Alejandro Fernández García en AlbaLearning

Alejandro Fernández García

"La bandera"

 

 
 
[ Descargar archivo mp3 ]
 
 
La bandera
 

Sobre la tierra silenciosa, a la última luz de la tarde, el bucaral en flor fingía un vasto incendio radiante. De cuando en cuando una flor arrancada por la brisa caía apagándose en la sombra como una llama trémula. Por entre los búcares que sombraban el camino marchaba el batallón; por encima de las cabezas de los soldados, amarilla, azul y roja, flameaba la bandera, bella y vibrante como un himno.

Ora se ocultaba, ora aparecía, según las ondulaciones del camino, y ya ocultándose, ya apareciendo, alegre, vistosa y pintoresca, abierta el ala sonora sobre el batallón en marcha, se la creería, bajo la luz del crepúsculo, una gigantesca mariposa fantástica, amarilla, azul y roja, creada para el sol, en el hondo valle del Tuy, un claro día de abril, para arrancar a la copa sangrienta de los búcares, con sus élitros sitibundos, un áspero licor del trópico.

La bandera de aquel batallón, que ora aparecía, ora se ocultaba, era toda de seda. Los más finos gusanos de la China habían dormido en el misterio de su claustro, sobre las ramas de las moreras, un largo sueño de belleza, hasta hilar en la rueca del dolor y del silencio el fino hilo sutil con que había sido labrada la tela preciosa de la guerrera joya tremulante. Y ahora, al flamear en el aire, recogía entre sus pliegues caprichosos mil sonoras músicas. Entre sus pliegues vibraban canciones dolientes, besos de amor, ayes de despedida, suspiros de nostalgia, impresiones de cólera, quejas dolorosas, risas macabras, silbidos presiones de cólera, quejas dolorosas, risas macabras, silbidos burlescos; en suma, toda el alma de un ejército, romántica y triste, alegre y taciturna, azul y negra. Por esto ama el soldado la bandera, y porque, además, es un símbolo de su vida azarosa. La bandera no sabe al viento que se inclina, y en su ondular indeciso y trémulo copia la angustia del alma y el misterio del destino.

....

Había en verdad otras banderas tal vez más nobles, ligadas por el recuerdo de algún hecho eroico a la historia del batallón, Banderas atravesadas por el plomo, ennegrecidas por el humo de la pólvora, pero aquella era la preferida entre todas. ¿A qué obedecía esta preferencia? Tal vez porque era de seda, quizás porque no era de una sola banda del iris nacional, sino todo el iris. Tal vez no. Tal vez sí.

Hay en la vida de los ejércitos singulares amores. Se ama una fecha, se ama un pueblo, se ama una mujer, se ama un arma, y se ignora la causa.

En suma, la bandera de seda, la bella y sonora bandera, era el amor del batallón. Se la amaba y se la admiraba. Era hermosa como una mujer, linda como una flor, sonante como una música, pintoresca como una tarde. En sus pliegues dormían las victorias como las abejas en la colmena, como las gotas de agua en la mar... El alma del soldado venezolano es también alma de artista. En el fondo de su ser vibra un alma de poeta, como una cigarra sonora en el profundo eliotropo de un crepúsculo. Ama los colores porque es hijo del sol, ama la música porque vive entre torrentes que son liras de cristal. Y al amar la bandera, ama la música y el color, porque la bandera es una flor de luz, un ramillete de sonidos.

Bajo la sombra que caía del cielo, la bandera que ora aparecía, ore se ocultaba entre el bucaral en flor, desapareció por completo. Cayó la noche. A poco el batallón acampó en el pueblo. Se destinaron los centinelas y se nombró la guardia nocturna.

El pueblo, un pueblo triste como todos los de Venezuela, tenía un nombre romántico, Taguay, y aparecía como una mancha taciturna sobre la alcatifa preciosa del paisaje. Así son nuestros pueblos, manchas taciturnas sobre un tapiz primoroso.

