Hace más de veinte años tuvo lugar la sencilla historia que vamos a referir, historia íntima que manifiesta los caprichos del destino y los más recónditos pesares del alma. Los que no gustan de lecturas tristes y sentimentales, doblen esta página sin leerla, porque ella habrá de causar dolorosa impresión a las almas sensibles.
Todo joven, a la edad de veinte años, poco más o menos, siente una necesidad casi instintiva de desahogar su corazón, contando a los amigos, en el seno de la mayor intimidad, sus ilusiones y esperanzas, sus tristezas y desengaños, sobre todo después de los bailes, paseos y demás reuniones en que tiene ocasión de acercarse a la mujer que adora.
Entre mis amigos íntimos figuraba Noel, que me llevaba algunos años de edad y a quien de preferencia había hecho depositario de todos mis secretos, porque me parecía el más juicioso y discreto. Noel era todo un caballero, dotado de clara inteligencia y de nobles y bellos sentimientos: tenía criterio de filósofo y alma de poeta. Me quería como a un hermano, y yo comprendía que era su preferido entre los demás amigos; pero a pesar de esto, Noel no era franco ni comunicativo conmigo. En las largas horas del día y de la noche en que lo pasábamos juntos, yo desahogaba mi corazón en el suyo y él me oía con interés particular, pero en cambio nada me revelaba de lo íntimo de su alma; y cierta vez que le hice cargo sobre esto, me contestó con amarga sonrisa:
—¡Yo... nada tendría que contarte sino tristezas. Pregunta a los demás, y verás como tampoco les comunico nada.
Efectivamente, Noel era lo mismo con sus otros amigos; y yo, todavía sin experiencia en el mundo, me explicaba aquella reserva como un rasgo de carácter, sin sospechar que mi fiel amigo y confidente fuese víctima de alguna historia oculta.
Una noche me presenté inopinadamente en el cuarto de habitación de Noel y le dije:
—Te necesito para que me acompañes a dar una serenata.
—¿A quién? —me preguntó instintivamente.
—Eso no se pregunta. Tú debes saberlo demasiado.
—Bueno, cuenta conmigo, pero ¿quiénes más irán?
—Fuera de los músicos, tú y yo, y nadie más.
A las diez de la noche, en que ya no cruzaba ni una alma por las calles, salimos Noel y yo en solicitud de los músicos, que eran cuatro y a quienes encontramos en el sitio convenido. Después de recorrer con ellos varias calles, nos detuvimos muy quedo frente a una casa en el centro de la ciudad.
Ni el más leve ruido interrumpía el silencio de la noche. Mi corazón latía con violencia y mi rostro debía estar en aquellos momentos tan pálido por la emoción, como la luna que alumbraba de lleno las paredes de la casa que teníamos delante, muda y fantástica como un palacio encantado.
La música se inició con un vals colombiano muy en boga entonces, dulce, conmovedor, profundamente apasionado. Noel estaba, como siempre, cariñoso y atento a mi lado, sin atreverse a interrumpir el éxtasis de mi amorosa ansiedad.
Cuando cesó la música, sintióse crujir la ventana que nos quedaba encima, y simultáneamente la mano angelical de una mujer dejó caer a la calle un ramo de preciosas flores que perfumó el ambiente.
Por una casualidad, el ramo cayó a plomo sobre mi cabeza, y de aquí fue a dar a los pies de Noel, quien inmediatamente lo cogió del suelo y lo puso en mis manos. Transportado de gozo, no advertí la súbita transformación efectuada en el semblante de mi caro amigo.
Los músicos tocaron algunas piezas más, y luego me despedí de ellos con presteza, porque Noel me pareció enfermo. Con el sombrero caído sobre los ojos y sin pronunciar palabra había permanecido allí aquel heroico amigo, inmóvil como una estatua.
—¿Cómo que te sientes malo esta noche?
