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Tulio Febres Cordero

"La lluvia de oro"

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Música: Jose Luis Tubert - Clásicos - Track 15. Musette
 
La lluvia de oro
 

Había un pueblo muy descontento de su suerte, a pesar de que Dios le había dado por asiento un valle extenso y delicioso, donde la naturaleza era pródiga en toda clase de frutos.

Pero los hombres empezaron a renegar de su pobreza desde que tuvieron noticia de que otros pueblos de lejanas tierras gozaban de grandes riquezas, tenían oro en abundancia y vivían en hermosos palacios, entre sedas y pedrería, entre músicas y perfumes.

—¿De qué nos sirve —decían— que esta tierra nos dé toda clase de frutos si no nos da el oro que necesitamos para construir palacios y salir por mar y tierra a buscar todo ese cúmulo de riquezas y comodidades?

Y los hombres del fértil valle, descontentos de los dones con que la Providencia los favorecía, andaban tristes, comidos por la envidia y maldiciendo de su suerte.

Un anciano les había contado que en época muy remota, habiendo ocurrido una gran sequía, los habitantes del valle se habían acercado a su santo patrón, que era San Antonio, y le habían quitado de los brazos la imagen del Santo Niño, diciéndole que no se lo devolverían hasta que no les enviase la lluvia de que tanto necesitaban sus campos tostados por el sol.

Que el santo, muy apesarado por la separación del Niño, lloró y suplicó en el cielo hasta alcanzarles la bendecida lluvia, que cayó a torrentes y fecundizó la tierra, porque el pueblo era bueno y Dios oyó su súplica. Y entonces le devolvieron en triunfo el Niño, entre cánticos y alabanzas.

He aquí que un día, cuando los campos estaban cubiertos de verdura y empezaban a cuajar los frutos, los moradores del valle, aguijoneados por el espíritu malo, devorados por la sed de lujo y de riquezas, se acercaron al patrón, y sin respeto alguno le quitaron otra vez de los brazos al Santo Niño, diciéndole:

—Hace mucho tiempo que nuestros antepasados, en una gran sequía, te pidieron agua para esta tierra, y tú se la diste en cambio del Niño: hoy nuestros campos están florecientes, pero tenemos necesidad de mucho oro para hacernos ricos y poderosos por mar y tierra; y no te devolveremos el Niño hasta que no nos envíes las riquezas que pedimos.

Y se llevaron al Santo Niño, quedando San Antonio muy triste, no tanto por esta nueva separación, sino por la ingratitud y temeridad de aquellos malos hombres para con Dios, quien, lleno de bondad, los mantenía siempre en buena salud para el trabajo y con las despensas provistas de frutos.

En aquel mismo instante el cielo empezó a cubrirse de nubes amarillas color de fuego y a oírse un gran ruido metálico que atronaba el espacio de oriente a occidente y del septentrión al mediodía; y, en seguida, cayó una granizada formidable, una lluvia de oro que en breve tronchó todos los plantíos, sembrando el espanto entre racionales y brutos. Los rústicos techos de las casas se hundieron con el peso del metal y, al cabo, todo el suelo del valle quedó cubierto por una capa enorme de oro, sobre la cual continuaba resonando de un modo tétrico la caída de aquellos tejos metálicos que, al hender el espacio, vibraban como si fueran espadas blandidas por la cólera del Señor.

Largo rato duró el tremendo castigo. Cuando hubo cesado la lluvia de oro y brilló de nuevo el sol en lo azul del firmamento, los habitantes del valle, salvados milagrosamente en las grutas y cuevas, salieron como espectros, con los vestidos rasgados, cubiertos de heridas y cegados por el vívido resplandor que despedían sus campos enchapados de oro por todas partes.

Fueron a apagar su sed, y no encontraron agua: el oro había cubierto las fuentes y secado los arroyos. Fueron a aplacar el hambre, y no hallaron ni una hoja verde, ni un tallo siquiera: el oro lo cubría todo. Subieron a un monte para ver si se divisaba algo verde en lontananza, y dando un grito de horror, cayeron de rodillas clamando misericordia: toda la comarca, de uno a otro confín, era un desierto de oro; y aquel suelo metálico horriblemente amarillo, calentado por los rayos del sol, les quemaba los pies y les asaba todo el cuerpo.

Entonces se les apareció San Antonio y les dijo:

—¡Desdichados!... esta es la lluvia de oro que habéis pedido y que Dios os manda. ¿Dónde está el Santo Niño?...

Pero aquellos infelices estaban tan confundidos y aterrados que no podían articular más que estas palabras:

—¡Perdón, perdón! ¡Misericordia, Señor!...

Compadecido el santo de su terrible infortunio, los consoló, diciéndoles que iba a pedir por ellos; y elevando sus ojos al cielo con angelical dulzura, empezó a recitar la oración dominical.

—Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nos tu reino y hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

Y los pecadores arrepentidos continuaron con todo el fervor de su alma:

—El pan nuestro de cada día, dánosle hoy, y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, más libranos de mal.- Amén.

Y entonces descendió en una nube resplandeciente el Santo Niño hasta los brazos de San Antonio, que lo recibió en dulcísimo éxtasis; y la tierra se alegró con su presencia y en un instante se tragó todo el oro; y brotaron de nuevo las cristalinas fuentes; y el suelo se cubrió de verdura; y volvió la paz al corazón de aquellos pecadores, que tentaron a Dios, pidiéndole oro y riquezas, cuando él mismo nos enseñó que no debemos pedirle sino el pan nuestro de cada día.

(1898)

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