Inocencia hacía honor a su nombre: era inocente.
Con los ojos ávidamente abiertos sobre sus diez y ocho años campesinos, todos los misterios de la vida le ofrecieron su naturalismo salvaje, sin despertar en ella malicias ni sobresaltos. Las revelaciones habían sido tan bruscas y descarnadas para los ojos de la niña, que no hallaron tiempo de tocar a su alma con pérfidas insinuaciones refinadas y sutiles, como esas que muchas veces usa el espíritu del mal, valido de un engañoso ropaje de cultura y civilización, y apenas si la mozuela había pestañeado ante la atrocidad de brutalidades que miraba todos los días en una existencia áspera y dura.
Inocencia era guapa y era presumida, y a Inocencia le gustaban mucho los mozos y tenía muchas ganas de casarse... Todos estos gustos y deseos le hacían sonreír con una dilatada sonrisa bobalicona, que daba mucha risa a los demás.
Aquel año, justamente el día primero del año, había entrado la chica a servir de zagala en casa de unos señores de la villa. La casa era alegre; todos estaban allí muy contentos; todo se arreglaba muy lindamente en el hogar de aquellos señores. Y de la vida fácil y dichosa brotaban chanzas y retozos, como brotan los suspiros y los lamentos de las pobres vidas tristes.
La víspera de los Reyes, la familia cuchicheó risueña, preparando una broma a la muchacha, y después de meditado y discutido el asunto, la señora llamó a la chica y con mucha solemnidad le dijo:
— Mira, esta noche vendrán los Reyes como de costumbre...
— ¡Ah! Pero ¿vienen de veras?
— Pues claro, mujer; vienen a traer un regalito a los niños..., y a veces también a las zagalas. Después que cenemos, arreglas bien el comedor y preparas en la mesa el servicio del café, porque los viajeros traerán frío y hay que obsequiarles con algo caliente. Dejas buena lumbre en la estufa y allí mismo, arrimadita, la cafetera, que yo les serviré; porque vienen muy tarde, y todos os iréis a la cama, menos el señorito y yo.
Inocencia tenía los ojos abiertos como nunca. Era aquella la mayor sorpresa de su vida, y le hacía los honores con la sonrisa más sosa de cuantas habían iluminado su cara de angelote.
¡Conque venían! De modo que era verdad. ¡Y traían regalos! ¿Habría que dejar la puerta abierta o entrarían por el balcón? Tendría que sacar la porcelana fina y las bandejas de plata. ¡Vamos, que venir los Reyes! ¿Le traerían algo a ella?...
La mozuela estaba atortolada; ya no supo hacer nada derecho, ni tuvo ganas de cenar, ni acertó a cantar al nene más que oba, oba, a secas, sin una pizca de seguidilla ni una miaja de tarareo gracioso.
Todo se volvía preguntar a las otras sirvientes y a los niños que, ya mayorcitos y muy aleccionados, contestaban acordes con la estupenda noticia que tan conmovida traía a la muchacha.
Mal durmió aquella noche Inocencia. A menudo, incorporada en su cama, prestaba atento oído a imaginarios rumores.
Los misterios humanos no la habían desvelado jamás; la revelación de aquel secreto divino que se le había venido encima era motivo de su primer insomnio. Y la buena sonrisa candorosa compañera inseparable de su ingenua juventud, se tendía cándidamente sobre sus ojos adormilados, abiertos en la oscuridad.
Madrugadora y diligente, subió al comedor, al amanecer, con una vela que ardía temblorosa en la mano robusta...
Allí habían estado los Reyes; ¡vaya si habían estado!
Las tazas finas y elegantes tenían un especial aspecto majestuoso encima del tapete encarnado. Guardaba cada una un poso de café muy frío, muy dulce, muy rico. Así le pareció a Inocencia después de haber apurado "respetuosamente" las gotas espesas de cada taza. ¡No lo había hecho por golosina, sino por devoción!
Y la moza, relamiéndose de gusto, se dedicó a ejercitar otro de los sentidos corporales, que su fe ponía en relación con la santidad de los Reyes y con el milagro de su visita. ¡Olía allí "divinamente"; olía a cielo, a gloria; con aroma más precioso que el de los polvos de la señorita, que el de las flores del huerto.
Alguien hubiera creído que aquel perfume delicado pertenecía a un cigarro exquisito apagado en el comedor a última hora de la noche; pero bien sabía la moza que allí olía a Reyes Santos; ¡era indudable!
Después de un largo olfateo delicioso, Inocencia quiso ver, "ver por sus propios ojos", algún rastro de la regia visita, y con inspiración súbita abrió la puerta del mirador.
Ya clareaba. Al principio no vió más que la luz indecisa y turbia de la mañana tardía. De pronto, en la cesta de la costura, colocada en el suelo, vió brillar el aro de un tambor y el cañón de una escopeta. Y luego, revolviendo envoltorios provocativos, entre dulces y juguetes abundantes, desdobló con trémula mano un papel, que decía con letras como puños: Para Inocencia la zagala.
¡Era para ella, para ella misma aquel hermoso pañuelo de seda rosada con frondosa guirnalda de rosas sangrientas!
Detrás de Inocencia, sonriente y curiosa; apareció la señorita a tiempo que la muchacha, besando, el pañuelo, caía de rodillas, las manos cruzadas, riendo y llorando, con el susto más grande de su vida.
Los chiquillos llamaban a su madre, y burlones, maliciosos, la interrogaban con impaciencia. Puso ella gravemente un dedo sobre los labios, y dijo seria y conmovida:
— Han venido los Reyes; ¿habéis oído? ¡Cuidadito con que Inocencia sepa que es mentira!
Obedecieron los niños sumisamente. Quiso la señora guardar alrededor de la muchacha el piadoso secreto, y por cierta quedó aquella santa visita durante mucho tiempo en el más sano corazón de diez y nueve años que ha latido serenamente bajo un rosado pañuelo enguirnaldado con flores. |