Antaño era peón, trabajaba el tajo, lo mismo en la era arreando las «cobras» en la trilla, que con la yunta en los barbechos, que como arriero, que regando las labores o cuidando los ganados, Justino, en fin, para decirlo de una vez, servía lo mismo para un barrido que para un fregado. Razón de sobra para haberse «granjeado», como se granjeó, la buena voluntad del amo y los mayordomos, que veían en él un buen elemento de trabajo, sin contar con su respetuoso continente y su perenne sonrisa que le ganaba las simpatías del ama, que frecuentemente lo utilizaba en quehaceres domésticos, como los de matar un camerito bien gordo y haterlo rica «barbacoa», o mandar al pueblo por el «recaudo» semanal, o poner un columpio para los muchachos cuando la familia comía en el campo a la sombra de un copudo encino. Todo esto sin gran contentamiento del amo, que hubiera querido ver laborar a Justino en otros menesteres más provechosos y hasta urgentes de la diaria faena de la hacienda.
Pero no había remedio, el muchacho era listo y diligente, y tenía que soportar las órdenes diversas para ocupaciones distintas que le ordenaran sus amos. ¡Y él tan contento y orgulloso! Por demás está decir que todos le mimaban y consentían, con envidia de los demás peones de la casa, que no le miraban con buenos ojos.
Una característica era la limpieza. Hombre de campo más aseado que él, no lo había en los contomos del terruño. Claro está que especialmente los domingos, cuando se mudaba de limpio, gracias a la hacendosa de su mujer, vieja muy más entrada en años que Justino, quien podría perfectísimamente ser su hijo, lo cuidaba como a tal, supliendo en diligencias domésticas las faltas que como esposa pudiera ofrecerle a su joven y codiciado cónyuge.
Justino no era guapo en el estricto sentido de la palabra, pero tenía un porte atractivo, de hombre fuerte y agradable, que le daban su juventud de treinta años, sus espaldas bien anchas, sus puños dispuestos a la defensa de los «díceres» y de las injurias y una sonrisa plácida pegada siempre en sus labios, que estaban, por lo demás, siempre listos a la canción lugareña y al cuento verde que destornillaba de risa a la peonada, los sábados de «raya», mientras oían su nombre, gritado por el mayordomo don Domingo.
Dicho queda sin empresarlo, que las mozas del Salto y aun las de Santiago, de San Pedro, del Ranchito y del San Vicente, pueblecitos y ranchos de los linderos, se desvivían por ganarse una flor de Justino, aun sabiendo que no era libre y, por lo mismo estaba imposibitado para ser de otras mujeres que la suya propia.
Pero cortejen muchas hembras a un solo hombre, y búsquenlo con los halagos y «háganle ganas» con el coqueteo menos vivo de sus gracias naturales, y el hombre se echará a perder por inflexible que sea. Y más si el tal es mozo de buen ver y no encuentra puertas adentro de su hogar los encantos amorosos que sospecha, y con razón, puede hallar fuena.
Sucedió lo que suceder tenía; que Justino no tuvo más remedio que encontrarse «por hay» una sobrina que sabe Dios de dónde hubo, y la plantó en su casa de la noche a la mañana.
La mujer de José Antonio, el del establo, que entre paréntesis había echado el ojo a Justino, levantó más chismes que paja levanta un remolino, que si es muy «chonga», que si no sabe remendar, que si es muy bestia, que si nunca lleva el almuerzo a su hora; ¡qué sé yo! Y esto, naturalmente, con el obligado estrambote de la sonrisa maliciosa y del dengue altanero, para demostrar desprecio por la mujer mala con cara de «mosca muerta».
—Porque a mí no me la pegan—decía la sobrina del mayordomo,—la dicha Juliana es una sinvergüenza, más descarada que las gallinas; y doña Filomena una vieja idiota que le sirve de tapadera al sinvergüenza de Justino.
Sea de ello lo que fuere, el hecho es que Juliana, la pobre huérfana recogida de caridad por Justino y su mujer, echó al mundo un rollizo muchacho a los nueve meses, poco más, poco menos, de haber llegado al Jacal de San Isidro.
¡Qué de comentarios. Dios mío! Qué de insolencias para la pobre madre y qué de «habladas» para la infeliz vieja doña Filomena, que se encerró en su casa más asustada que perro ajeno entre jauría de rancho grande, y más avergonzada que muchacho de peón ante los patrones de la hacienda.
