La quiso un poeta; la quiso mucho y largos meses distrajo su esperanza en los linderos del jardín donde mariposeaba la niña.
También anduvo por allí en aquel tiempo un señor calvo, de aspecto bondadoso, que miraba con insistencia los giros claros del traje de la moza.
Se supo, del poeta, que era hidalgo y virtuoso; del señor maduro se supo que era muy rico.
Libremente disponía la joven de su corazón; era señora de su voluntad, reina de sus deseos; mecía con arrogancia su cabecita dominadora sobre las flores rendidas a las caricias del sol, y levantaba con orgullo sus cantares sobre los trinos amorosos de los pájaros.
Viviendo en pleno vergel, sentía germinar la simiente de los nidos; conocía las voces apasionadas del agua y del viento; los arrullos de las tórtolas; el roce en el aire, de todas las alas, de todos los perfumes; el zumbido celoso de cada insecto, la palpitación caliente de cada átomo sobre la tierra.
Y en medio de esta cálida armonía, bajo el profundo latido del amor y la esperanza, tuvo la moza un extraño gesto de previsión, tomó una medida de suprema cordura, clavando en el poeta una mirada llena de interrogaciones y concediendo al señor pudiente su mano de esposa.
Se casaron. El marido levantó en el jardín un palacio suntuoso para recreo de la mujer. Las torres se elevaron por encima de la floresta con orgulloso ahinco, domeñando las copas de los árboles, el erguido toldo de los senderos, la melena florida de los cenadores, el murmullo de los azutes y de las brisas, el aroma de los planteles.
Un inmenso desdén resplandecía en la opulenta fábrica, pero en el jardín, tendido con humildad al pie de los altos muros, siguió albergándose la sublime poesía del amor, la poesía que hace desfallecer a las rosas y a las aves, mientras en el palacio se hospedó la triste vanidad de una mujer sola con sus frías ambiciones, yerta en la cumbre de su cuerda previsión. En las salas elegantes, no gorjearon nunca los niños, ensueño de toda esposa, y el señor millonario no supo inspirar a la muchacha ni una sola alegría pura, ni un solo goce luminoso.
Entretanto, el poeta compuso un libro de versos, un bello libro de amores que hizo llorar a muchas mujeres buenas y dulces, y después de levantar en honor de su amada aquel sutil palacio de arte y de dolor, siguió el camino en busca de otros jardines donde hubiera niñas bonitas mariposeando entre flores y trinos. Iba con el anhelo de encontrar una, loca de imprevisión, hambrienta de ideal, para seguir la ruta juntos, cumpliendo la sagrada misión de los enamorados.
Iba armado de esperanzas, sin escudo contra los desdenes, olvidando, al parecer, que hubiese en el mundo mozas precavidas y señores opulentos.
La esposa del rico arrastra su existencia indiferente. La vida es para ella un libro cerrado en el cual no pudo desdoblar una sola página incitante. Y aunque lleva puesta su mano de mujer formal en la inerte mano del esposo, tiende siempre hacia los poetas una mirada curiosa, llena de interrogaciones... |