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Isidoro Fernández Flórez

"Los ojos verdes"

Biografía de Isidoro Fernández Flórez en Wikipedia

 
 
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Los ojos verdes

 

El señor D. Cayetano Cienfuentes, feliz esposo de una de las mujeres más lindas de Madrid, estuvo de visita en casa de la generala Bisalto, y como allí se hablase de que el espiritual joven D. Antonio Púrpura había concluido sus relaciones íntimas con la baronesa de la Flor, tuvo el mal acuerdo de preguntar el motivo de haberse roto tales relaciones.

La generala respondió sencillamente:

—La baronesa es una celosa insufrible.

Pero al día siguiente, cuando le entraron el chocolate a D. Cayetano, le entraron una carta, cuyo sobre y letra le sorprendieron, por ser el uno de papel bastante ordinario y la otra de unos palos torcidos y raros, como patas de mosca.

Abrió el sobre con verdadera inquietud y leyó:

«La generala te dijo ayer que Púrpura ha reñido con la baronesa, porque ésta le martirizaba con sus celos. Fue muy amable contigo la generala, puesto que pudo decirte lo siguiente:—¡Ha dejado a la baronesa por su mujer de usted!»

Don Cayetano se quedó sorprendido, asustado, indignado y confuso. Leyó una y cien veces el anónimo; se levantó muchas veces de la silla y se dirigió hacia el cuarto de su mujer, hacia su cuarto de vestir, hacia la puerta de la calle...

Por fin, volvió a sentarse. Dobló la carta, la metió en el sobre y la puso junto a la bandeja de los bizcochos. Meditó largo rato, y, meditando, inconscientemente fue tragando sopas de soconusco.

Pero su serenidad era sin duda ficticia; nerviosos movimientos indicaban su agitación interna.

Cuando concluyó los bizcochos su resolución estaba tomada. Un drama, sin duda, iba a surgir del fondo de aquella jícara de chocolate.

Entró en su despacho, escribió dos cartas a dos íntimos amigos suyos, citándoles para dentro de dos horas en el Casino; se vistió, tomó un sombrero y su bastón y salió de su casa, dirigiéndose a la de Antonio Púrpura.

No había querido entrar en el cuarto de su mujer. Entre otras razones, porque no sabía qué decirle, ni qué hacer con ella.

¿Sería cierto lo que el anónimo le decía? ¿Era una calumnia?

El señor de Cienfuentes se había casado enamoradísimo de su mujer y continuaba enamorado de ella, a pesar de llevar cinco años de matrimonio. Su posición y su fortuna le permitían alternar con la mejor sociedad de Madrid, y frecuentaba con su mujer el teatro Real, los bailes, los paseos... Había, sí, notado que Pilar, así se llamaba su señora, era muy coqueta; pero, a la verdad, esto en Madrid no es cosa rara entre las damas, y forma parte de su buena educación social... Y había notado también que le merecía simpatías muy especiales Antonio Púrpura, amigo suyo, compañero suyo de caza, al cual él distinguía mucho también, porque era distinguido por todos... Como Púrpura era digno de esta estimación general, a Cienfuentes no le extrañaba la simpatía que Pilar le mostraba... Muy al contrario, esta franqueza de su mujer le parecía una prueba de su inocencia...

Pero el anónimo había revuelto en su imaginación recuerdos, incidentes, miradas, ocasiones...

La verdad es que Púrpura era joven, guapo, de agradable conversación, amabilísimo, ilustrado, caballero; ponía los cotillones, era un gran caballista y tenía sus puntas y ribetes de toreador... En cuanto a Pilar, ¿cómo no había de haber encantado a Púrpura, encantando a todo el mundo? ¿Había, ni podía haber mujer alguna tan hermosa, tan seductora, tan elegante, tan codiciada en el mundo? Pero Cienfuentes sentía removerse una verdad en el fondo de su conciencia, y esta verdad no quería formularla; ahondando, ahondando, le parecía que su mujer mostraba por Púrpura más afición que Púrpura por ella...

Además, Púrpura tenía una gran pasión, que Cienfuentes no ignoraba. La baronesa, mujer no muy bella, pero de gracia natural y de mil artificiosidades irresistibles, le tenía hechizado. Su misma mujer se lo había dicho a Cienfuentes.

