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Ángel Fernández de los Ríos

"Una madre"

Biografía de Ángel Fernández de los Ríos en Wikipedia

 
 
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Música: Lecuona - Tres Miniaturas - 1: Bell Flower
 

Una madre

 

Al lado de la cuna de un niño estaba sentada su madre: no había necesidad sino de mirarla, para leer en su semblante que se hallaba poseída del más vivo dolor.

El hijo tenía el rostro pálido, los ojos cerrados; respiraba con dificultad y cada aspiración era profunda como un suspiro.

La madre temblaba viéndole morir, y miraba a aquel pobre ser con una tristeza muda ya como la de la desesperación.

Tres golpes sonaron a la puerta.

¡Adelante! dijo la Madre; y como abrieron y cerraron sin que a pesar de eso oyera ruido de pasos, levantó la cabeza, y miró.

Entonces vio que se acercaba un pobre viejo envuelto en una manta raída, más vieja aún: menguado abrigo era aquel para un invierno riguroso; en la parte exterior de los cristales, blanqueados y enramados por el hielo, hacia diez grados bajo cero, y el viento Norte cortaba la cara.

El viejo estaba descalzo; por eso sin duda no se oían sus pasos sobre el pavimento; temblaba de frío, y, desde que había entrado, el niño parecía dormir más profundamente que nunca; la madre se levantó para reanimar el fuego de la chimenea; el viejo se sentó en el sitio que ésta dejaba vacio, y se puso a mecer la cuna, entonando una canción mortalmente triste, en un idioma desconocido.

- Le conservaré,  ¿no es verdad? preguntó la madre dirigiéndose a su sombrío huésped.

Este hizo con la cabeza un movimiento que no quería decir ni si ni no, y se sonrió de una manera extraña.

La madre bajó los ojos; gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas; hacia tres días y tres noches que no había comido ni dormido; sintió un gran peso en la frente; se adormeció a pesar suyo, pero pronto despertó llena de sobresalto y completamente helada.

El viejo habla desaparecido.

-¡Dónde está el viejo! exclamó levantándose y corriendo hacia la cuna.

La cuna estaba vacía; el viejo se había llevado al niño.

En este momento, el antiguo reloj, colgado en un rincón del dormitorio, pareció descomponerse súbitamente; la pesa de plomo descendió hasta tocar en el suelo, y la máquina detuvo su movimiento.

La madre se precipitó fuera de la casa, gritando : « ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¿Quién ha visto mi hijo?»

Una mujer colosal vestida con un largo traje negro, que estaba en la calle frente a la casa con los pies en la nieve, le dijo:

-¡Imprudente! Has dejado que la Muerte entrara en tu casa y meciera a tu hijo; te has dormido mientras estaba a su lado, y no esperaba más que una cosa: que cerraras los ojos para coger al niño. Yo la he visto huir rápidamente llevándolo entre sus brazos. Iba ligera como el viento, y lo que la Muerte lleva, pobre madre, no lo vuelve jamás.

-¿Qué camino ha tomado? Sépalo yo, y la seguiré, y daré con ella, y le arrancaré a mi hijo.

-Nada es para mí más fácil que señalarte el camino que sigue; pero ante todo quiero que me cantes todas las canciones que cantabas a tu hijo cuando le mecías. Yo soy la Noche, y he visto correr tus lágrimas cuando las cantabas.

-Yo las cantaré todas, desde la primera a la última, dijo la madre; pero otro día, más tarde; ahora déjame pasar para que alcance y recobre a mi hijo.

La Noche permaneció muda e inflexible; entonces la pobre madre, retorciéndose los brazos, cantó todas las canciones que había cantado a su hijo. ¡Muchas fueron las canciones, pero muchas más fueron todavía las lágrimas! Cuando hubo cantado la última, y su voz se extinguió en el sollozo más doloroso, la Noche le dijo:

- Vete en derechura a ese sombrío bosque de cipreses; ahí he visto entrar a la Muerte con tu hijo.

La madre corrió hasta llegar al bosque, y siguió corriendo hasta que en medio de él vio que se dividía el camino; detúvose  entonces; dudando si debía tomar el ramal de la derecha o el de la izquierda. En el ángulo que formaba la unión de los dos caminos había un Espino desnudo de flores y de hojas, pero cubierto de nieve, que pendía en copos helados de todas sus ramas.

-¿Has visto pasar por aquí a la Muerte con mi hijo?, preguntó la madre al Espino.

-Si, respondió el arbusto; pero no te diré cuál de estos dos caminos ha tomado mientras no me calientes en tu seno, porque, ya lo ves, estoy convertido en un témpano de hielo.

La madre, sin vacilar un instante, se puso de rodillas, y estrechó el Espino sobre su seno, a fin de conseguir que la indicase el camino; las espinas se le clavaron en el pecho, del cual brotaban gruesas gotas de sangre. Pero, a medida que el seno se destrozaba y corría la sangre, retoñaba el arbusto, brotando de él bellas hojas verdes y lindas flores rosadas; ¡tanto calor hay en el corazón de una madre!

