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"El regalo de Inocencia"

Biografía de Concha Espina en Wikipedia

 
 
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Música: Albeniz - Espana - No. 6 - Zortzico
 
El regalo de Inocencia
 

Inocencia hacía honor a su nombre: era inocente.

Con los ojos ávidamente abiertos sobre sus diez y ocho años campesinos, todos los misterios de la vida le ofrecieron su naturalismo salvaje, sin despertar en ella malicias ni sobresaltos. Las revelaciones habían sido tan bruscas y descarnadas para los ojos de la niña, que no hallaron tiempo de tocar a su alma con pérfidas insinuaciones refinadas y sutiles, como esas que muchas veces usa el espíritu del mal, valido de un engañoso ropaje de cultura y civilización, y apenas si la mozuela había pestañeado ante la atrocidad de brutalidades que miraba todos los días en una existencia áspera y dura.
 
‎Inocencia era guapa y era presumida, y a Inocencia le gustaban mucho los mozos y tenía muchas ganas de casarse... Todos estos gustos y deseos le hacían sonreír con una dilatada sonrisa bobalicona, que daba mucha risa a los demás.
 
‎Aquel año, justamente el día primero del año, había entrado la chica a servir de zagala en casa de unos señores de la villa. La casa era alegre; todos estaban allí muy contentos; todo se arreglaba muy lindamente en el hogar de aquellos señores. Y de la vida fácil y dichosa brotaban chanzas y retozos, como brotan los suspiros y los lamentos de las pobres vidas tristes.
 
‎La víspera de los Reyes, la familia cuchicheó risueña, preparando una broma a la muchacha, y después de meditado y discutido el asunto, la señora llamó a la chica y con mucha solemnidad le dijo:
 
‎— Mira, esta noche vendrán los Reyes como de costumbre...

‎— ¡Ah! Pero ¿vienen de veras?

‎— Pues claro, mujer; vienen a traer un regalito a los niños..., y a veces también a las zagalas. Después que cenemos, arreglas bien el comedor y preparas en la mesa el servicio del café, porque los viajeros traerán frío y hay que obsequiarles con algo caliente. Dejas buena lumbre en la estufa y allí mismo, arrimadita, la cafetera, que yo les serviré; porque vienen muy tarde, y todos os iréis a la cama, menos el señorito y yo.
 
‎Inocencia tenía los ojos abiertos como nunca. Era aquella la mayor sorpresa de su vida, y le hacía los honores con la sonrisa más sosa de cuantas habían iluminado su cara de angelote.
 
‎¡Conque venían! De modo que era verdad. ¡Y traían regalos! ¿Habría que dejar la puerta abierta o entrarían por el balcón? Tendría que sacar la porcelana fina y las bandejas de plata. ¡Vamos, que venir los Reyes! ¿Le traerían algo a ella?...
 
‎La mozuela estaba atortolada; ya no supo hacer nada derecho, ni tuvo ganas de cenar, ni acertó a cantar al nene más que oba, oba, a secas, sin una pizca de seguidilla ni una miaja de tarareo gracioso.
 
‎Todo se volvía preguntar a las otras sirvientes y a los niños que, ya mayorcitos y muy aleccionados, contestaban acordes con la estupenda noticia que tan conmovida traía a la muchacha.
 
‎Mal durmió aquella noche Inocencia. A menudo, incorporada en su cama, prestaba atento oído a imaginarios rumores.
 
‎Los misterios humanos no la habían desvelado jamás; la revelación de aquel secreto divino que se le había venido encima era motivo de su primer insomnio. Y la buena sonrisa candorosa compañera inseparable de su ingenua juventud, se tendía cándidamente sobre sus ojos adormilados, abiertos en la oscuridad.
 
‎Madrugadora y diligente, subió al comedor, al amanecer, con una vela que ardía temblorosa en la mano robusta...
 
‎Allí habían estado los Reyes; ¡vaya si habían estado!

‎Las tazas finas y elegantes tenían un especial aspecto majestuoso encima del tapete encarnado. Guardaba cada una un poso de café muy frío, muy dulce, muy rico. Así le pareció a Inocencia después de haber apurado "respetuosamente" las gotas espesas de cada taza. ¡No lo había hecho por golosina, sino por devoción!
 
‎Y la moza, relamiéndose de gusto, se dedicó a ejercitar otro de los sentidos corporales, que su fe ponía en relación con la santidad de los Reyes y con el milagro de su visita. ¡Olía allí "divinamente"; olía a cielo, a gloria; con aroma más precioso que el de los polvos de la señorita, que el de las flores del huerto.
 
‎Alguien hubiera creído que aquel perfume delicado pertenecía a un cigarro exquisito apagado en el comedor a última hora de la noche; pero bien sabía la moza que allí olía a Reyes Santos; ¡era indudable!
 
‎Después de un largo olfateo delicioso, Inocencia quiso ver, "ver por sus propios ojos", algún rastro de la regia visita, y con inspiración súbita abrió la puerta del mirador.
 
‎Ya clareaba. Al principio no vió más que la luz indecisa y turbia de la mañana tardía. De pronto, en la cesta de la costura, colocada en el suelo, vió brillar el aro de un tambor y el cañón de una escopeta. Y luego, revolviendo envoltorios provocativos, entre dulces y juguetes abundantes, desdobló con trémula mano un papel, que decía con letras como puños: Para Inocencia la zagala.
 
‎¡Era para ella, para ella misma aquel hermoso pañuelo de seda rosada con frondosa guirnalda de rosas sangrientas!
 
‎Detrás de Inocencia, sonriente y curiosa; apareció la señorita a tiempo que la muchacha, besando, el pañuelo, caía de rodillas, las manos cruzadas, riendo y llorando, con el susto más grande de su vida.
 
‎Los chiquillos llamaban a su madre, y burlones, maliciosos, la interrogaban con impaciencia. Puso ella gravemente un dedo sobre los labios, y dijo seria y conmovida:
 
‎— Han venido los Reyes; ¿habéis oído? ¡Cuidadito con que Inocencia sepa que es mentira!
 
‎Obedecieron los niños sumisamente. Quiso la señora guardar alrededor de la muchacha el piadoso secreto, y por cierta quedó aquella santa visita durante mucho tiempo en el más sano corazón de diez y nueve años que ha latido serenamente bajo un rosado pañuelo enguirnaldado con flores.

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