Pero ello es que Púrpura y la baronesa habían concluido, y que...

En esto llegó Cienfuentes a casa de su amigo...

—¡Bravísimo! Cuánto me alegro de ver a usted... Precisamente tengo que proponer a usted una tirada de patos magnífica...

Y Púrpura se vino hacia él con los brazos abiertos. Cienfuentes le detuvo con un ademán y le dijo:

—Ya hablaremos de eso. Otro es el asunto que aquí me trae.

—Sepamos—exclamó Púrpura, algo inquieto.—¿De qué se trata?

Cienfuentes sacó del bolsillo el anónimo, lo desdobló y se le alargó a Púrpura, diciendo:

—¡Lea usted esto!

Y se quedó mirando fijamente el rostro de Púrpura, para sorprender en él sus impresiones.

Púrpura fijó sus ojos en el papel y exclamó:

—¡Calle! ¡Una carta de la baronesa! ¡Un anónimo! ¡No necesito leerlo! Me figuro lo que dirá...

—¿Qué se figura usted?...

—Naturalmente, dirá que si he cortado las relaciones con ella es porque...

—¡Basta!—le interrumpió Cienfuentes.—¡Eso dice!

—Pero... ¡amigo Cienfuentes, no una, muchas veces le tengo dicho a usted que es una mujer insoportable por sus celos!... Todos los amigos míos que tienen mujeres guapas han recibido anónimos como ese... Pero a la verdad, ninguno les ha dado la importancia que usted...

—Yo no le doy más importancia que la que debo y puedo; yo no sospecho de mi mujer; si sospechase de ella...

—Entonces, ¿de quién sospecha usted?... ¿de mi?

—¿De usted? ¿Por qué no? Los hombres del día no sacrifican a la amistad sus gustos de amor, ni sus caprichos... Pero tampoco sospecho de usted precisamente... Sospecho, sí, de todo el mundo; de ese monstruo de cien lenguas que se llama la sociedad, y que a estas horas, según me lo indica este anónimo, deshonra mi nombre en las tertulias, en los teatros, en todas partes...

—Yo deploro, amigo Cayetano, esta ocurrencia funesta; quisiera haber podido evitarla, quisiera ponerle remedio... Pero, ¿que hacer? ¿Viene usted a pedirme que deje de frecuentar su amistad de usted, a cerrarme su casa, a prohibirme que frecuente el trato de su señora? Dura es la exigencia; pero yo, que soy buen amigo de mis amigos, y sobre todo, hombre sensato que sabe cuán respetable es la tranquilidad de un matrimonio, accede desde ahora. Suspendamos nuestras relaciones amistosas... Pero, ¿ha considerado usted que este cambio de conducta confirmaría los celos de la baronesa y las maliciosas insinuaciones de los murmuradores?

—No pienso en pedir a usted semejante cosa...

—Entonces dispénseme usted, amigo Cienfuentes, le diga que no comprendo su objeto de usted al venir aquí con esa carta.

Y el tono en que hablaba Púrpura indicaba clarísimamente que le iba dominando la impaciencia...

—Hay un medio para que mi honor quede a salvo de la murmuración... Yo invoco nuestra buena amistad al exigir de usted...

—¡Al rogarme, querrá usted decir, sin duda!

—Bien, sea; al rogar a usted que haga un sacrificio, por cierto poco doloroso. Reanude usted sus compromisos con la baronesa. Esto nos salva a todos.

—¡Menos a míl ¡Demonio! ¡No puedo más, amigo, no puedo más!

—Muchas veces ha roto usted con ella, y ha hecho usted las paces.

—Muchas; por eso no puedo volver de nuevo. Y, por otra parte, considere usted mi situación.¡Tendré relaciones para toda la vida! Porque en cuanto vuelva a dejarla volverá la calumnia; usted volverá a mi casa, yo tendré que volver a... ¿Le parece a usted que esto es serio? ¿Que esto se puede exigir a un amigo?

—¿Es decir, que usted se niega?

—¡Hombre, por Dios! Usted en mi caso, ¿lo haría?

