Cuando el Sr. Poncet terminó de hablar, la anciana señora Míguez reiteró su tesis de que el género de vida moderna, esta vida moderna vuelta desdeñosamente de espaldas para los juegos de prendas, fomentaba la versatilidad de los hombres, que a ella le constaba ser, por otra parte, bien fácil. Pero la señora Míguez no pudo esta vez tampoco jactarse de haber logrado un éxito de atención. Y aun pudiera tachar de poco cortés al Sr. Ribera, que, sin esperar a que diese fin a sus consideraciones, comenzó a hablar, fingiendo, al principio, estar exclusivamente dedicado a sacudir con el dedo meñique toda la ceniza de su cigarrillo, abstrayéndose como si sus palabras brotasen sin que él se diese cuenta:
—Por mi parte—explicó—, todo disimulo sería inútil. Mi separación de Luisa ha sido, lamentablemente, notoria y nadie ignora mi actual situación, un poco irregular si ustedes quieren. Pero las razones que alegaba nuestro amigo Poncet, no han tenido nada que ver con mi caso. No creo que me fuese difícil dominar esas inquietudes y guardar absoluta fidelidad a mi mujer, si mi mujer hubiese tenido otro espíritu.
Puedo decir que me enamoré de Luisa el día en que la conocí. Y era imposible que así no fuese. Nunca hasta entonces había contemplado una belleza tan próxima a la perfección. Todo era en ella armonía y plenitud de obra acabada. Así como para expresar el preciosismo de algunas flores naturales, las gentes suelen decir que «parecen pintadas», así se decía de Luisa que «parecía una muñeca». Pero no era como es de presumir, esa belleza convencional y mofletuda de las muñecas, lo que tal frase quería sugerir, sino la artística ponderación de sus encantos, que parecían haber sido concebidos para crear el arquetipo. Las largas y curvas pestañas, la corrección impecable de la boca, el recto trazo de la nariz, la elegancia intachable de la figura, y hasta esos detalles que casi siempre tienen que crear los artificios de tocador; el tono rosado de los lóbulos de sus orejas, el rasgado de sus ojos, la suavidad del arco de las cejas, finas y negras .. Era, en fin, y sigue siendo, la mujer más bonita—creo que esta es la palabra exacta—de todo Madrid. Sus pretendientes se contaban por docenas, y cuando yo fui distinguido entre todos y me casé, me tenía—puedo asegurarlo—por un hombre feliz y no vacilaría en jurar que no podría encontrarse en la redondez de la tierra quien de parangonease, sin inmediata derrota, con Luisa.
«Y trascurrió ese lapso de la luna de miel, en el que verdaderamente los esposos ni aun inician su conocimiento. El amor es una sugestión, la más poderosa de todas las sugestiones, y un enamorado acumula tantas irreales características sobre la persona a quien ama que la esencia y aun los accidentes del carácter de ésta quedan ocultos bajo abundantes y líricas imaginaciones. En amor el núcleo siempre es misterioso, y el protoplasma densamente hinchado de ensueño. Como en ciertas decoraciones en que van levantándose gasas sutiles y a cada una que desaparece se aclaran más el telón de fondo y las antes imprecisas figuras de los comediantes, así en la convivencia matrimonial, cada día se lleva un velo de muestra fantasía, y, al fin, el ser al cual nos hemos unido aparece ante nosotros tal y como es, en cuerpo y en alma. La magia de nuestro amor cede ante la insistencia de la realidad. Como los leñadores de aquel bosque encantado de un cuento de niños, hemos llevado a nuestra casa la carga de oro recogida en la noche maravillosa en que los minúsculos koriganes barbudos bailaron, cogidos de la mano, a nuestro alrededor, .cantando una canción extraña y dulce. Salió el sol y corremos a abrir el saco que guarda nuestro tesoro. Y, como en el cuento, algunos encuentran el amarillo y puro metal recogido en el bosque encantado; y otros advierten con desesperación que se trocó en hojas secas y ramas podridas.
«Nuestra luna de miel pasó, y las gasas comenzaron a alzarse.
«Yo no fui feliz. Pronto comprendí que en el alma de Luisa no había más que una profunda devoción hacia su propia belleza. Era ella la primera admiradora de sí misma. La costumbre del triunfo, los halagos que desde niña había recibido, aquel asombro que estaba habituada a provocar con su sola presencia, habían exaltado en ella un narcisismo desesperante. Se adoraba; y esta adoración que llenaba su espíritu le impedía querer a los demás. Era inútil que procurase despertar su ternura, su amabilidad, su gratitud. Las frases más emocionadas que mi cariño pudiera dirigirle no eran para ella más que un homenaje natural, algo así como deben de ser para una majestad las alabanzas de sus cortesanos; mis sacrificios por sostenerla en una vida fastuosa, los recibía con igual gesto de recaudador de tributos. Yo era para Luisa poco más que un espejo que hablaba, un espejo animado y sensible que temblaba de emoción y reflejaba el efecto de su belleza soberana. No era más.
