Buenos Aires está enfermo.
Lo han dejado las epidemias de cólera y fiebre amarilla, pero lo aqueja otra enfermedad interna.
Este pueblo padece de una afección moral, de un trastorno funcional de las pasiones.
La causa de esta afección es la necesidad, pero no la necesidad imperiosa de vivir y de poder emplear los elementos necesarios para mantener en función los organismos.
Generalmente hablando, los habitantes de Buenos Aires, tienen qué comer, con qué vestirse, aire para respirar, terreno en qué caminar, luz para ver y todos y todos los demás elementos que utilizan los órganos para mantener sus funciones.
Las necesidades estrictas de la vida pueden, pues, ser llenadas sin gran esfuerzo, en este pequeño centro de población.
Pero no sucede lo mismo con las necesidades ficticias que no por ser menos reales, son menos apremiantes.
Existe entre nosotros la necesidad imperiosa por parecer.
Ningún hombre se contenta ahora con tener con qué cubrirse la cabeza; si hay que cubrirla es necesario hacerlo con un sombrero a la moda y perpetuamente nuevo.
Ninguna mujer usa su pañuelo para guardarse del aire frío de las noches y de la humedad de la atmósfera; no señor, para obtener ese propósito se necesita una gorra y no una simple gorra, sino una gorra con flores. Si a más de esto la mencionada gorra tiene la sobresaliente cualidad de haber sido comprada en la calle Florida, la necesidad de cubrirse la cabeza queda enteramente satisfecha. Para tener un sombrero siempre a la moda y siempre nuevo, es necesario comprar muchos sombreros y para poseer una gorra siempre servible, es necesario comprar gorra para iglesia, gorra para teatro, gorra para paseo, gorra para verano, gorra para invierno, gorra para levantarse, gorra para estar despierto, gorra para dormir, en fin, es necesario tener un cargamento de gorras de todas las clases, tamaños, formas y colores.
Excusado es decir que para llenar la necesidad de no resfriarse, se necesita actualmente una pequeña renta de quinientos patacones al año.
No quiero irme de la cabeza a los pies por no dar un salto sobre los órganos intermedios, que tienen también sus necesidades y no quiero hablar de las necesidades de esos órganos, por que ha de resultar que para vestir a un hombre y satisfacer sus pasiones, se emplearía sin desperdicio las rentas de una aduana.
Felices tiempos aquellos en que comer sopa con tocino los domingos constituía el supremo de los goces y en que cuidar las cabras a caballos era la más loca e increíble de las ambiciones.
De su peso cae aquí la reflexión de que para satisfacer las necesidades de un individuo de nuestro tiempo, se necesita mucha plata.
Trabajar y lucir son dos cosas que se excluyen. El obrero que trabaja toda la semana, viste de blusa por el interés de conservar su paletó para el domingo.
¿Porque qué se diría de un hombre conocido que usara sombrero los más de los días y de felpa y alto solamente los domingos y días de guardar?
El qué dirán, importa, pues, una nueva necesidad, la necesidad de trabajar poco.
Y si se pone esta necesidad al lado de la de ganar mucho, resulta lo que todos sabemos, es decir, que los más desean un buen acomodo.
Un buen acomodo quiere decir en castellano, un empleo en el cual se trabaje poco y se gane mucho.
De aquí la ingente suma de pretendientes que tiene cada puesto vacante.
Para alcanzar un empleo se necesita empeño, buenas relaciones.
Cualquiera diría que para ocupar un puesto se necesita aptitud, pero esto que parece verdad a primera vista, es un sofisma en Buenos Aires.
Las aptitudes son las cualidades en que menos se piensa.
El favor, la recomendación y la condescendencia, germinan de un modo alarmante y han dejado enfermiza a esta sociedad.
Verdaderamente, en Buenos Aires, el valor del mérito ha desaparecido o se ha desvirtuado.
Tener amigos (¡quién no tiene amigos en un país en que todos somos iguales!) es la mayor de las ventajas.
Los puestos en que se gana dinero circulan en un grupo de amigos.
No se pregunta cuál es el más apto sino cuál es el mejor recomendado. De esto resulta que la vida de las entidades políticas, financieras, comerciales, literarias e industriales, es insoportable, por los tiempos que corremos.
Ser ministro o capitalista es lo mismo que ser mártir o condenado en la vida.
Cada entidad en este pueblo recibe diariamente, veinte cartas de recomendación y escribe veinticinco.
Se necesita una renta para sólo papel y plumas.
Como en todas las cosas, la necesidad de dar cartas de recomendación, ha traído el abuso.
Ya no son solo los hombre eminentes quienes las dan y las reciben.
Desde el presidente hasta el basurero, todos tienen a quien recomendar y quienes les hayan sido recomendados.
Yo también recibo cartas de recomendación y las escribo por docenas. Felizmente, he dado con la luminosa idea de contestar en los sobres, lo que me produce una pequeña economía.
A proceder de otro modo, la profesión no me daría para mis gastos. La carta de recomendación se ha hecho una contribución, un tributo que todos pagamos por el solo hecho de usar el nombre que nos pusieron en la pila.
Por esto las cartas de esta clase han perdido su valor y se necesitan muchas para que valgan como una.
A estas cartas les ha sucedido lo que al papel moneda.