Por toda contestación Noel sacudió la cabeza como quien vuelve de una horrible pesadilla, miró a todos lados para cerciorarse de que ya estábamos solos y me dijo con voz trémula:
—No puedo ocultarte por más tiempo lo que me pasa, querido amigo. He callado hasta ahora, he devorado en silencio mi desgracia que es muy grande; pero no quiero que mi reserva pueda dar motivo a sospechas contra mi fidelidad de amigo y el cariño fraternal que te profeso. Pero alejémonos de este sitio que me hace daño, mucho daño...
El aspecto de Noel me dio miedo. Aquella confidencia inesperada sobre una historia que yo ignoraba en absoluto, la extraña exaltación de sus palabras y su semblante pálido y demudado por completo, me conmovieron de tal suerte que no supe qué contestarle. Él me llevó de brazo a su cuarto y allí, a la indecisa claridad de una lámpara que empezaba a extinguirse sobre la mesa de su escritorio, me habló en estos términos que no olvidaré jamás:
—Una tristeza inmensa, un pesar profundo me agobia a toda hora y en todo lugar. Salgo al campo, y el cielo, los montes, los ríos, los árboles, todo me parece sombrío; busco las reuniones, los bailes, los paseos, las tertulias y el contento de los demás me parece un horrible sarcasmo, y se me oprime el pecho de tal manera que me obliga a alejarme; porque las lágrimas podrían descubrir el secreto de mi alma. Llevo el contagio de la tristeza a todas partes. Un solo pensamiento en una mujer seductora que el destino ha atravesado en mi camino solamente para desesperarme y hundirme en el abismo del dolor. Es un amor desgraciado, una pasión inmensa, un fuego que me consume, sin consuelo, ni esperanza!... ¡Ella ama a otro con toda su alma!...
Noel se había levantado y se paseaba como un loco por todo el cuarto. Yo le seguía, procurando calmarlo y devorado por la curiosidad de saber quién era ella. Un raudal de lágrimas ardientes largo tiempo contenidas, brotó de sus ojos y echándose en mis brazos como un niño que busca amparo, me dijo con voz ahogada por los sollozos:
—¡No puedo ocultarte más!... ¡Tengo que decírtelo, todo, todo!...
Y de sus labios se escapó entonces un nombre, un solo nombre, revelación terrible que nos separó de súbito como si un rayo hubiese caído entre los dos. Hay impresiones tan vivas y profundas en la vida, que quedan a perpetuidad grabadas en la mitad del corazón.
¡Pobre Noel! Yo había sido inocentemente su peor verdugo. La mujer a quien él amaba con tal vehemencia era la misma que tenía cautivo mi corazón, la misma cuyo nombre adorado le repetía yo a toda hora en las confidencias más íntimas y apasionadas de mi alma, la misma que, en testimonio de su afecto, correspondía aquella noche con un ramo de preciosas flores a los obsequios de mi amor inmenso!
Algunos meses después Noel se ausentó de la ciudad para siempre. Yo le acompañé algunas leguas, y por el camino me manifestó, como de costumbre, el mayor cariño, hablándome con vivo interés de mis estudios, de mis aspiraciones y de mi futura felicidad!... Ni un reproche, ni el más leve asomo de despecho advertí en sus palabras, que eran sinceras a la verdad, pero llenas de amargura y de extrema melancolía. ¡Oh, amigo noble y abnegado!
Cuando llegó la hora de separarnos, se me hizo un nudo en la garganta y le eché los brazos en silencio. Él me estrechó contra su corazón, deshecho en lágrimas, sin poder tampoco articular una sola palabra, y prontamente picó la mula y se alejó. Quedé por algunos momentos mudo e inmóvil ante aquella dolorosa despedida; y cuando miré hacia adelante para saludarle por última vez con mi pañuelo empapado de lágrimas, ya mi pobre amigo se perdía en las vueltas del camino, con la cabeza caída sobre el pecho, agobiado por la inmensa tristeza de su alma!
Ese es el mundo; la felicidad de unos suele ser la desdicha de otros.
1903. |