Los que viven en lugares donde hay ferrocarriles, tranvías, o por lo menos, carreteras para todas partes, no pueden apreciar en su justo valor lo que es una bestia de silla ni el cariño que se le pone.
Es proverbial el dicho de que el buen viajero primero debe atender al acomodo de la cabalgadura que al suyo propio, aunque no todos lo hacen así, sino que, por el contrario, se olvidan del pobre animal que los carga, dándole la ración en plata, como dicen, sin duda para que conserve liviano el estómago, y pueda entregarse a profundas reflexiones filosóficas sobre el vacío cajón del establo.
Don Eustaquio, señor de alguna edad y montado a la antigua, era un hombre tan apasionado por su bestia de silla que dormía pared de por medio con la caballeriza para atenderla y acariciarla mejor. No soportaba que en su presencia se dijese que había otra bestia mejor, y esto le provocaba constantes altercados, porque casi todos los dueños de cabalgaduras cojean del mismo pie:
—Sepa usted, mi amigo, que habrá muy buenas bestias en el mundo, pero como mi macho rucio... lo dificulto. Fino, manso, voluntario, firme, buen tamaño y un verdadero tragaleguas. En fin, el rey de los machos.
—No tenga de esas, don Eustaquio, que donde se para mi caballo no se para ninguna otra bestia. No he querido por él cuarenta onzas de oro, y le aseguro a usted que si el general Bolívar viviera, ese sería su caballo de batalla.
—Me río yo de esas aleluyas —dijo un tipo medio allanerado— porque no hay bestia como mi potro: buena rienda, buenos pasos, buena figura, y sobre todo, una cascadura de hierro. Puede ir por tierra de Caracas a Bogotá sin necesidad de herradura.
—No pongo en duda todas esas grandes cualidades —añadió otro contertulio— pero si del macho, del caballo y del potro se hiciese un solo animal, no serviría ni para cargarle el pasto a mi mula parda. ¡Esa sí es mula! Tiene más enamorados que una muchacha bonita, pero no la vendo por todo el oro del mundo; y cuando se muera la hago enterrar en sagrado.
Don Eustaquio se ponía de mal humor y, acabada la disputa, se iba a la caballeriza a acariciar su macho y darle de comer en desagravio de aquellas ofensas que le irrogaban los envidiosos de su fama. No era rico, pero primero faltaba el sol que la ración diaria para el macho, que era un tragón de siete suelas. Cuando le daba a éste un cólico u otro accidente, al punto reunía en el establo toda una facultad de veterinarios, quedando de hecho en suspenso los trabajos domésticos y toda otra ocupación mientras duraba la enfermedad del macho.
Sucedió, pues, que tuvo don Eustaquio que ir en viaje de negocios a la antigua villa de Mucuchíes, la más fría de Venezuela, donde no se conocen las heladoras ni las máquinas para hacer sorbetes, por la sencilla razón de que el agua, en ciertos meses, amanece coagulada dentro de las mismas casas.
Una de las penalidades para el viajero en este lugar es la escasez de pasto fresco para las bestias, porque sólo se consigue paja seca de trigo o granzón, que los animales de otro clima se niegan rotundamente a comer, acostumbrados a la yerba verde de nuestros prados, al nutritivo malojo y la jugosa caña de azúcar. A don Eustaquio se le aguó el gusto del viaje, y empezó a sufrir torturas indecibles en vista de la desgana del macho y la imposibilidad de procurarle pasto fresco.
Todos los días ensayaba un nuevo método para ver si lograba que el macho comiera la paja seca y amarilla que se conservaba intacta en la pesebrera.
—Mójesela con agua de harina, le dijo un acomedido.
—Salpíquela con sal molida, le aconsejó otro.
—Remójesela con agua de papelón, y verá como la pasa.
Tal fue el último consejo que le dieron, pero al macho no le entraba la paja seca ni más que se la dorasen, en términos que ya don Eustaquio estaba por dejar el negocio, su utilidad y cuantos intereses pudiera tener en Mucuchíes, para volverse a Mérida, de donde era vecino, y devolver a su idolatrado macho la buena gana de comer, brindándole cuanto pasto verde y gustoso producen los fértilísimos campos del Chama y Albarregas.
Hallábase, a la sazón, en la misma casa donde vivía don Eustaquio, un estudiante de la Universidad de Mérida, que estaba allí de temporada. Aunque su nombre de pila era José Vicente, y su apellido el mismo del célebre príncipe de la Paz, ministro de Carlos IV, en el colegio se le llamaba Carrasquilla , y era la pata de Judas, el autor incuestionable de todas las travesuras que se hacían en la Universidad en aquella época.
Desde que se impuso de las tribulaciones y angustias de don Eustaquio, concibió la idea de hacer comer al macho por fas o por nefas, pero necesitaba para ello un objeto tan extraño y desusado que no podía averiguar por él sin provocar la curiosidad y la risa, tanto más cuanto que el único que por allí lo tenía y usaba era el mismo don Eustaquio, a quien el estudiante quería sorprender con el peregrino remedio. De aquí sus apuros para sacarle a hurtadillas el tal objeto nada menos que del bolsillo del gabán; pero un estudiante de las trazas de Carrasquilla no se paraba en pelillos.
Un día, al levantarse por la mañana don Eustaquio, notó que le faltaba algo, y se puso a buscar por todo el cuarto con mucha inquietud. Se hallaba en esto, cuando acertó a entrar el dueño de la casa ahogado por la risa, pero se contuvo al ver el rostro contrariado de su huésped.
—Es particular, mi amigo, pero creo que anoche me han robado.
—¡Que lo han robado a usted en mi casa!...
—Pues sí, porque me faltan mis anteojos de viaje.
El posadero no pudo menos que soltar la carcajada con harto asombro de don Eustaquio, que lo interpeló enojado:
—¿Y se ríe usted de esto?
—¡Cómo no he de reírme! si precisamente venía a comunicarle una novedad que tiene el macho.
—¿Mi macho rucio?...
—Sí, señor, que ha amanecido hoy de anteojos, y ahora caigo en la cuenta de que son los mismos de usted.
No había acabado de oír tal especie don Eustaquio, cuando se plantó en la caballeriza y vio que lo dicho era muy cierto. ¡El macho tenía bien puestos sus propios anteojos!
Iba a quitárselos, montado en cólera por la burla y el perjuicio, cuando apareció en la escena el picaro estudiante, que desde la noche había hecho retirar de la pesebrera toda la paja, e interponiéndose entre el macho y el amor, le dijo a éste con aire de triunfo:
—No se los quite usted, don Eustaquio, si quiere verlo comer ahora mismo.
—¿Cómo así?...
—Pues póngale la ración y verá.
Efectivamente, tan luego volvieron a poner en la pesebrera la paja amarilla de trigo, el macho dio un sonoro resoplido de contento y empezó a devorarla con una hambre atrasada de más de tres días.
—¡Pero esto es un prodigio! —exclamó don Eustaquio.
—Prodigios de la óptica —le contestó el estudiante — ¿no observa usted que los anteojos son verdes y que al través de ellos el macho ve verde la paja seca? Con que, mi amigo don Eustaquio, mándese hacer unos anteojos de estira y encoge, para que le sirvan a usted en el camino y al macho en las posadas, y le respondo que comerá hasta paja de colchón, tomándola por malojo tierno.
Y, lector, si dijeres ser comento, como me lo contaron te lo cuento.
( 1902 ) |