La diafanidad del ambiente nos iba acercando, aquella tarde, los montes oscuros y los cielos descoloridos, mientras el lejano ánsar nos enviaba, susurrante y distinta, la canción de sus últimas hojas: hubiérase dicho que podíamos tocar con las manos la majestad de las cumbres, la tristeza del celaje y el coloquío del rio con la fronda moribunda.
Era una de esas horas, transparentes y claras, en que la Naturaleza se nos rinde sin un solo secreto; hora dulce, de religiosa paz, en que el alma se nos pone de rodillas asomada a los ojos, buscando a Dios.
Íbamos despacio, con sigilo, como si temiéramos turbar el reposo de aquel minuto de embriaguez. Sobre nuestro deleite pasó entonces un suspiro que no era el balanceo de los cañaverales ni el murmullo de la arroyada. Y, apoyándose en el rastel del puentecillo que salva la corriente, vimos una niña pobre y triste, atada allí, sin duda, por la atracción de una hora grande para sus penas.
Podría contar la mozuela catorce años. No era hermosa; pero tenía para conmovernos, para seducirnos, esa inconfundible expresión, trágica y melancólica, de los enfermos a quienes la muerte ha señalado ya con su dedo implacable. De una ojeada compasiva medimos la existencia que podría gozar, la infeliz: para cuando rodasen las últimas hojas del bosque, caería, también, aquella mustia flor.
La muchacha se moría a sabiendas. En la infinita ansiedad de sus pupilas grises, leímos el desconsuelo del terrible fallo. Tal vez llegaba aquella tarde al puentecillo de la lera para despedirse de su valle querido, y así mirábale extática como si le quisiera meter en el corazón por las ventanas de los ojos que la fiebre engrandecía. Pasamos delante de ella y hasta quiso, la pobre, sonreír al decirnos:
— Vayan con Dios.
Allí se quedó absorta, posando sus desoladas meditaciones sobre la parlanchina voz del arroyato...
Quisimos saber la historia de la interesante criatura, sentenciada en los linderos de la juventud, y el relato cabía en dos renglones sombríos: nació en una casa miserable donde guerreaban ya seis hermanos, y la recibieron malamente; fue creciendo en la estrechez, sin halago y sin mimos; trabajó sin fuerzas y lloró mucho, de hambre y de fatiga... Por fin, la dejaban descansar para morirse.
***
Pasaron los días, y fraguada en el incesante llover de largas horas, se levantó una riada formidable.
Los dos brazos del río, que estrechan la villa, se alzaron con las venas hinchadas, en furioso trajín. Turbias y roncas las aguas salpicaban el caserío y escupían rabiosas espumas a las calles: todo el pueblo yacía bajo la amenaza del rabión que en las lindes de la mies arrebataba las últimas hojas del ánsar.
Y al caer la tarde, cuando los vecinos menos valerosos pensaron huir de las inmediaciones del rio, un claro repique de campanas apagó el clamor del torrente.
Detrás de los cristales llorosos, nos fuimos a mirar a la gándara y vimos que sobre el agua del sendero abría sus pliegues un hermoso paraguas blanco y al cobijo del albo dosel iba el Señor, en las manos de un sacerdote, cruzando el puente que comunica un barrio con el otro.
Encima del muro que encauza el rio, oyéndole bramar y enfurecerse, estaba la casuca de la niña hética, donde la gran Visita se detuvo. Hubimos de formar en su escolta, y lejos de asistir a un espectáculo desgarrador a la cabecera de la moribunda, nos sorprendió la muchacha sonriendo, con gozo, a un sinnúmero de placeres y novedades que tocaban sus trémulas manos infantiles; por vez primera reposaba en un mullido colchón, saboreaba tiernos bizcochos y vino de Jerez; recibía saludos, besos y regalos, y lloraba su madre por ella; lloraba mucho; rotos los profundos senos de la ternura, que la miseria y el trabajo habían endurecido en aquel inculto corazón, era al fin madre y mujer, y gemía bruscamente, con salvaje hosquedad, que se suavizaba sólo besando las manos yertas de la enfermita.
Todo era nuevo y magnífico para la pobre agonizante: amor, golosinas, consideraciones. Tocaban por ella las campanas de la torre parroquial; el paraguas de tela joyante se abría sobre el lodo, en honor suyo, y la visitaba el señor cura para colocarle en los labios, marchitos, el Santo Cuerpo... ¿Qué importaba morir habiendo probado tales goces?
Se apagó en los ojos grises la infinita tristeza de aquella hora y comulgó la niña, exaltada y feliz, con las manos deliciosamente cruzadas en la finura de una colcha elegante, con la cabeza tendida en la suavidad de un almohadón.
Sentíase abrigada por él cariño, amparada por el cielo, indemnizada de todos sus infortunios por una súbita aglomeración de favores. Y dejándose hundir con encanto en la desconocida blandura de la cama pomposa, en un suspiro de inmenso bienestar rindió el espíritu, halagada por el más dulce sueño de su vida.
Fuera, el rabión se ensoberbecía cada vez más, dentro del cauce rojo, entre audaces rugidos y verberaciones.
El paraguas blanco tornó a salvar las aguas borbollantes, en un cándido vuelo de paloma, sobre el frágil puentecillo, mientras rodaban, humildes y vencidas, las postreras hojas del ánsar.. |