A Udón Pérez
Se hablaba de amores.
De repente Juan, aquel viejo lobo de mar que había naufragado seis veces y que narraba con rostro impasible escenas atroces de abordaje, saqueos e incendios, dejó caer su poderosa mano sobre la mesa, y exclamó: ¡Oh, las mujeres!
Nosotros nos miramos. Hacía largo tiempo que charlábamos sin reparar en él, que con la pipa en la mano, permanecía callado, apurando una tras otra, muchas veces, su copa de ginebra.
–Juan se ha dignado nombrarlas, señores, oigámosle.
Las sillas se estrecharon en torno del viejo marino, cuyo rostro se había tornado de taciturno en sombrío, apareciendo negra la honda cicatriz de la frente. Después dejó escapar la pipa y preguntó:
–¿Recordáis a ... Pedro?
El nombre le había costado un esfuerzo inaudito, como si al pasar por la garganta la hubiese desgarrado.
Pedro de Montel, ¿aquel brillante oficial de marina que murió asesinado villanamente en un café? ¡Cómo no!
Hasta yo que era el más joven lo recordaba. Y recordábamos el misterio que había dejado envuelto en la más completa oscuridad tan horrendo crimen. Su cuerpo, con el corazón partido, fue hallado en el mismo cuarto donde algunas horas antes había cenado con varios amigos. Los mozos declararon, que el matador, disfrazado de Pierrot, había huido precipitadamente dejando abandonada en el sitio de la tragedia a una infeliz demente.
–Pedro no murió asesinado, sucumbió en brega encarnizada y fiera, pero leal. Escuchadme:
El otro... Al otro, llamémosle Julián. Juntos habían llegado de aquel largo y penoso viaje de cinco años, y juntos bajaron a la playa y tomaron el camino de la ciudad. Era una noche de carnaval, y la algazara de las alegres comparsas conmovía dulcemente el corazón de los dos camaradas, a quienes los recuerdos henchían de placer. Al llegar frente al antiguo café se detuvieron. ¿De quién partió la invitación a penetrar en el lugar maldito? No sé, no lo recuerdo ya. Entraron, y a pesar de aquellos cinco años de ausencia, impresos con tan rudas penalidades y tantos sufrimientos en el rostro de los dos marinos, fueron reconocidos, reconocidos y aclamados por los que allí se encontraban. ¡Qué andanada de felicitaciones! ¡Con que habían salido ilesos de aquel horrible naufragio frente al cabo de Buena Esperanza! ¡Quién lo hubiera soñado, después de tan largo tiempo que se les creía muertos! Fuerza era celebrar la resurrección ante una buena mesa y escuchar, de boca de los mismos héroes, los detalles de aquella aventura terrible.
Pedro se resistía. Aún no había visto a Marina, su hermanita única, a quien él al partir había dejado al cariño de su buena tía, la Superiora del convento.
La fatalidad, empero, puso en los labios de aquellos amigos súplicas tan persuasivas, que Pedro se quedó entre ellos.
Cuando se sirvieron los postres, ya los comensales habían “arriado los trapos” de tal manera que todos, excepto Julián, tenían perdida la brújula. A éste se le ocurrió entonces salir furtivamente del cuarto donde cenaban y deslizarse a la calle. Llevaba su idea. En una guardarropía de carnaval vistió un traje de Pierrot y de seguida torció rumbo hacia los arrabales. Poco esfuerzo costóle adquirir lo que buscaba. Su hallazgo reunía las condiciones apetecidas: juventud, belleza y descaro. El traje de Colombina le sentaba a las mil maravillas, haciendo resaltar la hermosura de las formas y la blancura de las carnes Pedro indudablemente le envidiaría su buena suerte...
Cuando llegó al café, ufano, con su “presa al remolque”, la sala estaba desierta, y en el cuarto reservado, Pedro, solo, con la botella delante, cabeceábase como una fragata sin timón.
–Pedro, navecita pirata. (Por este nombre designaban ellos dos a las mujeres del mundo alegre).
–¡Eh, mascarita!
No acabó. Colombina dio un grito espantoso y se echó hacia atrás.
Pedro se arrojó sobre ella y le arrancó la careta,
–¡Perdón, perdón!
–¡Marina!... ¡Marina!... ¡Ira de Dios!... Defiéndete tú que la traes, miserable. –Y una terrible bofetada resonó en el café.
La riña fue ruda y breve. Aquellos dos hombres se lanzaron “al abordaje” con ímpetu feroz. Durante algunos momentos se estrecharon tan fuertemente que las palpitaciones del corazón del uno resonaban en el pecho del otro. Al fin Pedro rodó al suelo corno una masa inerte. El “otro”, comprimiéndose una gran herida en la frente, huyó despavorido, llevando para siempre en el alma, el alma de Caín. Oh, ¡las mujeres!
Y Juan, aquel viejo lobo de mar, que había naufragado seis veces, y que narraba con rostro impasible escenas atroces de abordaje, saqueos e incendios, lloraba como un niño al recordar a Pedro, y se desgarraba la frente queriendo arrancarse de allí la honda cicatriz. |