El anciano padre Justo, cura de la ciudad de Rubio, pedía limosna un día para cierta obra de su iglesia en honor de la Santísima Virgen, ¿Quién no ha oído hablar entre nosotros de la caridad y mansedumbre del presbítero Justo Pastor Arias? El pueblo lo respeta y lo ama como a un varón justo, como a un pastor angélico. Cuando salía a hacer alguna colecta piadosa entre sus feligreses, nadie le hacía mala cara ni se excusaba de contribuir aunque fuese un hereje o renegado.
Al pedir la limosna a una hermosa zagala de Capacho, que se hallaba en el mercado de Rubio, ésta se encoge, se ruboriza y no halla qué contestarle, por la sencilla razón de que no tenía la pobre en aquel momento ni un céntimo partido por la unidad.
—No te apenes, hija, que otro día me darás, le dice el Padre Justo.
Pero la piadosa muchacha, vuelta en sí de su sonrojo, se llevó la mano a la cabeza, y arrancándose del sencillo tocado un clavel hermosísimo, que era su mayor gala, le dijo con religioso respeto:
—Ya que no tengo dinero, llévemele esta flor a la Virgen, en prueba de mi buena voluntad.
El padre Justo aceptó el encargo con su genial benevolencia. El clavel era realmente extraordinario por su hermosura, lo que le sugirió un pensamiento que en el acto puso en práctica... Abandonando el mercado se fue directamente a la casa de una señora respetable y de proporciones.
—Vengo de parte de la Virgen a proponerle un negocio, le dijo, mostrándole el clavel de la capachera.
—¡Oh, con mucho gusto! ¡Pero qué clavel tan hermoso, padre!
—Es una maravilla, en realidad, y el negocio es que Ud. se lo compre a la Virgen, a quien pertenece.
—¿Y cuánto vale?
—Pues la Virgen está ahora muy necesitada... conque póngale usted el precio que crea conveniente.
Comprendiendo al punto la señora la mente del padre Justo, tomó el clavel con amable sonrisa y le dio en pago una moneda de cinco bolívares. El rostro del noble anciano se llenó de alegría, dióle el Dios se lo pague a la compradora, y ya para despedirse le propuso otro negocio.
—Bueno, ya el clavel es suyo: ahora de mi parte le voy a hacer una exigencia.
—Con mucho gusto, padre.
—La exigencia no es otra, sino que me regale la flor para dársela otra vez a la Virgen. ¿Qué mejor destino puede dársele?
Rióse la piadosa dama de los negocios del padre Justo y le devolvió con agrado la simpática flor, que estuvo aquel día en manos de muchas matronas y señoritas pudientes, que la compraban y la devolvían, por exigencia del padre Justo, quien regresó a su casa rendido de cansancio; pero trasportado de gozo con más de cien bolívares en efectivo que le había producido a la Virgen el bello presente de la zagala de Capacho.
Cuando en la tarde del mismo día, las voces del órgano, las nubes de incienso y los cánticos sagrados llenaban el templo en honor de la Reina del Cielo, porque era el mes de la primavera, el mes de mayo, el mes de María, entre las muchas flores que adornaban el altar, descollaba fragante y gentil el precioso clavel de la capachera, crecido allá en el suelo húmedo de ignorado cortijo y destinado a ser joya de gran valor y ofrenda de gran mérito ante el ara sublime de la piedad cristiana.
1903 |