Del cuello de la amada pende un Cristo,
joyel en oro de un buril genial,
y parece este Cristo en su agonía
dichoso de la vida al expirar.
Tienen sus dulces ojos moribundos
tal expresión de gozo mundanal,
que a veces pienso si el genial artista
dióle a su Cristo alma de don Juan.
Hay en la frente inclinación equívoca,
curiosidad astuta en el mirar,
y la intención del labio, si es de angustia,
al mismo tiempo es contracción sensual.
¡Oh, pequeño Jesús Crucificado!,
déjame a mí morir en tu lugar,
sobre la tentación de ese Calvario
hecho en las dos colinas de un rosal.
Dame tu puesto, o teme que mi mano
con impulso de arranque pasional,
la faz te vuelva contra el cielo y cambie
la oblicua dirección de tu mirar.
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