El Espino le indicó entonces el camino que debía seguir.

Tomole a la carrera, y llegó así a la orilla de un lago, sobre el cual no se veían bote ni barca de ninguna especie; el Lago, que era muy grande, estaba muy helado para intentar atravesarlo nadando, no lo bastante para poderlo pasar a pie. Era preciso, sin embargo, por imposible que pareciese a primera vista, que la afligida madre fuera a la opuesta orilla. Entonces cayó de rodillas, esperando que la Providencia le proporcionase el medio.

-No esperes lo imposible, le dijo el Lago, levantando la cabeza sobre el centro de la superficie del agua; más te vale entenderte conmigo. A mí me gustan mucho las perlas, y tus ojos son los más hermosos que he visto; ¿podrías llorar sobre mis aguas hasta que se caigan tus ojos? Entonces las lágrimas se convertirían en perlas y los ojos en brillantes; después yo te trasportaré a la otra orilla, a la gran estufa templada, donde mora la Muerte, y en la cual cultiva los árboles, las plantas y las flores, cada una de las cuales representa una vida humana.

-¡Oh! contestó la desconsolada madre; yo te daré lo que me pidas para llegar donde está mi hijo.

Y lloró, lloró tanto, que, no teniendo ya más lágrimas, los ojos cayeron tras de ellas convertidos en perlas, y al llegar al agua se convirtieron en brillantes.

Entonces sacó el Lago sus dos brazos de agua, la cogió, y en un instante la trasportó a la otra orilla. Después la colocó en el punto donde se hallaba situado el palacio de las flores vivientes. Era inmenso, todo de cristal; tenía muchas leguas de largo, estaba dulcemente templado, en invierno por estufas invisibles, en el estío por los rayos del sol. La pobre madre no podía verlo porque ya no tenía ojos; lo buscó a tientas hasta que encontró la entrada; en ella tropezó con la portera del palacio.

-¿Qué vienes a buscar aquí?, le preguntó.

-¡Ah! ¡una mujer! exclamó la madre: tendrá¡ piedad de mi.

Después dirigiéndose a la portera, continuó:

-Vengo, dijo, a buscar a la Muerte, que me ha arrebatado a mi hijo.

-¿Cómo has venido hasta aquí? ¿Quién te ha guiado y te ha dado ayuda?

-La Providencia, que se ha compadecido de mí; tú también te compadecerás, y me dirás dónde podré encontrar a mi hijo.

-No lo conozco, respondió la vieja, y es una locura pensar que puedas volverle a ver; son muchos los árboles y las plantas que han entrado aquí esta noche; la Muerte vendrá muy pronto para volverlas a plantar, porque ya sabrás que cada criatura humana tiene su árbol o su flor de vida, según que cada una está organizada. La apariencia es la misma que la de los demás vegetales, pero se diferencian de ellos en que tienen corazón, y ese corazón late siempre, porque cuando las criaturas no viven ya sobre la tierra, viven en el cielo, y como los corazones de los niños no laten como los de las personas mayores, tal vez puedas conocer al tacto los latidos del de tu hijo.

-¡Oh! Si, si, dijo la madre; yo lo reconoceré; estoy segura.

-¿Qué edad tenía?

-Un año, sonreía hace ocho meses, y ayer por primera vez me había llamado mamá.

- Voy a conducirte a la sala de los niños de un año; pero, ¿qué me das por que te lleve a ella?

-¿Qué me queda que dar? Nada, ya lo ves; pero si quieres que vaya por ti descalza hasta el fin del mundo, iré.

-Nada tengo que hacer en el fin del mundo, respondió secamente la vieja; pero si me das tu larga y hermosa cabellera negra en cambio de mis cabellos cenicientos, haré lo que deseas.

-¿No quieres más que eso?, exclamó la pobre madre; pues tómala, tómala en seguida.

Y le dio sus largos y hermosos cabellos, en cambio de los ruines que tenía la vieja.

Entonces entraron en la gran estufa templada de la Muerte, donde las plantas, las flores, los arbustos y los árboles estaban alineados y marcados según su edad. Había jacintos bajo campanas de cristal, plantas acuáticas que nadaban en la superficie de los estanques, unas frescas y lozanas, otras enfermas y medio marchitas; había magnificas palmeras, encinas gigantescas, plátanos y sicomoros inmensos; había brezos, serpollos, tomillo en flor; cada árbol, cada planta, cada flor, cada tallo de yerba tenía su nombre, y representaba una vida humana: unas de Europa, otras de América; estas de China, aquellas de Groenlandia. Había grandes árboles en pequeños tiestos, que parecían próximos a estallar, porque eran muy estrechos para tan grandes raíces; había muchas plantas pequeñas en tiestos colosales, cien veces mayores que ellas. Los tiestos demasiado estrechos representaban la vida de los pobres; los demasiado grandes la vida de los ricos.

La pobre madre llegó al fin a la sala de los niños.

- Aquí es, dijo la vieja.

