Las altas lucernas arrojan fulgores vivísimos; parecen canastillos de oro que dejan caer sobre la muchedumbre, por entre juncos y mallas de cristal, una lluvia de fuego.
La luz resbala sobre aquel flujo y reflujo de olas vivientes; cabrillea, con chispazos de piedras preciosas, en un mar de colores.
Flotan las gasas, vuelan las plumas, centellean las lentejuelas. Se diría que hemos caído en el fondo de un lago de oro en ebullición.
Me coloco debajo de la araña y espero. En confusión mareadora pasan delante de mi máscaras de vistosos disfraces.
Una me da en el rostro con su abanico de plumas de pavo real. Es una archiduquesa del siglo XVIII, vestida con un jardín tejido en seda; el rostro mal cubierto con blanco antifaz, los bucles empolvados, y sobre los bucles una enorme balumba de lazos, plumas y flores. Tiene salpicadas las mejillas de picantes lunares que sueñan con besos.
Al darme con el abanico en el rostro me dice:
—¿Esperas, sin duda?...
—Espero.
—¿A mí... quizás?
—Tu traje es el de la pretensión. ¡No es a tí a quien espero!
Otra máscara llega.
Trae, por engalanarse con primor, un pañuelo de Manila de larguísimos flecos, en cuyo fondo, del color de la noche, vuelan pájaros inverosímiles, se despliegan árboles desconocidos y se alzan palacios de imposible arquitectura. Un pañuelo pérsico de seda, con hilos de oro y franjas de colores, le cuelga en largo pico sobre la espalda y se anuda al desgaire sobre su relevante seno. Lleva, como pegados en la frente, grandes rizos en espiral, y, a manera de castillo, alto rodete. Su careta es de cera, de expresión provocativa.
—¿Me conoces?—me dice.
—Sí; te he visto el otro día llevando una piernecita de cera a la Vírgen de la Paloma...
Un dominó negro se me acerca y me mira. Es un borrón de tinta. Lo desconocido, lo misterioso. Sólo descubre una mano de largos y finos dedos, cubierta de terso guante.
—¡Sígueme!—dice.
La ofrezco el brazo, le acepta, la pregunto, me responde. Conoce mi historia, mis gustos, mis secretos... ¡Me ama!
Salimos del salón. Llegamos a la calle. Acércase un carruaje. ¡Magnifica berlina! El cochero es grande como un rinoceronte, el lacayo muy pequeñito. Parte el carruaje, y rueda y rueda largo tiempo.
Párase al fin, abre la puerta el lacayo, y la máscara se coge de mi brazo otra vez.
El vestíbulo está adornado de estatuas antiguas, tibores del Japón y macetas de plantas exóticas. Por la escalera de mármol se extiende una espléndida banda de alfombra. Desde lo alto del artesonado vierte su reposada luz un farol chinesco.
Criados de blasonada librea se inclinan a nuestro paso.
Un perro, que parece un oso en miniatura, se llega a saludarnos moviendo la cola.
Entramos en un precioso camarín. Está forrado de tapicería de los Gobelinos, que representa los amores de Angélica y Medoro. Maravillosas porcelanas del Retiro y de Sajonia; espejos venecianos, papeleras de ébano con incrustaciones de marfil, colgaduras y tapetes de antiguas telas valencianas y flamencas; cornucopias de altísimos copetes; vasos florentinos de oxidada plata; fiestas campestres de Teniers, mascaradas de Wateau, acuarelas de Fortuny, aguas fuertes de Jaques... ¡La tradición, el arte, lo exquisito!... ¡Me encuentro en el boudoir de la coquetería ilustrada!
En el centro del cuarto hay una mesa, y sobre los blancos manteles servicio para dos personas; corbellas de frutos y golosinas, candelabros y flores.
La chimenea está encendida y la mesa junto al fuego.
Mi máscara se quita la careta.
Es una Venus. Más aún: es la mujer soñada.
¿Qué goces fermentaban en la copa de ambrosía con que Júpiter brindaba en los festines olímpicos? ¡Aquella cena fue la copa de Júpiter!...
—¿Cuándo, me diréis, le ocurrió a usted esa aventura?
—¡Ay! ¡Esa aventura es la esperanza que me ha llevado siempre a los bailes de máscaras!
¡Pero esa esperanza no se ha realizado jamás!
Cuentos. 1904 Madrid: R. Romero, Imp. |