Hay recuerdos de la infancia que son imborrables, entre ellos los de los cuentos fantásticos que oímos de boca del aya, encabezados de ordinario con esta fórmula sacramental: «Este era un rey que tenía tres hijas, etc.»
El cuento que vamos a relatar principia del mismo modo, con la diferencia de que el rey sólo tenía una hija única, que era la niña de sus ojos y la contemplación de todos sus vasallos. Entre el rey y la joven princesa había la más dulce intimidad. Raro era el día en que mutuamente no se comunicasen entre padre e hija sus penas y alegrías, sus caprichos y propósitos, en fin, todos los pasos de su vida.
Pero en medio de esta tierna confianza y entrañable cariño, una nubecilla empañaba la felicidad de la princesa. Había un secreto en la vida del rey, que éste no le había revelado, por más que ella hubiese tentado averiguarlo en distintas ocasiones.
Cerca de la alcoba real había un cuarto misterioso, al que no entraba sino el rey. En el palacio nadie sabía qué era aquello ni en qué se ocupaba el rey las horas que allí permanecía encerrado. El cuarto del tesoro lo llamaban todos, creyendo que era el depósito de las joyas de la corona; pero, a pesar de esta versión, que era la de más visos de certidumbre, entre los criados y dueñas se contaban mil especies fantásticas del misterioso cuarto. Que se oían dentro golpes de martillo y otros ruidos extraños; que de noche solía aparecer un resplandor rojizo en lo alto de un torreón que pertenecía a dicho cuarto; y los espíritus timoratos, no obstante las virtudes que adornaban al rey, llegaron a creer que éste tenía comunicación con el diablo. De modo que no era ya mera curiosidad sino terror supersticioso lo que inspiraba el secreto del cuarto.
Cierto día la princesa, acariciando con dulzura al rey, le dijo resueltamente:
—Padre mío, si supieras que me inquieta desde hace tiempo una curiosidad.
—¿Cuál puede ser, hija?
—Conocer el cuarto del tesoro.
—Lo conocerás —le contestó el rey con cariño— pero debes saber que para penetrar en él se necesita un traje especial.
—¿Y no lo tengo yo?
—No lo tienes.
—Pero dime cuál sea para procurarlo al momento.
—Ahí está la dificultad y mi capricho. Quiero que tú atines en el traje sin que yo te lo indique.
—¡Ah! —exclamó con desaliento la joven— ¿cómo podré yo adivinarlo si no me lo dices?...
—No te apenes, hija, por eso, que yo abrigo la esperanza de que tú, consultando mi inclinación y mis gustos, llegarás a vestir ese traje; y entonces no sólo conocerás el secreto de ese cuarto, sino que obtendrás en premio cuanto encierra, que es todo para ti.
No se atrevió la princesa a replicar más a su padre, aunque, en realidad, en vez de satisfacer su curiosidad y calmar su inquietud, le había resultado todo lo contrario, porque desde aquel día el secreto del cuarto la embargó de tal suerte que se desvelaba pensando en las cosas que allí habría y en el traje que fuese del agrado del rey.
Hizo venir a su costurera de más confianza para encargarle un vestido raro, en nada parecido a ninguno de los que tenía; y la costurera extremó su habilidad para darle gusto, haciéndole un traje que deslumbró a las damas de la corte por su riqueza y elegancia. Pero el rey nada le dijo sobre el particular.
Entonces, desengañada de esta primera prueba, se ocupó en la hechura de otro traje ideado en una noche de insomnio, en cuya ejecución, que duró muchos días, trabajaron los artistas más afamados y las costureras de mayor renombre. El traje era de finísima tela color de rosa, traída de la China, cubierto todo con una primorosa redecilla de oro y perlas.
No hubo quien no lanzase un grito de admiración al ver a la princesa luciendo por primera vez aquella maravilla de arte, riqueza y elegancia. El rey mismo le manifestó su admiración, pero nada más le dijo, y bien comprendió la princesa por esta reserva de su padre que tampoco era ese el traje de su gusto.
Después de varios días de suma tristeza y cruel desengaño, una idea súbita le devolvió sus perdidas esperanzas. Recordó haber oído en boca del rey ciertas palabras, en no lejano tiempo, y palpitó de gozo su corazón, porque creyó haber dado en la clave del enigma.