Frente al pueblo, pasado el río, se alza un cerro que es una maravilla. Es ligero y elegante como una joya. Es redondo como un seno de virgen y frágil como un cáliz; y como el seno y el cáliz, espira capitosas y sutiles frangancias. Porque en el cerro, como en un prodigioso ramillete, ha reunido la naturaleza del trópico, como en una sola joya, todas sus joyas. Es una alhaja cuajada de alhajas. Es como una gran flor, en cuyo abierto cáliz pomposo vivieran todas las flores. Allí, las blancas nicuas, de pétalos frafilísimos, como hechos de bruma o de polvo; los mastrantos ardientes y rojos como labios de mujer; los cundeamores que son joyeles de rubíes, y todas las enredaderas, hasta las ingenuas pascuas azules que se abren sobre la tierra como pupilas absortas, nostálgicas de un tranquilo rincón del paraiso.

Pasado el cerro, sigue el camino hacia el llano triste y romántico...

El batallón durmió en el pueblo, libre de temores. Pero a la mañana, al toque de diana, llegó la noticia funesta. El enemigo avanzaba sobre el pueblo, por el camino del llano.

El cerro era un baluarte inexpugnable. El batallón se dividió en guerrillas y dos guerrillas ocuparon la cumbre del cerro, en donde fue clavada la bandera nacional. Amarilla, azul y roja, la bandera, de rica seda sonante, flameó en el aire, orgullosa como un himno. Entre sus pliegues trémulos, inmaculados, líricos, dormían las victorias, como las abejas en la colmena, como las gotas de agua en la mar.

¡La bandera venezolana! Los que venían a atacarla, como los que la defendían, la habían desgarrado siempre en más de un viejo combate estéril... Y volvía de nuevo a desarrollarse aquel eterno drama triste. La guerra civil. ¿Qué es nuestra guerra civil?

....

Y sobre la joya del cerro como otra joya, y sobre la flor del cerro como otra flor, flameaba la bandera de la patria, amarilla, azul y roja. La bandera traída por aquel Francisco de Miranda, aquel bohemio romántico, en memoria de un amor imposible, desde la helada estepa rusa; la bandera llevada por Bolívar de cumbre en cumbre, de valle en valle, en el sueño heroico más fulgurante que haya animado corazón de mortal.

Y ahora, ¿quiénes la atacaban? ¿Quiénes la defendían? ¿Turbas ignaras, inconscientes de su crimen, o criminales conscientes?

Los primeros tiros partieron el aire y comenzó la lucha. Y la lucha fue desesperada, brutal, sangrienta, monstruosa, como todas nuestras luchas, en que vibra en nuestro corazón el alma no apagada todavía de nuestros abuelos caribes.

Por la bandera, amor y orgullo del batallón, se empeñó la lucha. Y en la lucha la bandera fue destrozada por las balas y ennegrecida por el humo de la pólvora. Más de una vez cayo, abatida en el suelo, junto con la mano, helada por la muerte, del abanderado. Y su seda milagrosa, en la lucha cuerpo a cuerpo, fue manchada por la huella sangrienta de las manos delirantes que se la disputaban. Una y más veces cayó sobre el cerro, empapada de sangre, mutilada por el plomo, y otras tantas veces fue levantada de nuevo. Y así, llena de sangre, de polvo, de humo, la bandera, orgullosa y bravía, flameaba al viento como poseída de su antiguo y heroico sueño guerrero.

Largas horas duró la lucha terrible y tenaz, indecisa y estéril para los dos bandos fratricidas. Una vez más cayó, otras tantas se levantó de nuevo, hasta que, por una de esas coincidencias inexplicables, imprevistas, ambos combatientes se alejaron, sin quedar por ninguno el campo disputado.

Y la bandera quedó abandonada entre los muertos de uno y de otro bando. Empapada en sangre, partida por las balas, manchada de lodo y humo. Ajada la flor de su seda, tendida en la tierra, entre cadáveres, muerta.

1902

(ANTOLOGIA DEL CUENTO HISPANOAMERICANO, Santiago de Chile, 1939)

Inicio
     
 

Índice del Autor

Cuentos infantiles y juveniles