Primero un peso valía ocho reales de plata; ahora se necesitan veinticinco pesos para hacer un patacón.
El abuso ha traído el descrédito y la baratura de la mercancía.
Como todos recibimos cartas de recomendación, todos las damos sin escrúpulo.
Todo el que tiene un oficio las da, todo el que usa un nombre que siquiera esté en algún almanaque, las da también.
Para este propósito, las mujeres hacen un incalculable consumo de papel timbrado y no son estos billetes los menos eficaces.
La belleza, la posición y el sexo, abren las puertas para todo.
Es muy difícil decir no a una mujer bonita que dice sí.
Mucho más, es muy difícil decir no a cualquier mujer que dice sí.
Todavía me acuerdo que tratándose de una solicitud en que yo tenía razón, el gobernador Castro me dejó de una pieza diciéndome que había unas cuantas señoras que no querían la cosa.
Es incalculable el poder de las mujeres.
Uno de las cuales que me inducirían a quedarme soltero, sería el temor que hostigaran a mi mujer para pedirle cartas de recomendación. Si ella era desairada, el desairado era yo, y si era atendida ¿por qué atenderían una recomendación de mi mujer, más bien que una mía?
Hay indudablemente peligrosas maneras de hacer el bien.
Por serio que sea el conflicto en que nos hallamos y mientras salimos de él, no dejan de presentarse casos curiosísimos y ridículos en esta forma de distribuir puestos; el siguiente, por ejemplo:
Hace poco se presentó en casa, el señor don Pedro Romualdo Mosqueira, que era portador de una carta de recomendación para mí.
Atendiendo a ella, pregunté a don Romualdo en qué podía serle útil.
- Me han dicho, señor, me contestó, que usted es algo relacionado aquí y quería que me diera una cartita para alguno de sus amigos.
- Perfectamente; ¿en qué desearía ocuparse?
- En una empresa de diarios, por ejemplo.
- Muy bien ¿Sabe usted leer?
- No, señor.
- Perfectamente; tome asiento un instante.
Dicho y hecho, tomo la pluma y escribo:
Señor don Eduardo Dimet, director y propietario del "Nacional".
Estimado amigo:
Le presento a usted al señor don Pedro Romualdo Mosqueira que me ha sido calurosamente recomendado por nuestro común amigo Héctor Varela. Desea ocuparse en su imprenta y yo creo que se contentará con un módico sueldo de ocho mil pesos, si usted lo pone al frente de la administración de su establecimiento.
Saluda a usted atentamente.
N.N.
Haría de esto un mes, cuando una mañana recibo una carta que decía:
Señor don N.N.
Querido amigo:
Usted que tiene tanta relación con Dimet, hágame el favor de darle al portador de ésta. Don Rómulo Mezquita, una cartita de recomendación que le sirva a los menos, para presentarse. Este señor desea ocuparse en algún diario y como me ha sido muy recomendado, no vacilo en pedirle a usted un servicio a favor de un extranjero necesitado.
Soy su afectísimo.
Juan A. Golfarini
Quién será éste Rómulo Mezquita, decía yo, cuando alzando la vista, percibí en el patio la simpática de mi amigo y conocido don Pedro Romualdo Mosqueira que en sus tribulaciones por emplearse en un diario, hasta su nombre había perdido.
La cosa era sencilla. El círculo de amigos se cerraba. El hombre volvía al punto de que había partido, después de haber andado a pie por las calles de Buenos Aires, doscientas setenta y cinco leguas en un mes, tras de una o más cartas de recomendación.
- ¿Cómo es esto, señor Romualdo? Exclamé abriendo tamaña boca.
- Cómo ha de ser, me contestó, todo el mundo me ha recibido bien, pero cada cual me despedía con una carta y muchos ofrecimientos.
Como usted supondrá, llevé su carta a Dimet, Dimet me dijo que el puesto que pretendía estaba ocupado, pero que en el empeño de servirme, me recomendaría a Luis Varela, como lo hizo; Varela me recomendó a Bilbao, Bilbao me recomendó a Walls, Walls me recomendó a Cordgien, Cordgien me recomendó a Gutiérrez, Gutiérrez me recomendó a Cantilo, Cantilo a Quesada, Quesada a Balleto, Balleto a del Valle, del Valle a Goyena, Goyena a Paz, Paz a Mallo, Mallo a Golfarini y Golfarini a usted, y aquí me tiene otra vez al principio de mi carrera.
Excusado es decir que yo solemnicé tan original peregrinación, con toda la hilaridad de que pude disponer.
- ¿Y este cambio de nombre, señor don Romualdo?
- Ese cambio de nombre. Es que a fuerza de repetir "Pedro Romualdo Mosqueira" el nombre me parecía vulgar y largo y pensando que era más cómodo para las cartas de recomendación uno más corto, lo acorté llamándome Rómulo Mezquita.
- Pues señor don Rómulo Mezquita, conforme ha cambiado de nombre, cambie también de aspiraciones y en lugar de buscar un empleo en diarios, acepte cualquier trabajo, de cobrador por ejemplo.
Don Pedro Romualdo Mosqueira tiene actualmente una agencia de cobranzas, vive sin lujo, pero cómodamente y sólo tiene una enfermedad que amarga su vida: sufre de epilepsia cuando ve una carta de recomendación.
Agosto 1872 |