Entonces la madre se puso a escuchar los latidos de los corazones, y a palpar algunos que latían débilmente; había colocado con tanta frecuencia la mano sobre el pecho del pobre ser que la Muerte acababa de robarle, que hubiera reconocido el latido del corazón de su hijo en medio de un millón de corazones.

-¡Este es! exclamó extendiendo las dos manos sobre un cactus pequeño y enfermizo, que se doblaba hacia mi lado.

-No toques esa planta de tu hijo, le dijo la vieja; colócate aquí cerca; de un momento a otro debe llegar la Muerte; cuando venga, no le dejes arrancar la planta; amenázala si insiste diciendo que harás otro tanto con esas otras dos flores; tendrá miedo; porque para arrancar una planta, un árbol, o una flor, se necesita la orden del cielo, y la Muerte tiene que darle cuenta de todas tas vidas.

-¡Dios mío! dijo la madre, ¡qué frío siento!

-Es que entra la Muerte, contestó la vieja; estate ahí, y acuérdate de lo que te he dicho.

La vieja desapareció.

A medida que se acercaba la Muerte, la madre sentía redoblar el frío; no podía verla, pero adivinó que la tenía delante.

-¿Cómo has podido encontrar el camino que conduce hasta aquí?, preguntó la Muerte: ¿cómo has podido llegar antes que yo?

-¡Soy madre! Respondió la infeliz mujer.

La Muerte extendió un brazo desnudo hacia el pequeño cactus, pero la madre lo cubrió con sus manos con tanta fuerza y tanta precaución, que no lastimó una sola de sus hojas.

Entonces la Muerte sopló sobre las manos de la madre, y ésta sintió que aquel soplo era frío como si saliera de una boca de mármol. Sus nervios se debilitaron; sus manos perdieron la fuerza y el tino, y soltaron la planta.

-No puedes luchar contra mí, dijo la Muerte; vuélvete.

-Yo no, pero el cielo puede.

-Nada hago más que lo que él dispone, replicó la Muerte; su jardinero soy; tomo los árboles y las flores que él plantó sobre la tierra, y los trasplanto al gran jardín del paraíso.

-Vuélveme entonces a mi hijo, dijo la madre, o arranco mi árbol al mismo tiempo que tú arranques esa planta.

-Imposible, contestó la Muerte; te quedan todavía más de treinta años de vida.

-¡Más de treinta años! exclamó la madre desesperada; y ¿qué quieres tú que haga de esos treinta años? Dáselos a cualquier madre más dichosa que yo, como he dado mi sangre al Espino, mis ojos al Lago, mis cabellos a la vieja.

-No, dijo la Muerte, es la orden del cielo, y no tengo medio de cambiarla.

-Pues bien; a los dos entonces. Muerte, si tocas a la planta de mi hijo, sin tronchar mi árbol, arranco todas estas flores.

Y asió a manos llenas dos plantas tiernas.

-No toques a esas flores, exclamó la Muerte. Dices que eres desgraciada, y quieres hacer a otra madre mucho más desgraciada que tú, porque esas plantas son gemelas.

-¡Cielos! exclamó la pobre madre soltando las dos plantas.

Hubo un momento de silencio, durante el cual se hubiera creído que la Muerte experimentaba un instante de piedad.

-Mira, dijo la Muerte presentando a la madre dos bellos brillantes: hé aquí tus ojos; los he pescado al pasar por el Lago; recóbralos; son más hermosos que nunca; te los devuelvo; mira con ellos a ese manantial profundo que corre a tu lado. Yo te diré los nombres de esas dos flores que querías arrancar, y verás la vida y el porvenir de las gemelas, sabrás lo que ibas a destruir.

La madre miró al manantial; era magnifica la suerte de felicidad y bienandanza a que estaban destinadas las dos niñas, cuya planta había querido arrancar. Su vida corría en una atmósfera de constante alegría, al compás de un concierto de bendiciones.

-¡Ah! murmuró la madre tapándose los ojos: he estado a punto de ser muy culpable.

-Mira, dijo la Muerte.

Las dos plantas habían desaparecido; en su lugar vio un cactus pequeño que tomaba la forma de un niño; después el niño crecía, y llegaba a ser un joven lleno de ardientes pasiones; en torno suyo, todo eran lágrimas, violencias y dolor; aquella vida acababa por el suicidio.

-¡Dios mío! preguntó la madre; ¿quién es ese degradado?

-Era tu hijo, contestó la Muerte.

La pobre mujer lanzó un gemido y cayó al suelo desvanecida. Después que recobró los sentidos, levantó los brazos al cielo, y exclamó:

-¡Oh Dios mío, ya que habíais dispuesto de él, guardadle; lo que Vos hacéis bien hecho está!

La Muerte entonces extendió un brazo hacia el pequeño cactus; pero la madre la detuvo con una mano, y presentándole con la otra los ojos, le dijo:

-Espera, toma mis ojos; que yo no le vea morir.

La pobre madre vivió todavía treinta años, ciega, pero resignada.

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