Saliendo de la ciudad por la puerta del Sur, se entraba en una carretera festoneada de álamos negros y de miserables casucas. Esta carretera terminaba en una indicación de plaza, en la cual tenían principio varios caminos; el de la derecha conducía a un cementerio. Desde muy lejos se vela una blanca y larga tapia, y sobre ella caían algunos sauces y detrás se alzaban algunos cipreses.
Las casucas de la carretera eran, en su mayoría, depósitos de trapo, cebaderos de cerdos, merenderos y tabernas. En una de ellas, en una de las más miserables, vivía la familia del tío Bruno, es decir, éste, su mujer y su hija, niña de seis o siete años.
El tío Bruno había tenido todas las ocupaciones y oficios que puede tener un hombre de mucha fuerza y de escaso entendimiento. Había sido mozo de cuerda, albañil, pocero, ayudante de hortelano, arriero, mayoral, matutero, empedrador, y se habla ganado la vida siempre con buen deseo y con incesante fatiga.
Era brusco y silencioso, muy al contrario de su mujer, que hablaba y gritaba, y disputaba siempre. En la actualidad tenía un oficio siniestro: era conductor de un carro fúnebre. No del carro de una funeraria, sino de un carro de traer y llevar tierra, que servía, revestido de algunas tablas pintadas, para llevar cadáveres al cementerio. La ciudad estaba infestada del cólera y los entierros se hacían al por mayor, algunas veces de día y otras de noche.
Hemos dicho que la mujer del tío Bruno no era como éste; cierto. El tío Bruno era un hombre rudo y brutal en sus maneras, pero en el fondo tenía buen corazón; su mujer era mala, mala de remate, y tan cruel como lo son los pobres cuando son crueles.
Esto se conocía sólo con pasar por delante de su casuca hacia el anochecer, hora en que entraba la hija del matrimonio, después de haber vagado por la carretera y por las calles de la ciudad pidiendo limosna. Jamás se satisfacía la madre con la suma recogida por Pingajosilla, que así la llamaba todo el mundo; y como no estuviese allí el padre, no concluía su reprimenda sin pegarla.
Esto pasaba, ya lo digo, cuando no estaba allí el tío Bruno; quien cierto día, habiendo visto que la madre mordía a su hija en un carrillo, porque se venía sin ninguna limosna, le dió tal puñetazo, que la mujer rodó hasta un rincón de la cocina y quedó allí atontada entre paja seca, carbón, sartenes, cazuelas y pucheros.
Fatigado el hombre de sus recios trabajos de todo el día, y a veces de toda la noche, cuando entraba en su casa encontraba el consuelo y el reposo en poner a Pingajosilla sobre sus rodillas, sentándola en ellas, y así, sin decir una sola palabra, pasábase las horas muertas con los ojos fijos en los ojos de la niña, dándole palmaditas en los carrillos y atusando sus rubios y crespos cabellos. No le decía nada, porque el pobre hombre no encontraba expresiones; pero la niña le miraba también embebecida, y le correspondía con besos, comprendiendo sin necesidad de palabras sus hermosos sentimientos.
La verdad es, aparte de este sincero y profundo cariño, que Pingajosilla era el sostén de la casa; que recogía en el camino y en la ciudad, sin alejarse mucho de la puerta, más dinero que ganaba Bruno... No era extraño. Aunque ennegrecida por el sol, sucia y descalza, era encantadora; sus ojos azules eran dos cielos, y su voz era tan penetrante y tan dulce, y la modulaba con tal hipócrita angustia, que traspasaba los corazones. Cuando había recogido una peseta en cuartos, volvía corriendo a casa, por temor a que le robaran, y luego salía otra vez.
Y un día, en efecto, los temores de su madre se cumplieron: le robaron el dinero que llevaba. Este es el día en que da principio nuestra relación, originada en este hecho.
Pingajosilla volvía por la carretera; serían las cuatro de la tarde. En todo lo largo del camino no se distinguía una sola persona. La tristeza que reinaba en la ciudad reinaba en las afueras. Parecía que en tierra, aire y cielo había soledad y silencio de muerte.
Unicamente a lo lejos, junto a la plazoleta, se veía marchar un carro hacia el cementerio; carro que a Pingajosilla le pareció era el que conducía su padre. Pingajosilla se estremeció, porque aunque todos los días veía estas remesas de muertos, le inspiraban espanto... Todas las noches se acostaba con su madre desde que había cólera, por miedo a los muertos... Le inspiraban éstos más terror.
Así es que al ver alzarse del fondo de una zanja un hombre alto y corpulento, y llamarla por su nombre, se quedó fría y estática.
—Pingajosilla—exclamó el hombre, quitándose su gorra de piel y presentándosela a la niña—echa aquí el dinero que llevas, vuélvete por donde vienes y cuidadito con decir en tu casa que rae has dado el dinero que traías; ¿oyes? ¡Cuidadito!—Y al decir esto avanzó hacia ella, mirándola de un modo que la pobre niña se quedó sin sangre.
Pingajosilla abrió la mano en que traía un pedazo de lienzo con los cuartos, y éstos cayeron y sonaron en la gorra. No en el camino y sola, en todos los sitios tenía miedo de aquel hombre; era el Ganchoso, que vivía de su mala conducta, corazón de fiera, que sólo se conmovía ante una copa de vino. Aquel día no había bebido todavía y necesitaba beber.
El Ganchoso se guardó los cuartos, y echó hacia la plazoleta para entrar en un ventorrillo...
Pero tuvo que volverse un momento.
