Quiero contarte
que Don Miguel,
aquel pesado
que viste ayer,
me está moliendo
mas ha de un mes,
sin ser posible
zafarme de él,
para que compre
(mal haya, amén)
sus dos candongas
y su cupé.
Esta mañana
salí a las diez
a ver a Clori
(no lo acerté)
horas menguadas
debe de haber.
Íbame aprisa
hacia la Red
y en una esquina
me le encontré.
Fueron sin duda
cosa de ver
las artimañas,
la pesadez,
los argumentos
que toleré,
el martilleo
de somatén,
y las mentiras
de tres en tres.
-Y, no hay remedio,
ello ha de ser
porque, amiguito,
mirado bien
sale de balde.
Parece inglés:
la caja es cosa
digna de un rey,
¡qué bien colgada!
¡Qué solidez!
Otra más cuca
no la veréis.
Pues ¿y las mulas?
Yo las compré
muy bien pagadas
en Aranjuez,
y a los dos meses
llegó a ofrecer
el marquesito
de Mirabel,
(sobre la suma
que yo solté)
catorce duros
para beber,
a un chalán cojo
aragonés,
que vive al lado
de la Merced.
Son dos alhajas
no hay que tener,
fuertes, seguras,
de buena ley.
Con que Domingo
puede a las seis
ir a mi casa:
yo os dejaré
las señas... Pero...
¿Tenéis papel?
-No tengo nada,
ni es menester:
dejadme vivo
sayón cruel.
Si ya os he dicho
que no gastéis
saliva y tiempo.
Si no ha de ser.
Si por no hallaros
segunda vez,
solo, sin capa,
me fuera a pie,
hasta la turca
Jerusalén.
-¿Y te parece
que le ahuyenté?
Nunca un pelmazo
llega a entender,
lo que no cuadra
con su interés.
Quise cansarle;
me equivoqué.
Sigo mi trote,
sigue también,
suelto de lengua,
ágil de pies;
siempre a la oreja
como un lebrel.
Lloviendo estaba
y a buen llover,
calles y plazas
atravesé,
charcos, arroyos...
Voy a torcer
por la bajada
de San Ginés,
hallo un entierro
de mucho tren;
muerto y parientes
atropellé.
Él, por seguirme,
dio tal vaivén
a un Reculillo,
que sin poder
valerse, al suelo
cayó con él.
Tanta del fraile
la rabia fue,
tal cachetina
siguió después;
que malferido,
zurrado bien,
allí entre el lodo
me le dejé. |