La costurera, que recibió orden de presentarse inmediatamente, compareció en seguida, esperando oír el encargo de algún nuevo y caprichoso traje, pero cuál no sería su sorpresa al escuchar de labios de la princesa estas palabras:
—Os he mandado llamar para que me enseñéis a coser. Seré vuestra discípula por todo el tiempo que sea necesario, prometiéndoos la mayor docilidad y atención en el aprendizaje.
Dicho y hecho: desde aquel mismo día la princesa no se volvió a ver en los jardines y azoteas del palacio sino en ocasiones muy determinadas, pues pasaba casi todo el tiempo con la aguja y el dedal en las manos al lado de su hábil maestra; y fue tan asidua y perseverante en sus nuevos quehaceres, con los cuales se había encariñado en extremo, que al cabo de pocos meses cosía ya como la mejor colegiala, y había aprendido a cortar y hacer un vestido con la misma habilidad de su modista.
Grandes preparativos se hacían en la corte para el cumpleaños del rey, que estaba próximo. La princesa se veía poco, muy poco, en términos que entre los cortesanos llegó a sospecharse que algún mal la afligía; pero salieron de sus temores la noche misma en que se abrieron las salas del palacio para cumplimentar al rey. Toda la corte estaba allí vestida de gala, cuando se presentaron el rey y la princesa para dar comienzo al besamanos.
La princesa estaba hermosísima, y una alegría inefable, un gozo inmenso llenaba su corazón, porque el rey no cesaba de mirarla, y más de una vez la había felicitado por el traje que lucía esa noche.
Como es costumbre que en tales días hagan los príncipes alguna merced extraordinaria, cuando terminó la ceremonia, el rey, que rebosaba también de contento, levantó la voz para decir a la corte estas palabras:
—Ha llegado el día de mostrar a la princesa mi hija el cuarto del tesoro. Podéis acompañarnos, si gustáis.
Indecible fue la sorpresa que tales palabras produjeron en los presentes, de suerte que en los primeros momentos reinó un silencio profundo; y cuando corrió la voz de aquella novedad por las galerías del palacio, fue menester certificar que eran palabras del mismo rey para que se les diese crédito.
La princesa perdió el color y sintió en todo su cuerpo un estremecimiento nervioso, a tiempo que muchos cortesanos y la generalidad de los criados no se las tenían todas consigo, pues aquel cuarto venía siendo para ellos la mansión del diablo, y mayor era el miedo que la curiosidad que les infundía.
Precedidos de multitud de antorchas, y con mucha pompa se dirigieron el rey, la princesa y toda la corte al cuarto del tesoro. Cuando el rey en persona abrió la puerta, todos retrocedieron instintivamente, y fue necesario que usase de su autoridad para hacer que entrasen delante sus aterrorizados pajes. Las hachas y bujías iluminaron súbitamente el recinto.
La princesa y el real séquito no pudieron contener un grito de sorpresa. El cuarto no tenía en sí nada extraño ni medroso; era un taller completo de platería, en que por todas partes brillaban la plata, el oro y las piedras preciosas en obras de exquisito gusto.
El rey tomó en sus manos un aderezo espléndido, y dirigiéndose a la princesa le dijo:
—Oye, hija mía: el poder y la riqueza suelen acabar inesperadamente, y sólo nos queda entonces la habilidad de nuestras manos para ganarnos el pan. El rey mi padre me enseñó el oficio de platero, que yo no he descuidado, como lo prueban las joyas que aquí ves, y en especial este aderezo, que hoy coloco sobre tu pecho, porque has adivinado mis deseos, aprendiendo a coser y vestirte por ti misma. Luce, pues, hija, sobre ese traje, que es trabajo de tus manos, estas prendas que son también trabajo de las mías en este retiro, que tanto anhelabas conocer y que justamente han llamado el cuarto del tesoro.
Moraleja.- El trabajo es una ocupación digna y meritoria, y sus bellos frutos satisfacen al corazón lo mismo en la casa del pobre que en el palacio de los reyes.
( 1902 ) |