Pingajosilla, al verle marchar, había salido de su terror... Había considerado lo que acababa de hacer; ya era muy tarde; no podría recoger bastante dinero; la imagen de su madre se alzaba extendiendo hacia ella sus uñas de buitre. Bien sabía Pingajosilla lo que valían aquellas monedas. Puesto que su padre trabajaba todo el día por juntar otras iguales; puesto que su madre sólo se aplacaba con grande cantidad de ellas; puesto que en su chiscón sólo de ellas se hablaba de día y de noche, mucho valían sin duda. Su corazón y su conciencia de niña se rebelaron contra aquella brutal agresión, y echó a correr hacia su casa, gritando:
—¡Que me roba el Ganchoso, que me roba!
Un garrotazo que recibió en la cabeza cortó bien pronto sus gritos y su carrera.
Poco después, el tío Bruno salía del cementerio con el carro vacío, paraba en su casa y encontraba herida a su niña y furiosa a su mujer. «La cobardona se había dejado robar. ¡Si no moría del golpe, vamos, era cosa de matarla.»
Pero la niña volvió en sí; el tío Bruno bañó la herida con agua y vinagre; el golpe había sido de resbalón; no era mortal, pero la niña se quejaba mucho.
Aquella tarde, la epidemia se había recrudecido; el tío Bruno no podía detenerse nada; dejó a Pingajosilla, después de darle muchos besos y encargar lo que debía hacerse con ella, y volvió a la ciudad para recoger más cadáveres.
El tío Bruno entró en la ciudad; a la puerta le esperaba un alguacil con una lista; en aquella misma calle llenó su carro; se detenía en las puertas de las casas, y otro hombre le ayudaba a cargar; cargaban como quien carga maletas.
El alguacil le dió una nota para el encargado del cementerio; en ella constaba el número de cadáveres que llevaba el tío Bruno. La mortandad era inmensa; había carros grandes y carros pequeños; como en aquel barrio la gente era muy miserable, le habían destinado los carros peores. El del tío Bruno era pequeño y tirado por un mal jacucho. Cargó seis cadáveres. Algunos de ellos estaban completamente desnudos. Todos rígidos y azules.
Se dirigió al cementerio, llevando de la mano la caballería; de cuando en cuando volvía los ojos hacia el carro, dentro del cual los muertos se entrechocaban violentamente, a causa de los muchos baches del camino.
La noche caía, y sobre el cielo ceniciento se dibujaban los álamos como figuras negras, y como negras figuras también, más a lo lejos, los sauces y los cipreses que velaban el eterno reposo.
Pasó por su casa y pasó por el ventorrillo. Mas siguió, saludando uno y otro sitio con muy diferente mirada.
El cementerio estaba abierto; hacía días que no se cerraba. Entró con el carro; desunció el caballejo; dejó subir las varas, volcando así a los muertos, y alargó el papel a uno de los sepultureros.
—¡Aquí no hay más que cinco, y la nota dice seis! ¿Qué has hecho del otro?
—¡Seis había, en efecto!—dijo el tío Bruno con cierta sorpresa.
—¿En qué venías pensando? Vamos, el cadáver estaría vivo quizás y se ha marchado sin pedirte licencia. No es el primero. O se te habrá caído en la carretera. Eso otras veces sucede.
—Es posible—dijo el tío Bruno con indiferencia.—Voy ahora mismo a recogerlo. Pero dame una de las linternas.
Y con la linterna en la mano y delante del carro, ya vacio, volvió a salir del cementerio. En el camino de la plazoleta al cementerio no encontró nada; ¡en la plazoleta tampoco!... El carro iba solo; el caballejo conocía bien el camino.
El tío Bruno caminaba en zig-zag alargando la linterna. En la obscuridad y temor de la noche semejaba un fantasma siniestro.
Aunque no era muy tarde, la soledad era de alta noche. Diríase que todo el mundo estaba encerrado en sus hogares esperando la muerte.
Pasó por frente del ventorrillo; siguió, y de pronto exclamó:—¡Vamos, ya pareció el muerto! Pero ¿cómo ha rodado hasta aquí? Alguno lo ha hecho rodar a este lado.
Y maquinalmente acercó la linterna a la cara del muerto... El tío Bruno dió un paso atrás, con asombro, casi con terror.
—¡El Ganchoso!—exclamó.—¿Qué es esto?¡Dios santo!
Pero como era hombre de mucho corazón, se sobrepuso bien pronto; acercó otra vez la linterna; tocó al Ganchoso con la mano en el corazón; le examinó el rostro y dijo al fin:—¡Sí, es el Ganchoso; pero no está muerto, sino borracho!
—Borracho perdido—añadió—como él suele ponerse; tiene para cuatro o cinco horas. ¡Borracho! ¡Borracho con el dinero robado a mi niña! A mi pobre niña. ¡Malvado, ladrón, asesino!
Y levantó el puño en la obscuridad como si fuese a abofetearlo.
Pero no lo hizo: echó a correr hacia su casa, dejando el carro en el camino, y volvió a poco acompañado de una sombra, que hablaba y accionaba desordenadamente, sin que el tío Bruno le respondiera. Era su mujer.
—¡Vamos, cógele de las piernas, así, y ahora, arriba!
El Ganchoso fue colocado en el carro.
Cuando el tío Bruno llegó al cementerio ya estaban en la hoya los cinco cadáveres que antes había traído.
—¡Aquí está el seis!—dijo al entrar.
Uno de los sepultureros hizo ademán de levantarse del suelo.
—¡No te incomodes!—exclamó el tío Bruno.—Acercaré el carro y lo echaré yo mismo en la hoya.
Y el tío Bruno estuvo tan amable aquella noche con los sepultureros, que él mismo echó la cal, cegó la fosa y apisonó la tierra.
Cuentos. 1904 Madrid: R. Romero, Imp. |