Érase un señor de abundantes carnes que no podía permitirse una gran ligereza al atravesar las vías de la capital argentina, y que, por tanto, sufría el constante peligro de fallecer aplastado por los automóviles. El hombre estudió su caso, y a primera vista le pareció que no había para él más que dos soluciones amparadoras: no salir de su casa o salir en "auto". Por desgracia, las dos eran imposibles en la práctica. Nuevas reflexiones le llevaron a una tercera iniciativa. Obtuvo una licencia de armas y se lanzó a la vía pública con el corazón más tranquilo que nunca.
Jamás como aquel día se vio al señor gordo cruzar tan serenamente las calles. Caminaba a toda la velocidad que, sin excesivo esfuerzo, le permitían sus grasas; procuraba esquivar buenamente los ómnibus y los tranvías; pero ya no sudaba de terror ni empalidecía de ansia, sino que en su rostro resplandecía la serena sonrisa del ciudadano consciente de sus derechos.
Pese a su actividad de correcto viandante, no pudo evitar que a los pocos minutos el peligro se cerniese sobre él. Con esa heroica despreocupación por las vidas ajenas que caracteriza a los chóferes de todos los países, un automóvil avanzó a toda marcha contra el señor gordo, por la derecha. Quiso él apartarse, y vio venir por la izquierda otro vehículo que, evidentemente, disputaba al primero la satisfacción de aplastarlo...
El señor gordo creyó llegado el momento de ensayar su sistema salvavidas. Súbitamente metió ambas manos en los bolsillos de la americana, y súbitamente aparecieron dos brillantes revólveres, apuntando el uno al chófer de la derecha y el otro al de la izquierda.
Como movidos por una fuerza sobrenatural, ambos coches pararon en seco en aquel instante. El señor gordo pasó, llegó a la acera, guardó sus revólveres, saludó con una amable sonrisa a los conductores de los "autos" y los animó, con ademán bondadoso, a continuar su marcha.
Naturalmente, los agentes de Seguridad intervinieron. El señor gordo declaró que, en efecto, había adoptado la resolución pavorosa de matar a tiros a los chóferes antes que los chóferes pudieran matarlo a él. El señor gordo tenía del automóvil un concepto nuevo y poco recomendable: el automóvil era para él un terrible enemigo del hombre, una fiera que aspiraba a aplastarnos y que lo consigue con demasiada frecuencia. El hombre debe ir prevenido contra las fieras, ya sea en una selva virgen, ya en las calles de una ciudad.
Pero ocurre que los monstruos de esta nueva especie no tienen más que un punto vulnerable: el chófer. Luego hay que procurar poner la bala en ese punto. Ésa es la luminosa teoría del obeso señor.
Confiemos en que las naciones cultas no dejarán de recibir con entusiasmo esta doctrina. El contingente de cadáveres6 que los automóviles ocasionan es mayor que el que producen muchas enfermedades. Así, el señor gordo que inventó el procedimiento inmunizador es tan digno de la gratitud de la humanidad como el que ideó el suero antidiftérico , como el señor Pasteur, o como el señor Erlich... Hágasele una estatua, y así como es obligatoria la vacuna, oblíguese también a los ciudadanos a llevar revólveres que les preserven de morir ridículamente laminados por un "auto" que va a cien por hora para llevar a su dueño a tomar una vaso de cerveza o a ver una función teatral.
Aquel señor gordo es un bienhechor de la humanidad. Aclamémosle.
Extraído de Las gafas del diablo, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, 1967 |