«Quienes no hayan conocido una mujer así no querrán creer que en su atención tenían mayor importancia sus sombreros, sus vestidos, los elementos todos que podían dar realce a su hermosura, que los sentimientos de su marido. Podía sostener durante todo un día una conversación a propósito de modas, y era incapaz de pronunciar, ni aun en nuestra intimidad, una sola frase de cariño. Se dejaba amar—esto era todo— con el gesto de una diosa. Recordaba hasta las toilettes con que en su adolescencia había alcanzado éxitos, pero no habían dejado ninguna huella en su espíritu las delicadezas de que yo había rod.ead o mi amor. No lloró nunca, porque el gesto del llanto es feo. No rió nunca, porque la carcajada quebranta groseramente la línea. La he visto ensayar actitudes ante el espejo, tan abismada en su admiración que se olvidaba de mi presencia. O contemplar durante largo tiempo una de sus manos maravillosas, con la sonrisa del éxtasis en los labios...
«El papel de un enamorado es difícil cuando la amada se anticipa a alabarse; y yo quería saber qué cumple decir a un hombre cuando su mujer requiere, con un pretexto o con otro, su admiración con observaciones cotidianas de esta naturaleza: «¡Mira, por Dios, cómo parecen de nácar estas uñitas!»
«Comenzó a buscar consuelo para mi creciente aflicción en imaginar la "Vejez de Luisa. Odiaba aquella perfección que la hacía egoísta, y la destruía mentalmente, ya que otra cosa no me era dado hacer. «Cuando los años pasen—me decía—y ella no sea ya tan hermosa, me querrá.»
«Me doy cuenta de que mi caso, aunque no tan vulgar como el que Poncet ha referido, es frecuente. Muchas mujeres hay poseídas de este narcisismo, y muchos hombres que son desdichados por su culpa. Cuando murió el padre de Luisa creo que ella sintió atenuado su dolor por la satisfacción que le produjo comprobar que los trajes de lulo daban un nuevo y delicado matiz a su belleza. Y aun recuerdo el disgusto que tuvimos en cierta ocasión por oponerme a que luciese uno de esos trajes en que el pecho, la espalda, las axilas, las piernas, van casi al aire, y el resto del cuerpo puede ser adivinado perfectamente por la trasparencia de las telas. En tales casos, ella adoptaba un gesto de víctima y una silenciosa tenacidad. Mo discutía, porque el discutir, descompone. Tengo la seguridad, no obstante, de que no incurría en tales excesos por impudor, sino por culto a la moda que favorecía sus encantos. De haber nacido en Grecia y en otras edades, ella sería de las mujeres que se exhibían desnudas al populacho para embriagarse vanidosamente con la ajena admiración.
Luisa estuvo gravemente enferma una vez. Fue preciso hacer a sus venas transfusión de sangre. Yo ofrecí la mía. Salvó. Transcurrieron dos meses. Una tarde, al volver a casa, encontré a mi mujer afligidísima; no contestó a mis preguntas, encerrada en un hosco mutismo. Al fin, su dolor y su ira estallaron. Alzó la holgada manga de su blusa y me mostró en el brazo una tenue manchita sonrosada.
«—¿Qué es eso?—indagué.
«—¡Tu sangre! ¡He aquí lo que hiciste con tu ligereza! «Yo soy un hombre de naturaleza sanguínea, quizá un poco artrítico... Algunas veces surgen en mi piel manchas de un tono rosado. La de Luisa, según pudo comprobar después, nada tenía que ver con eso. Pero ella temía que el sacrificio con que contribuí a salvar su vida pudiera macular su perfección con la misma desgracia. Y me reprochó duramente que no hubiese elegido con meticuloso cuidado otra sangre de calidad superior; una sangre que, a juzgar por las condiciones que ella enumeraba, no podría ser más que un producto de perfumería.
«Y yo no sé si fue aquella palmaria ingratitud, tan egoísta, o la suma de todos los egoísmos anteriores, o la imposibilidad de que un amor se mantenga en incesante monólogo, lo que me apartó súbitamente de mi mujer. Porque casi súbitamente dejé de quererla. Su hermosura fue para mí empalago, hastío, repugnancia. La desdeñé y la compadecí a un tiempo, porque su orgullo se basaba en algo que moría cada día un poco, y el futuro le reserva la tristeza ineludible de verse vieja, que es verse fea. El talento, la bondad, la ternura, pueden acompañarnos, embelleciéndonos, durante una vida longeva, hasta el pie de la tumba. La hermosura física por sí sola no es más que una comida como otra cualquiera para los gusanos. Yo cesé de amar a mi esposa...por bonita. Tuve la suerte de conocer, en esta crisis, otra mujer. Su figura y su rostro son vulgares. Nadie vuelve la cara cuando ella pasa por la calle. Y acaso es porque no le ven el corazón. Es abnegada, es tierna, y su dulce gracia cicatrizó muchas heridas de mi espíritu. Esta vez, mi amor es un diálogo, y ninguno de los dos creemos que el otro recibe con nuestro cariño una merced.
«Luisa y yo pudimos haber continuado viviendo juntos, como tantos otros matrimonios cuidadosos de la apariencia. Pero ella no lo toleró. Su vanidad, no su afecto, se sintió herida. Me dijo:
— «Si me hubieses engañado con una mujer más guapa que yo, acaso te perdonase. Pero con esa.... No es elegante, no es hermosa... ¿Qué has visto en ella que pueda hacerla mi rival?
— «No respondí. ¿Para qué? Ella no hubiera comprendido nunca... Marché aquella misma noche de mi casa para no volver.
(Revista “Flirt” de Madrid, 16 de febrero de 1922) |