Dícese vulgarmente que cuando pelean los compadres se descubren las verdades; pero lo que no todos saben es cómo pelean los compadres por estos trigos de los Andes venezolanos.
El compadrazgo es un vínculo muy estrecho entre nosotros. El parentesco espiritual que, a virtud del sacramento del bautismo, contraen los padrinos con el bautizado y los padres de éste, llega a ser considerado por nuestros sencillos labriegos hasta de mayor fuerza que el parentesco de la sangre.
Entre primos y parientes suele haber las de San Quintín en los velorios, convites y demás ocasiones semejantes, en que el pícaro licor saca de sus casillas al más quieto; pero entre compadres son raros los encuentros, y cuando ocurren precede una ceremonia por extremo curiosa.
En cierta ocasión, regresaban de la ciudad de las nieves y las flores, después del mercado, dos robustos hijos del campo; e iban a medio palo, acompañados de parte de sus respectivas familias, platicando y cantando alegremente por efecto de las libaciones de ordenanza.
Quién sabe qué chanzoneta muy pesada le diría el uno al otro, o qué cuenta atrasada tendrían pendiente, es el caso que empezaron a insultarse de lo lindo, sin que valiese la prudente mediación de las atribuladas mujeres, llegando al punto de plantarse en la mitad del camino en actitud de pelear; pero ¡cosa sorprendente! aquellos hombres, que se habían ultrajado de palabras en grado máximo, que echaban espumarajos de cólera por la boca y llamaradas de ira por los ojos, que tenían erizado el pelo y demudados los rostros por el furor; en el instante crítico en que se iban a precipitar simultáneamente uno contra otro, de súbito se contienen como sofrenados por una fuerza invisible y poderosa, acabando por hacer un gesto de impotencia y cruzarse de brazos. ¡Habían recordado que eran compadres!...
Como para todo hay remedio en la vida, menos para la muerte, el más ofendido se revistió de aparente calma, y acercándose al compañero le dijo:
—Compadre, deme acá su sombrero, que aquí está el mío.
—Está dicho, compadre.
Y en el acto pusieron los sombreros a un lado del camino, uno dentro del otro, declarando con solemnidad que allí dejaban el compadrazgo por un rato, considerándose entre tanto desligados del parentesco y en libertad de romperse la crisma sin sacrilegio alguno, como lo hicieron desde luego con terrible bravura.
Tocóle la peor parte al que propuso depositar el compadrazgo, y cuando iba de para atrás en la riña, atarantado a puñetazos, corrió hacia donde estaban los sombreros, aprovechándose de un respiro, se puso en el acto el que le pertenecía y le dio el otro al contendor, diciéndole:
—Compadre, póngase otra vez el sombrero, porque yo no peleo más.
Y así terminó la gresca, siguiendo su camino uno y otro tan amigos y compadres como antes.
Desde que supimos tal especie, tenemos por regla de conducta que los asuntos entre compadres deben arreglarse siempre con el sombrero puesto, y así no habrá riesgo de que la cosa pueda terminar en puños!
( 1900 ) |