en vida. Éstos son criticables pues, en buena justicia, los difuntos no deberían sentirse celosos. Pero le cuento lo que he observado. Por lo que considero que hay que tener cuidado cuando uno se casa con una viuda. Además, la historia que he contado quedó probada como sigue: Por la mañana, después de esta noche extraordinaria, Catherine Fontaine fue encontrada muerta en su habitación. Y el pertiguero de Santa Eulalia encontró en la bandeja de cobre que servía para la colecta una sortija de oro con dos manos unidas. Aparte de eso, yo no soy aficionado a contar cuentos de risa. ¿Y si pidiéramos otra botella de vino…

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