Érase un Lobo anciano,
amigo de otro Lobo que era enano,
y al que constántemente acompañaba,
porque, más que estimarlo, lo adoraba.
A ciertas horas, todos los veían
siempre juntos; y juntos departían
francamente durante sus reuniones.
Jamás sus opiniones
Se hallaron encontradas:
amigos se decían y camaradas;
yen fin tanto se amaron,
que su amor otros lobos envidiaron.
Por ligero accidente,
tal amistad cortóse de repente:
maligna calentura
puso al Lobo chaparro en la apretura
de no poder salir, en cinco días,
a realizar sus largas correrías
por ranchos, por rediles y por prados,
en busca de rebaños descuidados.
Mas ya convaleciente,
quiso probar la fuerza de su diente.
Abandonó el cubil con alegría
y vió a su viejo amigo que venía,
saltando peñas y pisando abrojos,
con un carnero. ¡Amigo, ante mis ojos,
dijo el enfermo, próvido has traído
lo que anhela este pobre entelerido!
¡Qué gusto nos daremos
con ese corderillo que tenemos!
-No eches el ojo, amigo, al corderillo,
pues que no te dará por el galillo.
-Es que me muero de hanlbre. -Importa poco.
Guarda dieta, cofrade, no seas loco.
-No quiero dieta; dame unos pedazos.
-No te los daré nunca ni a balazos.
Son dañosos, lo sé por experiencia;
si te los doy, recargo mi conciencia.
-Aunque me lleve el diablo, buen amigo,
dame un trozo no má. -Que no, te digo.
Pedírmelo es quimera: .
¡qué necio sería si te lo diera!
¿No ves que es pequeñito
y que lo necesito,
porque tal vez mañana
no encuentre qué comer? -¡Disculpa vana!
¿No eres mi antiguo amigo y compañero?
-Sí, mientras no me pidas el carnero;
pero si das en eso, camarada,
se acabó la amistad y ya no hay nada. |