—No sé si lo haría o no. Lo que sé es que su negativa de usted me coloca en una terrible alternativa. Su presencia de usted en mi casa, o fuera de ella, al lado de mi mujer—¿por qué no he de afirmarlo?—me será ya intolerable; nuestro rompimiento será notado, interpretado, y la baronesa se complacerá en explicárselo a todos...

—Señor de Cienfuentes—exclamó Púrpura con el aplomo de una conciencia tranquila y con cierto aire de distinción y de superioridad...—usted me cree un caballero, ¿no es así?

—¡Asi lo creo!—contestó Cienfuentes vencido.

—Pues bien, bajo mi palabra de honor le aseguro a usted que Pilar no corre peligro alguno con mi amistad. Toléreme usted esta observación: no es usted muy perspicaz cuando no ha notado usted lo que ella ha notado, lo que ha notado todo Madrid, menos la baronesa.

—¿Qué quiere usted decir?—exclamó Cienfuentes, que empezaba a sentir mareos con tantas confusiones.

—¡Sí, mi querido amigo! Su mujer de usted es asombrosamente bella; tiene todos los adornos naturales que cantan los poetas en los himnos a sus musas; es una de las constelaciones más brillantes de la sociedad; ejerce seducción irresistible sobre todos...

—Bien, bien; acabemos.

—Pero, y no haría esta declaración si no supiese usted que tengo hechas mis pruebas de valor en el terreno; pero, tranquilícese usted: ¡con todas esas condiciones, Pilar no me gusta!

—¿Que no le gusta a usted mi mujer?—Y Cienfuentes abrió los ojos desmesuradamente.

—No, amigo Cayetano; no me gusta ni me gustará jamás.

—¿Jamás?—interrogó Cienfuentes, con acento en que parecía mezclarse la incredulidad con la ira.

—¡Jamás! ¡Tiene los ojos verdes! ¡Tendría que cambiárselos!

Y al decir esto quiso dar una palmadita en el hombro a Cienfuentes, creyendo terminado favorablemente el asunto y lleno de íntima satisfacción a su atribulado amigo.

Pero cada hombre tiene sus manías. Grave le había parecido el anónimo a Cienfuentes; mucho más grave la sospecha de que la baronesa tuviese razón y Púrpura fuese el amante de Pilar; gravísima la negativa de volver Púrpura con la baronesa; pero la verdad es que nada le pareció tan intolerable como el tono de desprecio con que Púrpura había hablado de la hermosura celebérrima de su mujer.

¡Cosa rara! Cienfuentes había quedado convencido súbitamente de que a su antiguo amigo no le gustaba Pilar. ¡Tiene los ojos verdes! ¡Oh! Estaba ya tranquilo... Pero al tranquilizarse, al recobrar su posición de esposo inmaculado, sentía surgir en su pecho una viva indignación contra el despreciador de su esposa.

¡No le gustaba! ¿Era esto concebible?

¿Era concebible que alguien tuviese la audacia de menospreciar la hermosura, la magia proverbial de aquellos ojos de Pilar, los cuales eran precisamente el imán de su corazón y de todos los corazones?

Lo oía y no lo creía.

Tomó su sombrero, y sin darle la mano, y con un tono que dejó a Púrpura clavado en el sitio, le dijo:

—¡Dentro de una hora recibirá usted la visita de dos amigos míos!

Al día siguiente Cienfuentes y Púrpura se batían a espada, y Púrpura recibía una estocada en el hombro.

En las tertulias se habló mucho del lance, que se había supuesto ocasionado en una disputa sobre política. La baronesa dijo horrores.

Cuando llegó el verano se anunció que los señores de Cienfuentes anticipaban su viaje de recreo.

Y cuando volvieron en octubre, la gran novedad y el inextinguible pábulo de la murmuración fueron estas palabras de la baronesa, llenas de ira:

—¡La he visto!... Está desconocida, pero aún más hermosa; yo sabía que en París hacían esa operación, pero no lo había creído...

—¿Qué operación, y a quién ha visto usted, baronesa?

—¡A Pilar! ¡Se ha pintado los ojos!

 

Cuentos. 1904 Madrid: R. Romero, Imp.

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