Érase un veterano de la Independencia, capitán de infantería, ya setentón, que vivía pensionado por el Gobierno en época en que el procerato era todavía prenda común de toda una generación, diezmada, en verdad, pero generación robusta y venerable que llevó con dignidad sobre sus hombros el peso de las nacientes Repúblicas hispano-americanas.
El Capitán, mutilado en un brazo, se había retirado por su invalidez a vivir la vida de paisano, solo, porque no se le conocía familia, de suerte que no lo acompañaban sino los criados del servicio.
Entre la vajilla del Capitán había una joya de humilde apariencia, pero apreciable por su antigüedad y los recuerdos, reliquia consagrada por el afecto. Era un plato azul de otros tiempos, salvado por milagro de las visicitudes domésticas, por el cual manifestaba el Capitán una especie de culto inexplicable para los que con él vivían, que no podían convencerse de que se pusiera tan singular cariño a una cosa baladí y por extremo frágil como un plato de loza.
La sola idea de que aquel plato se rompiese erizaba el cabello a toda la servidumbre del Capitán, hombre muy serio, que no gastaba chanzas con nadie y vivía dominado casi siempre por cierto abatimiento nostálgico, que tanto podía atribuirse a su retiro involuntario de los campamentos como a recuerdos de mejores días en su vida íntima.
El plato tenía ya un portillo, y la fecha de este descalabro se recordaba en la casa como un día de juicio. Cuando los criados tomaban dicha alhaja para limpiarla o conducirla de un lugar a otro se ponían a rezar el credo y a hacerse cruces.
Pero sucedió, al fin, lo que era natural que sucediese. Terrible silencio siguió por un momento al ruido peculiar que produce la caída al suelo de un objeto de loza. El Capitán se levantó de su butaca como tocado por un resorte eléctrico, y corrió al sitio del desastre, que estaba solitario. Llamó, gritó, zapateó, echó espuma de puro bravo, pero nadie acudió. Hasta el gato había huido espantado al sentir sus pasos.
En efecto, dos muchachos de servicio que tenía, ganaron prontamente la calle huyendo de la borrasca; y la cocinera, que oyó el ruido de la quiebra, pálida y sin resuello, se salió también de la casa. Todos tres se asilaron en la casa vecina, haciendo mil comentarios del caso.
—Pero, ¿quién ha sido? —se preguntaban mutuamente.
—Yo no.
—Ni yo tampoco.
—Ni yo menos, dijo la cocinera. El diablo, sin duda, ha quebrado el dichoso plato. ¡Qué cara tendrá el Capitán, Dios eterno!...
El Capitán se vio en el caso de ocurrir al alcalde para hacer que volviesen sus criados los cuales vinieron temblando a su presencia.
—¿Por qué han abandonado ustedes la casa?...
—Señor, porque sentimos caer una cosa en el comedor y... creíamos que era el plato azul...
—Pues, francamente, yo creí lo mismo, pero me desengañé al instante: era el gato que había volcado la tapa de una sopera.
A los sirvientes les volvió el alma al cuerpo.
—Ahora, para evitarme estos disgustos, agregó el Capitán arrugando el entrecejo, les prohíbo a ustedes, en absoluto, volver a tocar ese plato.
Efectivamente, desde aquel día el misterioso plato pasó del servicio activo en que había estado, a figurar como inválido al lado de la ya mohosa espada del veterano, lo que fue para la servidumbre motivo de plácemes, y aún para el mismo Capitán, a quien la prudencia aconsejó aquel buen partido.
Pero no acaba aquí la historia del plato azul.
Pasados algunos años, llegó un día en que el Capitán no pudo levantarse, porque la edad y achaques consiguientes lo tenían ya postrado. Hizo llamar a uno de sus antiguos amigos, y con lágrimas de hondo sentimiento le reveló sus temores de próxima muerte.
—¡Ah, mi amigo, yo he vivido en una soledad espantosa después de terminada la guerra! Cuando me separé de mi pueblo en 1810, tenía apenas veinte años. Mi madre quedó anegada en llanto, lo mismo que una hermanita, a quien quería entrañablemente. Los tres componíamos la familia, porque mi padre ya había muerto. ¡No supe más de ellas!... Las visicitudes de la guerra me llevaron hasta el Perú. Cuando vine, muchos años después, nadie me conocía en el lugar; de mi casa, que era alquilada, no había ni señales; otro edificio se levantaba allí. Mi pobre madre había muerto en la miseria, y mi inocente hermanita, arrebatada por el infortunio y al verse sola en el mundo, salió a buscarme por extrañas tierras. ¡Dios mío, quién sabe cuál habrá sido su suerte!... En una casa vecina donde me contaron estas tristezas, descubrí por casualidad este plato, que era de mi madre, de mi hermanita y mío, en fin, en el que todos habíamos comido en dulce compañía. Me apoderé de esta reliquia querida, y con el alma traspasada de dolor, me alejé de mi pueblo otra vez, huí de mi suelo nativo con este plato, única prenda salvada de las ruinas de mi idolatrado hogar!...
El Capitán se detuvo para abrazarse a su amigo y deshacerse en lágrimas.
—Quiero, pues, que cuando muera no me separen del pecho este plato querido: entiérrame con él, te lo suplico, porque en él veo representada mi familia, mi suelo nativo, mi juventud, todos los recuerdos de mi vida íntima!...
Pocos días después murió el Capitán. Sobre la caja mortuoria se colocaron los distintivos del procer y sus medallas de mérito, junto con la corona de laureles que mano patriótica tejió para su tumba; pero solamente el viejo amigo y los criados del finado vieron lo más conmovedor de las exequias. ¡Sobre el pecho del prócer iba el plato azul, sirviendo de losa funeraria a su yerto corazón!
(1891) |