La mujer de José Antonio se enfermó de la «muina», y la cocinera de la casa (otra despechada) pidió permiso para ir al pueblo a ver a su padre que «había cogido los fríos» en tierra caliente, y, en realidad, para aplacarse los celos con la lejanía.
El escándalo fue digno del pecado. Se supo la historia en el Establo, en Santiaguito, en «ca los Pérez», en el rancho Salomé, en la hacienda misma, aun trasponiendo lomas y cañadas, llegó a conocimiento de las autoridades del pueblo.
Esto fue no por queja de alguien ni por denuncia de la autoridad de la finca, ni que el señor amo dispusiera tales diligencias, sino porque había en el caso un detalle digno de contarse, que más parecía consejo o calumnia que verdad incontrovertible.
Te juro, lector amigo, que esta historia es rigurosamente auténtica y así te ruego que la tengas sin esperar prueba en contrario que en ello perderás tu tiempo y tu paciencia.
Llamó la atención, y mucho, como dejo escrito, el adulterio aquél, cometido con las agravantes de ser en la casa conyugal, y de ser uno de los adúlteros diz que pariente consanguíneo del otro. Pero cero a la izquierda fue aquello comparado con lo que toda la hacienda vio a raíz del suceso: la permanencia de Juliana en el Jacal de marras, pasados los cuarenta días reglamentarios en esos achaques; la buena cara de doña Filomena a su sobrina y rival; y, lo que es más, lo que no tiene noinbne para calificarse, los cuidados exquisitamente maternalleis que prodigó la expresada doña a su «necesario» hijo, así como a la verdadera madre, que encontró alivios físicos y consuelos espirituales en las manos experimentadas en el nobilísimo corazón de la pobre doña Filomena.
Hay algo más: se las veía juntas ir al Salto los sábados a recoger la raya con su común esposo; y se las oía departir cariñosa y harmónicamente cuando rumbo a misa caminaban de madrugada hacia el pueblo, bien emperifolladas y sandungueras, con caras de pascua, y bien lleno el nudo del «paliacate» que tornaba sucio de cobre, pero transformado en buen recaudo, y de cuando en vez, en algún regalo para ese buenazo de Justino, que bien lo merecía por trabajador y honradote.
¡Ah, eso sí! la verdad se ha de decir: el ama de la casa, doña Filomena, era quien mandaba, quien hacía y deshacía. Quien impuso siempre su respetable y respetada voluntad fue la legítima esposa. Juliana la obedecía sin chistar, y Justino la colmaba de consideraciones.
En el Jacal de San Isidro, nunca había violencia, ni escándalos, ni siquiera palabrotas o rencillas. Era aquel un hogar tranquilo, donde la paz, doblemente conyugal, reinaba siempre.
Por esto, precisamente, y no por otra causa, el señor alcalde, picado de la curiosidad, más que por atender a los anónimos que recibiera, un buen día, en el que el terceto marital se llegó por el pueblo, llamó aparte a Justino, hecho a la sazón un brazo de mar, y charla que te charla y como quien no quiere la cosa, le endilgó esta asaz importuna pregunta:
—Dime, Justino, ¿qué es cierto lo que se dice de ti?
—¿Qué cosa, señor don Antonio?
—Que tienes dos mujeres: tu mujer y tu sobrina.
Justino, sonriéndose y tocándose el sombrero chorro—signo de respeto —e inclinando la frente y ras- cando la pared maquinalmente, contestó:
—Pues ¿qué quiere usted, señor amo?...
—Pero ¿es cierto?
—Pos ¿por qué no, señor amo?
—¿Por qué no? ¡Porque es una barbaridad! Porque eso es malo y lo castiga Dios.
Justino, sonriéndose incrédulamente, replicó:
—No, señor amo; eso sería sin licencia; pero con licencia, no, señor don Antonio...
—¿Con licencia?
—Pos ¿cómo no? Pos como ya la Filomena está muy grande, con perdón de su mercé... eje... Pos ya osté sabe, pos le pido licencia... Y ansina es, con perdón de osté, señor amo... Eso sí, no más con licencia.
Y don Antonio Valdés, echándose el sombrero para atrás, sacando más de lo regular el más que regular abdomen y moviendo con azoro y malicia la cabeza sudorosa y peinada al rape, le contestó:
—¡Caray, Justino, qué afilado tienes el machete!...
Isidro Fabela (Mexicano)
"Los mejores cuentos americanos" V. García Calderón |