Había un hombre, que se llamaba Juan Cigarrón, que discurrió ganar dinero haciéndose pasar por zahorí. Hizo su papel a la perfección; se dio tal importancia, gastó tanta fantasía, que alucinó a todo el mundo; porque habéis de saber, niños míos, que los hombres tienen una desgraciada propensión a creer lo que no deben creer.
Así fue que Juan Cigarrón cobró por entonces una fama parecida a la que en nuestros días alcanzan otros engañabobos como él.
Sucedió que en el palacio del Rey, fue extraída una gran cantidad de plata labrada, y por más diligencias que se hicieron, no se pudo averiguar quiénes habían sido los perpetradores del robo.
Por último recurso, le aconsejaron al Rey que mandase venir al famoso zahorí, para el que nada había oculto; advirtiéndole que este portento no siempre contestaba, sino que sólo lo hacía cuando estaba de humor de hacerlo.
El Rey mandó venir a su presencia al zahorí, que, como pueden ustedes figurarse, se quedó muerto, y más muerto, cuando el Rey le dijo que le iba a encerrar en un calabozo, y que si a los tres días no le había descubierto los autores del robo, lo mandaba ahorcar por embrollón y embustero.
-¡Ya puedo prepararme a bien morir! pensó Juan Cigarrón cuando se halló en el calabozo. ¡Nunca me hubiese metido a zahorí, que me cuesta la torta un pan! Tres días de vida me quedan; ni uno más, ni uno menos. ¡Bien empleado te está Juan Cigarrón!
Era el caso que la plata había sido robada por tres pajes del Rey, y que estos estaban encargados de llevarle al preso la comida. Cuando el primero de ellos se la llevó, exclamó Juan Cigarrón, aludiendo a los tres días de término que le había señalado el Rey:
¡Ay señor San Bruno,
que de los tres ya vino uno!
Como el paje tenía mala conciencia y había oído decir que para aquel zahorí no había nada oculto, se sobrecogió, y dijo a sus compañeros:
-¡Perdidos estamos! El zahorí sabe que somos nosotros los ladrones.
Los otros no le quisieron creer; pero al segundo día, cuando otro de los pajes entró en el calabozo a llevarle la comida, y oyó a Juan Cigarrón exclamar con dolor:
¡Ay San Juan de Dios,
que de los tres he visto dos!
salió más alarmado que el primero.
-Razón tenías -le dijo a su compañero-; nos conoce y somos perdidos.
Así fue que cuando al día siguiente fue el tercero con la comida, y oyó a Juan Cigarrón que decía con desconsuelo:
¡Ay San Andrés,
que ya los he visto a los tres!
se echó a sus pies, le confesó el delito, le ofreció devolver toda la plata robada y darle una gran regalía si no los delataba.
Pasados los tres días, el Rey mandó que trajesen al zahorí a su presencia, el que se presentó tan orondo y tan erguido.
-¿Conque -preguntó el Rey-, me traes las noticias que te he pedido?
-Señor -respondió Juan Cigarrón con mucha prosopopeya-, soy muy noble y muy filántropo para que pueda delatar a nadie; pero confío en que Vuestra Majestad se contentará con que por mi arte y poder se le devuelva la plata robada.
-Sí, sí -respondió el Rey-; con que parezca y vuelva a mi poder, me contento. ¿Dónde está?
Juan Cigarrón se irguió, y respondió haciendo un gesto majestuoso:
-Que vayan al calabozo en que he estado encerrado, y allí se encontrará.
Así se hizo, y se encontró la plata, que allí habían llevado los pajes.
El Rey se quedó absorto y admirado, y se prendó de tal suerte de Juan Cigarrón, que le nombró zahorí mayor, adivino de cámara y acertador particular.
Pero todo esto no le hacía gracia al agraciado, que estaba temblando que se presentase otra ocasión en que recurriese Su Majestad a su ciencia, de la que temía no salir tan airoso como de la pasada.
Y no fueron vanos sus terrores, porque un día que paseaba el Rey por sus jardines, deseoso Su Majestad de tener otra prueba más del saber de su zahorí mayor, le presentó de repente su mano cerrada, preguntándole que era lo que en ella tenía.
Al oír esta apremiante pregunta, el pobre hombre perdió la cabeza y exclamó:
¡De esta hecha,
Juan Cigarrón cayó en la percha!
El Rey abrió la boca, de la que se escapó un grito de admiración, y la mano, de la que se escapó un cigarrón, que era lo que en ella tenía. El Rey, en su entusiasmo, le dijo al feliz adivino que pidiera lo que quisiese, y fuese lo que fuese, le daba su palabra real de que se lo concedería; a lo que contestó en seguida:
-Pido, Señor, que
No me volváis a preguntar en la vida,
no sea que la tercera sea la vencida. |