A Jacinto López
¿Mis celos? No sé en verdad cuál era el fundamento de mis celos. Tristán, el delicado pintor de flores, el amable paisajista, era, por el afecto y la intimidad, un hermano. En mi mesa su puesto estaba entre Margarita y yo, y en nuestros paseos al campo, ella, tenida de su brazo, le hacía recitar poesías musicales y dulcísimas, que yo aplaudía encantado de su talento.
Esta dote de una rima pomposa y llena de frescura que el pintor afectaba desdeñar por sus lienzos de flores, era quizás la seducción más poderosa que Tristán ejercía para hacerse amar locamente de las mujeres; y yo, que lo sabía, pensaba en ello a mi pesar cuando le contemplaba de la mano con Margarita corriendo a campo travieso ora al alcance de un nido de ruiseñores, siempre distante, ora en busca de una flor silvestre, cuyo hallazgo era motivo de algún madrigal respetuoso, pero ¡ay! demasiado tierno, y siempre oído con visible alegría.
Además, allá en la sala de nuestra casita, alguien me mantenía en constante suspicacia; no con sus palabras, pero si con su expresión maligna, mañana y noche, cuantas veces Margarita me besaba á la hora de salida, a la de entrada.
–¿No es cierto que era locura ceder a la sugestión insidiosa de aquel busto de mármol que sobre la dorada mesa del espejo se reía burlona y perversamente? Locura era, y no obstante, cuántas veces, con un pretexto fútil, alejé de mi lado a Margarita para interrogar impaciente aquel blanco rostro risueño y malvado!
–¿Qué pasa aquí cuando yo no estoy?... Tristán... ¿verdad?... Y el maldito busto sonreía... sonreía... ¡Oh desesperación! ¡oh rabia!
Una mañana, en el momento de ofrecerme sus labios para despedirme, Margarita me anunció que ella también intentaba salir.
La sorpresa que me causó esta determinación nada extraña en sí, no pasó inadvertida a los ojos de Margarita, quien me miró asombrada y preguntó el motivo de mi emoción. Me reí estrepitosamente para tranquilizarla y desorientarla, la besé y partí.
En la calle tracé mi plan. Mi reloj marcaba las siete y treinta; iría a la oficina hasta las nueve. Hora y media era plazo bastante para que ella dictara sus órdenes en la casa, y se arreglara con la coquetería que le era habitual.
¡Una hora! Vaya que una hora es larga cuando la impaciencia nos muerde el corazón y precipita latidos.
Al fin no pude contenerme más, y minutos antes del término fijado por mí mismo, tomé el sombrero y me lancé en dirección a nuestra casita.
Ya en el umbral casi me arrepentí. ¿No era indigno lo que hacía? ¿Ni qué motivos claros tenía yo para aquel procedimiento? ¿Acaso no seguía siendo Margarita invariablemente buena y cariñosa? No obstante, entré.
–¿Margarita?...
–La doméstica, sorprendida con mi inesperado regreso, balbuceó algunas palabras, en tanto que el busto de mármol sonreía más perversamente que nunca.
¡Oh, yo sabré encontrarla!
Ya en camino, reflexioné. Era necesario tomar precauciones para que la infiel y su cómplice no pudieran escapar.
Cuando llegué al estudio de Tristán, éste salió precipitadamente a recibirme.
–¿Qué tienes? ¿Qué pasa? –me preguntó asiéndome del brazo queriendo obligarme a tomar asiento en la salita de recibo.
–¿Qué me pasa? Ven y te contaré –le respondí, mientras trataba de acercarme a la pieza contigua, que yo sabía era, a la vez, estudio de pintor y alcoba de Tenorio.
La cortina estaba corrida. Sin embargo hubo algo que por un segundo me paralizó el corazón. Era el ambiente que de allí emergía. Sí, aquel ambiente yo lo conocía, era el mismo que ella creaba con su presencia.
El perfume que venía del estudio y se me entraba en los pulmones y me envenenaba el alma, era su perfume, el olor de su persona, de su carne, de Margarita.
Cerré los ojos y vacilé. Tristán me tomó con fuerza entre sus brazos.
Mi desfallecimiento no duró un minuto. En el instante mismo en que yo volvía en mí, una ráfaga de aire entreabrió la cortina rápidamente, y percibí sobre la alfombra que cubría las lozas del estudio, desnudo y blanco, el pie de Margarita.
¡Ah, la infame! Y de un salto caí adentro....
Cuando Tristán, sorprendido, llegó junto a mí, yo me cubría, avergonzado, el rostro con ambas manos...
En el estudio del pintor lo que creaba aquel ambiente de perfume era un gran cesto de flores recién cortadas.
Una de aquellas flores, un lirio blanco y hermosísimo, yacía sobre la alfombra.
***
Jamás he querido decir a Margarita por qué esa mañana, cuando regresó a nuestra casita de amor, encontró, roto en mil pedazos, por el suelo, el busto de mármol; aquel busto que elevaba sobre la dorada mesa del espejo su blanco rostro sonriente y malvado. |